Rabinovich-Berkman, Ricardo D.,

 

Recorriendo

la Historia del Derecho

 

Quito, Cevallos, 2003, 431 p.

 

 

 

 

 

 

            En el siglo XIX, a través del positivismo y del legalismo jurídico, se distanció y diferenció la figura del práctico del Derecho, de la del iushistoriador y el iusfilósofo. La codificación le dio al abogado la posibilidad de olvidar el Ius y reducirse a la norma jurídica, imposibilitándolo así de convertirse plenamente en jurista.

          Este reduccionismo ha perjudicado y menoscabado universalmente a la ciencia jurídica del siglo XX. A través de la obra que comento, encuentro la armonización entre el abogado, el iushistoriador, el jurista, y el iusfilósofo. En sus páginas, en cada planteo o conclusión, hallo esta conjunción de personajes y conocimientos, que hoy a veces se consideran antagónicos, aunque en el pasado comulgaron, y que en el futuro habrá de retornar para lograr la plenitud del saber jurídico.

            Las primeras páginas desarrollan las grandes cuestiones, y aún discutidas, sobre el objeto, el método, y la utilidad de la Historia del Derecho, como así también la problemática de su enseñanza. En los últimos capítulos, convergen claramente el historiador y el filósofo, pues analiza el desarrollo histórico de los derechos humanos, pero los categoriza y define ya no desde la utilización de la conceptualización pretérita, sino desde su propia concepción, lo que enriquece  al lector.

            No es de extrañar éste hallazgo, pues en la persona de Ricardo confluyen el iushistoriador, el jurista, el abogado exitoso, y el iusfilósofo. Destaco que la formación romanista de nuestro autor se encuentra presente en las líneas del escrito, lo que le dio a mi entender una comprensión acabada del fenómeno de las fuentes jurídicas y la influencia de lo religioso.

           Es grato que utilice nuevamente los recursos didácticos modernos con los cuales acostumbra sorprender, y permite que el alumno se apasione por nuestro saber, muchas veces desvalorizado.

          La obra permite encontrar, no sólo como es habitual en los trabajos científicos, en la jornadas o congresos, sino en una obra académica, una Historia del Derecho latinoamericana, donde se descubre y se desarrolla nuestro tronco común, y se destacan nuestras diferencias que nos enriquecen.

            El libro es presentado con la siguiente estructura:  posee tres partes, la primera trata de la Historia del Derecho como ciencia y como materia universitaria, la segunda de las ideas y las instituciones a través del tiempo, y la tercera es un apéndice que contiene herramientas didácticas. Éstas tres partes son sendos puertos, y podría decir de gran calado, por la profundidad y certeza científica con que se los trata.

          El primer puerto expone nuestra ciencia, por medio de cuestiones como: la Historia, su utilidad, el Derecho, la Historia del Derecho y su didáctica... El segundo puerto trata de: primeras ideas filosóficas jurídicas, las de Grecia, de Roma, el iusnaturalismo clásico posterior, el período visigodo, la Edad Media, el humanismo, la segunda escolástica, para pasar al Derecho Indiano, el racionalismo, el constitucionalismo, ls declaraciones de derechos, la Hispanoamérica del siglo XIX, la codificación moderna, y los positivismos, entre otros temas.

            La última parte del recorrido se desarrolla con las herramientas didácticas literarias de autoría de Ricardo, cuentos y obras teatrales.

           Es muy valioso que haya introducido, en cada uno de los temas y cuestiones tratadas, fuentes, y que haya fijado consignas orientadoras. Esto permite fomentar en el alumno el gusto por la utilización de las fuentes históricas, favorece el espíritu crítico, y la utilización de la metodología histórica.

