LA INTEGRACIÓN LATINOAMERICANA

Y LOS ESTUDIOS DE DERECHO

por Ricardo D. Rabinovich-Berkman

 

 I. PÓRTICO

        El propósito de esta breve exposición es abordar una relación que se ha considerado bastante poco, por no decir que brilla por su ausencia, y sólo empieza a abrirse camino en los últimos años. Me refiero al nexo que existe entre la tendencia a una integración económica, política y cultural en general entre los países de Latinoamérica, y los contenidos de la carrera de Derecho, Abogacía, Ciencias Jurídicas o equivalentes en las universidades de esos Estados.

         Me interesa muy especialmente hacer estas reflexiones ahora, porque aunque parezca mentira muchas de las casas de altos estudios latinoamericanas, lejos de avanzar en el sentido que creo acorde y coherente con la integración, parecen propender al camino exactamente contrario. Por eso, estoy convencido de que el problema dista de ser teórico en este momento, y posee connotaciones no sólo prácticas, sino más bien hasta diría urgentes.

        Me siento con cierta base para tratar este tópico, sobre todo por mi experiencia como docente universitario de materias jurídicas, por más de dos décadas, en varios países latinoamericanos. A ello he de agregar mi ejercicio profesional, como abogado, en litigios y asesoramientos contractuales internacionales.

Desde el ángulo metodológico, deseo aclarar que, por ser ésta una conferencia, sin menoscabo de su eventual publicación ulterior, he de prescindir en general de las citas y notas eruditas. Mucho de lo que trataré aquí puede ampliarse en mis libros Un viaje por la historia del Derecho (Bs. As., Quorum, 2002), Derecho romano (Bs. As., Astrea, 2001) y Derecho civil, parte general (Bs. As., Astrea, 2000), a los cuales gentilmente remito a quien estuviera interesado. De considerarlo estrictamente imprescindible, haré la nota pertinente.

 

II. LA HOMOGENEIZACIÓN LEGISLATIVA

        Reconozcamos, primeramente, que en todo proceso de integración internacional uno de los aspectos fundamentales es el jurídico. Esto, desde diferentes puntos de vista. Por un lado, porque la integración en sí, requiere de una implementación jurídica, fundamentalmente a través de acuerdos internacionales, que pueden adoptar la forma de tratados, cartas, declaraciones, etc., y de leyes internas de cada uno de los Estados que se integran, las cuales pueden tender a la aprobación o la puesta en vigencia local de los acuerdos internacionales de integración, o bien propugnar una identificación normativa por la vía de sancionar textos análogos o idénticos. Éste último es el sistema llamado “de unificación legislativa” o “de homogeneización de leyes” -prefiero la segunda expresión, "homogeneización" por su mayor rigor técnico- , cuya práctica proviene, en realidad, de los países federales con gran diversidad legislativa estadual de fondo, como es el caso de los Estados Unidos de Norteamérica o México.

         La homogeneización de leyes es uno de los mecanismos de integración internacional más importante y eficaz, y muchas veces resulta mejor que el más completo de los tratados. Este sistema apunta al segundo aspecto de la integración desde el punto de vista jurídico, que es la existencia de ordenamientos compatibles entre los diferentes Estados que se integran. Esa compatibilidad, posee beneficios que se incrementan en forma directamente proporcional a la mayor similitud de las respuestas locales. A mayor parecido, mayores ventajas.

          La similitud normativa facilita el intercambio comercial, y en general todas las actividades que requieren de un marco contractual (convenios académicos, emprendimientos culturales y de desarrollo conjuntos, etc.) Al contar con soluciones jurídicas semejantes, las partes contratan con más confianza y seguridad, y disminuye dramáticamente el miedo a ser engañado y la sensación de extranjería, de “jugar de visitante”, que suele ser característica sobre todo de las partes débiles cuando hay convenios entre firmas de diferente poder económico o infraestructura. Es muy normal que la “parte fuerte” en estas contrataciones imponga su normativa nacional para la resolución de eventuales conflictos. Si ambos sistemas son semejantes, la “parte débil” se sentirá más protegida.