                Por último: para comprender y valorar la obra en su plenitud y relevancia, es necesario por parte del lector, estar prevenido de que se encuentra frente al trabajo de quien es, se siente y se describe a sí mismo, como un humanista. Juan Carlos Frontera

 

 

Costa, Mónica del Valle

DIAMELA,
Ojos de Cielo, Ojos del Alma
(cómo nos comunicamos,
por medio de la TCI,
con nuestra hija
que pasó a la Eternidad)

Buenos Aires, Geear, 2003, 156 p 

        Transcribimos a continuación las palabras pronunciadas por Ricardo D. Rabinovich-Berkman el pasado 12 de julio, durante el acto en el cual, ante una nutrida concurrencia, se presentó, el libro Diamela, ojos de cielo, ojos del alma:

        "Hoy es un gran día para Diamela, y para todos los seres de luz, porque es el día en que se inaugura un puente, una carretera, una autopista de amor y de futuro.

         No otra cosa es este libro de mi querida amiga, la Dra. Mónica Costa de Maldonado, amiga entrañable, y como tantos de los aquí presentes, hermana en el dolor de haber despedido a un hijo, y hermana, por sobre todo, en la convicción de que la vida continúa en otro plano, y en la certeza del reencuentro.

         He dicho a propósito, la Doctora Mónica, porque creo que será muy importante, para la difusión de la Transcomunicación, para su aceptación sin miedos, para su credibilidad, que estas amenas páginas hayan brotado de la pluma de una destacadísima médica; es decir, de una científica, de una mujer acostumbrada a lidiar diariamente con la enfermedad, con el dolor, con la convalecencia, y hasta con la muerte.

         Porque a veces, los que creemos en estas cosas, nos sentimos atemorizados, bajamos la mirada, nos callamos, porque pensamos que los demás nos tacharán de locos, de raros, nos mirarán con cierto paternalista desprecio, y murmurarán, complacientes, “dejalo, pobre, es que perdió un hijo”.

         Y nos olvidamos que no estamos solos. Ni estamos locos... Que Sócrates, Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Santo Tomás Moro, Víctor Hugo, Sir Arthur Conan Doyle, César Lombroso, Sarmiento, Vélez Sarsfield, Avellaneda, y una lista interminable de nombres que resuenan por sí solos, creyeron en la supervivencia del alma tras la muerte, y muchos de ellos practicaron formas de comunicación en su tiempo.

         Hoy en día, todos hablamos por teléfono, pero pocos saben que ese aparato extraordinario, en realidad se perfeccionó buscando una forma de hablar con los que habían partido. Y otro tanto puede decirse de la electricidad. Y del telégrafo sin hilos...

         Como bien lo recuerda Mónica Costa, tanto Guillermo Marconi como Thomas Alva Edison, creían fervientemente en la posibilidad de transcomunicar, y la nómina de los que lo hicieron y hacen incluye premios Nobel, como por ejemplo el fisiólogo francés Charles Richet.

          Infelizmente, las prevenciones contra la brujería, que llegaron a niveles de verdadera obsesión en el mundo protestante, y desgraciados incidentes entra la Iglesia Católica y León Denis, el sucesor de Allan Kardec al frente de la escuela espiritista francesa, generaron una actitud de rechazo y de temor, que es relativamente reciente, pues tiene algo más de cien años, y que además ha sido revisada ya por todas las partes en conflicto.

         Cada vez son más los sacerdotes y teólogos católicos que aceptan las posibilidades de transcomunicar, y que no hay nada malo en ello, y hasta los hay que participan activamente, como el caso paradigmático del brillante padre François Brune, que con tanta razón y cariño cita en su libro varias veces Mónica.

          Además, el hermano Brasil, con su cultura de espiritualidad profunda, ha demostrado que la creencia en la supervivencia activa de las almas, y su comunicación con los que estamos en este plano de carne, es perfectamente compatible con la permanencia en la fe dentro de las grandes religiones universales.

         A mí, que soy un admirador del Brasil, en nada me extraña que, como Mónica dice en su obra, y a mí mismo me ha sucedido a menudo, las voces de los Guías que aparecen en nuestras grabaciones, de esos sujetos maravillosos a los que tanto les debemos y agradecemos, porque parecen ser los artífices de muchas de las comunicaciones exitosas, tengan un notorio acento portugués.

         Siempre me asombró con qué tranquilidad sonriente, amigos brasileños profesores universitarios, importantes magistrados, destacadísimos autores de libros científicos, se reconocían abiertamente espiritistas, o transcomunicadores, sin que ello generase el más mínimo asombro, o rechazo, o sorna.

         Y yo creo que es llegada la hora, de que nos liberemos de toda vergüenza, de todo temor, y prediquemos sin tapujos nuestra experiencia y nuestra convicción, como lo hacen Luis y Noelia Mariani, Ernesto y su esposa, y los demás miembros del Grupo Viaje Infinito Hacia la Luz, y como lo hace magníficamente Mónica en estas páginas.

         En lo personal, junto a mi querida esposa Ester, accedí a la transcomunicación gracias a Mónica y a su esposo Lito, tras la despedida carnal de nuestro hijo Ricky, de quince años. Luego, fueron las manos amigas y generosas de los miembros del Grupo Viaje Infinito Hacia la Luz, las que nos acompañaron gentilmente en los primeros pasos. Siempre estaremos agradecidos, a Mónica, a Lito, y a toda la gente del Grupo. Entonces, ¿por qué callar? Si sabemos que esto hace bien, que es maravilloso, y además... ¡que es verdad!

         Pero creo que, como lo advertía el gran Allan Kardec, para cuya memoria, tantas veces ensuciada, guardo un dulce respeto, de nada sirve que podamos comunicarnos con los espíritus, si no vamos a aprender nada de ellos, ni tomar enseñanzas del hecho de su supervivencia. No se trata de preguntas y respuestas, como en un juego.Se trata de descubrir una trascendencia cósmica para toda la existencia, replantear las prioridades y los valores, volver a mirar al prójimo, y tomar esta posibilidad como una revelación divina, que nos acerque al Señor, y a los demás, y nos haga mejores.

        Estoy convencido, tras leer la obra que Mónica Costa ha tallado, que a eso apunta, y que lo consigue con creces. Por eso, como dije al comienzo, creo que éste es un gran día, para los que estamos aún en esta dimensión, y para los que ya están en la otra, en la luminosa.

 

        Y me permitiré terminar con una humilde poesía, que he intitulado Alquimia, y que dedico de todo corazón a Mónica Costa de Maldonado:

 

Procuraba un alquimista medieval,

en su sórdida celda sumergida,

un conjuro que volviese oro al metal,

una fórmula que de muerte hiciera vida.

 

Cansado ya de errores y fracasos,

resolvió pasear por el campo vecino,

y poner algo de césped en sus pasos,

y de sol en su cutis blanquecino.

 

Mas olvidados de la luz sus ojos,

no notaron un pozo en el sendero,

y allí dentro, con sus huesos flojos,

cayóse el alquimista todo entero.

 

Una dama se acercó, y al verlo caído,

sonriendo, dio una mano salvadora.

El alquimista la tomó, y agradecido,

quiso saber quién era esa señora.

 

Te contaré mi historia, ella le dijo:

hace tiempo, fui mamá de un joven fuerte,

pero una tarde, mataron a mi hijo,

lloré un diluvio de dolor ante su muerte.

 

Con su cuerpo, ya sin soplo, entre mis brazos,

sus cabellos castaños sobre mi hombro,

laceróse mi corazón en mil pedazos,

y pasé de la ira al llanto, y al asombro.

 

Pero entonces sucedieron cosas nuevas,

que mudaron mi actitud ante mi suerte,

y de mi Hijo aprendí que el amor llega,

a emerger triunfante aun sobre la muerte.

 

Desde entonces, ando atenta al sufrimiento,

para hacerme fiel amiga del doliente,

y en su alma, sembrar brisas de aliento,

restaurando la alegría entre la gente...

 

Dos cosas comprendió, el alquimista,

la primera, que esa dama que iba ahora

perdiéndose en el ocaso de amatista,

no era otra, que Nuestra Señora.

 

La segunda, que la alquimia verdadera,

la más noble, la más digna de alabanza,

no es la que transforma en oro la madera,

sino la que del dolor, hace esperanza".