         Los costos de las contrataciones disminuyen, porque no se hace necesario contratar un asesoramiento extranjero, generalmente sobre todo para la “parte débil”, que es la que debe aceptar la normativa foránea. Los profesionales connacionales de la firma suelen estar contratados con un abono, que incluye el asesoramiento, y entonces ello no irroga gastos extraordinarios. Cosa que no sucede con los abogados extranjeros, cuyos honorarios, además, son muchas veces especialmente salados, porque es muy corriente en todos los países que en este tipo de situaciones haya un sobreprecio.

         La integración demográfica aumenta, porque se hace más fácil la migración de personas entre los países, al generar la similitud normativa una reducción del stress del cambio, y un incremento de la sensación de estar en casa, de entender “cómo viene la mano” en la sociedad nueva. Obviamente, también se incentivan los contactos migratorios menores, como los desplazamientos turísticos. 

         El ejercicio de la profesión de abogado por parte de los profesionales graduados en uno de los Estados integrados, en el otro Estado, se facilita en forma directamente proporcional a la similitud normativa entre ambos países. En el extremo, si los dos sistemas fueran prácticamente iguales, no tendría sentido la reválida del título, y haberse recibido en uno de los países debería bastar para matricularse en el o los otros. Esta multiplicidad opera a su vez como factor de retroalimentación de la integración, reforzándola.

         La semejanza normativa genera la mayor posibilidad e interés de armar equipos docentes universitarios con profesores de los diferentes Estados integrados. Tales planteles académicos, también poseen un efecto integrador de por sí, que incrementa el ritmo y la profundidad del fenómeno. Podríamos añadir la mayor posibilidad de estudiar Derecho en el otro Estado integrado. Todos estos factores, por su parte, incrementan los contactos personales entre ciudadanos de los diversos países integrados, generando la proliferación de amistades -y matrimonios- internacionales, amén de sociedades y emprendimientos conjuntos.

         El proceso de integración internacional, pues, se da desde lo jurídico, mediante lo jurídico y por lo jurídico. Y su elemento fundamental es la homogeneización normativa, obra de los juristas de los Estados que se integran, trabajando en conjunto sobre bases comunes.

 

III. HOMOGENEIZACIÓN LEGISLATIVA Y RACIONALISMO JURÍDICO

         Desde el punto de vista ideológico, la homogeneización es hija del racionalismo. Sólo la concepción de un sistema de normas diseñadas con criterios geométricos, al estilo propuesto por Leibniz y Pufendorf, participantes de la abstracción cartesiana, y de su falta de interés por la realidad social, pudo crear un escenario proclive a la adopción de respuestas jurídicas semejantes (cuando no iguales) por países diferentes, con total prescindencia de sus tradiciones e historias distintas, de sus diversidades geográficas y demográficas, etc. Sin embargo, podemos delinear dos etapas bastante claras en este fenómeno.

     Primero, desde el triunfo del racionalismo jurídico, y fundamentalmente tras las revoluciones norteamericana y  francesa, la importación y exportación de respuestas normativas es la regla, mientras que las observaciones atinentes a la realidad socio-jurídica constituyen excepciones. Cuando hablo de exportaciones, me refiero al supuesto en que un Estado impone sus soluciones normativas a otros, generalmente valiéndose de la fuerza, sustentada en una ideología de base, que se supone justificadora de la expansión. Tales los casos, por ejemplo, de Napoleón imponiendo su Código Civil a los países conquistados (con su compleja ideología de base que entrelazaba el liberalismo económico con el racionalismo jurídico y el mito imperial), de Moscú implantando el Derecho soviético en Asia y en Europa Oriental, y de Hitler llevando las leyes racistas a la rastra de sus tropas.

         En cambio, denomino importaciones (si bien, como toda terminología, ésta es arbitraria, pues ni una ni otra categoría se presentan puras jamás) a los fenómenos mediante los cuales unos Estados adoptan deliberada y digamos que libremente instituciones jurídicas de otros. También suele darse una ideología de base, y no es extraño que el país del que se importan las soluciones posea un ascendiente de hecho (económico, cultural, etc.) sobre el receptor. Así, los Estados que adoptaron en el siglo XIX, sobre todo en la América hispánica, textos constitucionales estrechamente inspirados en el de los Estados Unidos, o los países que se dieron Códigos civiles semejantes al francés.  

         En general, todas esas homogeneizaciones de la primera etapa se concretaron sobre un sustrato racionalista compartido, aunque con muy diferentes ideologías concretas de base, que llevaba a despreciar el influjo del factor realidad social. La Constitución estadounidense, si era buena en Washington, sería necesariamente buena en el Río de la Plata, o en Nigeria (cuando mucho, con pequeños retoques imprescindibles). El Código civil francés, si era reconocido como una obra de arte, lo era tanto para Francia como para Alemania. Las soluciones legales soviéticas evidencian el triunfo del proletariado sobre la opresión burguesa: entonces, ¿qué tiene que ver si han de aplicarse sobre eslavos ortodoxos, sobre armenios o sobre kazajos musulmanes? Aquí deberíamos tratar separada la visión nazi del asunto, que era más compleja, pero excederíamos el marco de esta exposición.

          La única reacción importante de este primer período surgió, como era de esperarse, de la línea ideológica que rechazaba militantemente al racionalismo y sus premisas y corolarios. Esto es, el romanticismo. De sus filas se alzó, en 1814, la voz de von Savigny, que con oportunidad de la propuesta de Thibaut de no perder la unidad legislativa brindada a los Estados alemanes por la imposición napoleónica del Código Civil francés, articuló con contundencia su “doctrina histórica” del Derecho, destacando la necesidad de que las soluciones normativas se adecuen a las peculiaridades de cada nación. Si bien unas décadas más tarde, en su obra principal, el Sistema del Derecho Romano actual, Savigny replanteó su postura juvenil, y abrió plazas al racionalismo, ya se había generado una escuela, que incluso cruzó los mares y tuvo influjo en Latinoamérica, en las ideas de Alberdi, por ejemplo. La declinación del romanticismo a lo largo del siglo XIX atentó contra esta corriente, y el “historicismo” fue convirtiéndose en otro positivismo más, muy afectado por el evolucionismo darwiniano tras la aparición en 1859 del Origen de las especies.

         Tras la conmoción de la Segunda Guerra Mundial, se inició una segunda etapa, donde la regla es la consideración de las realidades locales, tratando de que la homogeneización de las soluciones jurídicas integre “desde abajo” y no “desde arriba”. Si bien el racionalismo sigue muy presente en la cosmovisión actual, las peculiaridades históricas se reconocen más como dato fundamental a la hora de la integración normativa. Ya no es el romanticismo, obviamente, la ideología de base de estas consideraciones, sino en general positivismos sociológicos, o formas de iusnaturalismo contemporáneas, como el trialismo de Werner Goldschmidt, o bien, simple y sencillamente, un pragmatismo que se nutre en la evidencia incuestionable de décadas de fracasos en las importaciones y exportaciones de respuestas jurídicas.

 

IV. HOMOGENEIZACIÓN LEGISLATIVA Y SIMILITUDES JURÍDICAS PREVIAS

        La homogeneización legislativa es más fácil de lograr cuanto más cercanas se encuentren de por sí las instituciones jurídicas de los países en cuestión. A veces, homogeneizar soluciones legales resulta una tarea simplísima, y basta con introducir modificaciones mínimas, un par de palabras, agregar algún precepto aquí y sacar otro acullá, y asunto concluido. En el otro extremo, se presentan supuestos donde las diferencias exceden el mero contenido normativo, y afectan al sistema de fuentes. Estos son los casos más complejos, porque requieren un trabajo lento y cuidadoso, y además una extrema sensibilidad diplomática, pues pueden herirse sentimientos localistas.

Tal el ejemplo de Inglaterra, o los países escandinavos (especialmente Noruega y Suecia) frente a los países del “continente”, con oportunidad de los procesos integradores europeos. Incluso Grecia, con su traumática historia política, más vinculada al Imperio Turco que a las realidades europeas, mantuvo una tradición de predominio de la ley como fuente, y un concepto del juez como sometido a ella, mientras que Inglaterra (y en su medida los Estados escandinavos), desarrollaron un esquema muy diverso, donde la ley (enacted law) es sólo un elemento más a ser considerado, en su tarea creativa, por los magistrados (1). Entonces, un act británico que homogeneizase una respuesta jurídica con la de leyes continentales, arrojaría una similitud más formal que real, pues su aplicación local sería completamente diferente. El juez inglés debería considerar ese act a la luz de factores tales como, por empezar, los precedentes jurídicos generales del reino (esto es, el common law o “Derecho común”), emanados del Parlamento y de las Cortes centrales (Exchequer, Common Pleas, King’s Bench y de la Cancillería), sin despreciar las costumbres locales (law of the land, “Derecho de la tierra”) y la doctrina más autorizada. Tal análisis podría perfectamente conducirlo a rechazar la solución fijada por el act, que no posee para él la misma fuerza obligatoria que reviste para su colega francés, español, italiano o alemán.

Esto no quiere decir que las integraciones jurídicas entre unidades políticas con tradiciones sistémicas diferentes sean imposibles (2). Pero siempre han acarreado enormes dificultades, mucho mayores que las ocasionadas por otras diversidades culturales. El caso de Suiza, por ejemplo, si bien importaba el sinecismo de unidades con lenguas, tradiciones y religiones diferentes, no traía este problema, pues los sistemas de fuentes de los cantones eran semejantes. Tal vez la primera integración entre unidades con sistemas de fuentes diversos fuera la de Québec. Esta región francesa, entonces llamada "Bajo Canadá", y poblada por 125.000 habitantes franco-católicos, fue incorporada al territorio colonial inglés en 1763. De inmediato se generaron severos episodios de violencia, al tratar de imponer Inglaterra su sistema jurídico. Ello llevó a la instauración en 1774 de un status especial, que importaba consideración de la tradición del Derecho francés, status que debió ser reforzado en 1791 (3).

Sin embargo, a pesar de todas las medidas posteriores que se han tomado en Canadá para cimentar la integración anglo-francesa, de la reiterada designación de Primeros Ministros francófonos, de la consuetudinaria presencia de varios jueces de Québec en la Corte Suprema Federal, del hecho de que varias provincias angloparlantes hayan adoptado peculiaridades francesas en su propio sistema de fuentes (característicamente, la legislación de Códigos Civiles) y de la impresionante batería de garantías y de instituciones de resguardo de la igualdad entre unos y otros, la poderosa provincia francesa vive amenazando al país con su separación, y el tema es motivo de consultas y plebiscitos, y forma parte infaltable de las plataformas y de los debates a la hora de las elecciones locales (4).

En general, los procesos de integración entre unidades políticas con sistemas de fuentes diferentes sólo se dan por situaciones de fuerza, y bajo la hegemonía de una de las partes, que impone sus criterios a la otra, aunque le permita subsistir con una porción más o menos importante de sus respuestas anteriores, siempre sujetas, en última instancia, al predominio de las nuevas. En Canadá, como viéramos, esa tolerancia acabó siendo considerable, tras un primer intento frustrado de avasallamiento total. En cambio, por ejemplo, cuando Estados Unidos incorporó a los territorios mejicanos, o cuando Inglaterra tomó control de sus colonias asiáticas, la imposición fue total. España, en su tiempo, había tratado sinceramente de respetar bastante las instituciones jurídicas aborígenes indianas, pero de hecho el sistema metropolitano se acabó imponiendo en forma abrumadora. También fue unilateral la asimilación de las entidades políticas orientales por la Unión Soviética.

         El caso de Luisiana fue diferente, porque el afrancesamiento intelectual de los cerebros de la naciente república estadounidense los predisponía a una recepción calurosa del baluarte galo. La nueva federación hacía lo imposible por parecer francesa, de modo que la integración fue amistosa. Pero, aún así, se acabó imponiendo el sistema de fuentes de los Estados Unidos (que, sin embargo, se hallaba ya muy afrancesado, y apartado de la tradición inglesa, y se afrancesaría aún más en los años por venir) (5).

         Por eso, reviste tanto interés el proceso integrador de la Unión Europea, que casi no registra precedentes, al constituir un sinecismo voluntario que involucra a países con diversos sistemas de fuentes. Sin embargo, obsérvese que las mayores resistencias provienen justamente de Inglaterra, y dentro de ésta de un importante sector del electorado británico, que teme a la pérdida de sus tradicionales respuestas jurídicas, forjadas a lo largo de mil quinientos años, y extraordinariamente adecuadas a la realidad socio-cultural local.

 

V. LA HOMOGENEIZACIÓN LEGISLATIVA EN LATINOAMÉRICA

          Entonces, si la homogeneización legislativa, elemento esencial de toda integración política y económica, es más fácil de lograr cuanto más comunes sean las realidades sociales y la historia, más semejantes los sistemas de fuentes, y más compatibles los contenidos de las normas, hemos de concluir que no existe región en el globo más idónea para llevarla adelante que Latinoamérica.

         Todos los países que conforman esta enorme región, menos Brasil, muestran un tronco jurídico de base absolutamente común hasta la época de las guerras napoleónicas. Aunque el particularismo característico del Derecho Indiano, y la fuerza que en el mismo tuvo la costumbre local (6), fueron generando desde antigua data diferencias, la permanente e importante emisión de normas comunes, el intercambio de funcionarios entre las diversas regiones, y la movilidad de vecinos, mantuvieron siempre la realidad y la conciencia común de una identidad jurídica. La Recopilación de las leyes de los reinos de Indias de 1680, por supuesto, hizo mucho en ese sentido, y la conservación en España de una última jurisdicción general, también.

         Esta homogeneidad de facto fue vivida como una realidad, sin mayores reflexiones, por los juristas de la segunda mitad del siglo XIX. Sin menoscabo del sustrato racionalista, proclive a las importaciones normativas, y que ciertamente estaba allí presente, se actuaba con la plena conciencia de la unidad sustancial del Derecho y la sociedad latinoamericanas. Los hechos lo demuestran con contundencia. Andrés Bello, venezolano, escribe el Código Civil de Chile, y éste a su vez es adoptado por el Ecuador. Eduardo Acevedo, uruguayo, colabora activamente con Vélez Sarsfield en la redacción del Código de Comercio de Buenos Aires, luego tomado por la República toda. A su vez, Tristán Narvaja, argentino, hace el Código Civil del Uruguay. Vélez no duda en emplear profusamente el proyecto de Código Civil del brasileño Teixeira de Freitas para elaborar su propio texto, y éste, una vez promulgado, es sancionado también en el Paraguay... Y podríamos seguir (7).

         Hemos mencionado al gran Freitas, y ello nos trae a la situación del Brasil. La separación del tronco común con España data del siglo XII, cuando en plena Reconquista, mientras Castilla afirmaba por un lado su posición frente al reino de León, del que se había desprendido, Portugal se descolgó a su vez en la cuenca del Atlántico, y emprendió su propia aventura. Partiendo de ser un condado castellano-leonés, bajo el gobierno de la familia francesa de Borgoña, inició su largo proceso de independencia, que duró desde 1109 hasta 1179, fecha en que quedó como reino autónomo bajo la protección feudal de la Santa Sede (8).

         Es decir que Portugal participó, de por sí, del vasto período formativo del Derecho Castellano, antepasado directo del de los Estados de Hispanoamérica. Ello no sólo implica tener en común el legado romano antiguo, sino su concreta versión a través de las grandes obras legislativas del Reino Visigótico, el Liber iudiciorum para el Derecho general, y la Hispana en materia canónica. Además, la participación en la aplicación de formas jurídicas peculiares de la reconquista española, tales como los “fueros” (forais o foros). El idioma se muestra notablemente semejante hasta el siglo XIII, en que aún en Castilla se emplea mucho, además, por lo menos a niveles dirigentes, el gallego, común a ambos reinos. Así, por ejemplo, mientras las Siete partidas, la obra legal principal de esa centuria, atribuida a Alfonso X, están escritas en un castellano muy cercano al portugués, las obras poéticas de ese mismo monarca y sus cortesanos (Cantigas de Santa María y Cantigas de Escarnho e Maldizer) fueron redactadas en gallego ("un hito de la lírica gallego-portuguesa", no duda en llamarlas Jesús Montoya) (9).

Esto no es todo: la frontera de ambos reinos, Castilla (que desde 1230 ha engullido definitivamente a León) y Portugal, a medida que se va extendiendo hacia el sur con la reconquista, presenta una cierta fluidez, y los sujetos de una corte pasan con gran facilidad a la otra. Uno de los vasallos del ya referido Alfonso X el Sabio, al fracasar en sus reclamos por un castillo fronterizo frente a ese rey, le envía una irónica poesía, que culmina con la osada estrofa:

 

Se mi justiça non val

ant’un rei tan justiceiro,

ir-m’ei ao de Portugal (10)

 

En suma, la sensación (y la realidad) de semejanza cultural es tanta, o posiblemente mayor, durante toda la Edad Media, entre Portugal y Castilla como entre ésta y los demás reinos peninsulares, Navarra y Aragón.

         Las Siete partidas regirán más tarde directamente en Portugal, y tendrán además gran influjo sobre las propias respuestas legislativas lusitanas. Aparte de ello, durante el siglo XIII, ambos reinos son objeto, simultáneamente, del proceso de restauración del Derecho Romano, y la Universidad de Salamanca, centro de difusión del movimiento romanista boloñés, por su ubicación cercana a la frontera lusitana, irradia sus efluvios en esa dirección (cosa que hasta hoy se mantiene vigente, en la cantidad de brasileños que apuntan a esa Casa para hacer sus estudios de posgrado). Los sistemas de fuentes que se van construyendo resultan análogos, y el contenido normativo es en extremo parecido.

         Esta similitud se incentiva dramáticamente cuando Felipe II hereda la corona portuguesa en 1580, y se produce la unión de ambas, sin fusionarse, por varias décadas. Sin embargo, para ese momento ya ha corrido mucha agua bajo el puente. Portugal posee una nutrida historia propia de muchos siglos, una personalidad peculiar, esencialmente marítima, y los idiomas se han separado bastante, al extremo de constituir un obstáculo a la intercomunicación. La reacción nacionalista era de esperarse, y las coronas vuelven a divergir en 1640. En realidad, como hubiera acotado Maquiavelo, hubo un factor aleatorio en el aborto de la unión de ambas coronas, porque todas esas mismas contrariedades (y hasta otras más) estaban también presentes en el caso de Castilla y Aragón, cien años antes, y sin embargo la integración prosperó (con dificultades que subsisten hasta hoy, como se sabe).

 

VI. LA HISTORIA DEL DERECHO Y EL DERECHO ROMANO, CLAVES DE ESTE PROCESO

            De modo que es en la Historia del Derecho que se halla el reiterativo tronco común entre los actuales Estados hispanoamericanos y el Brasil, heredero de la tradición jurídica portuguesa en el Nuevo Mundo (11). No es de extrañar que ese estrecho parentesco fuera especialmente evidente siempre a los romanistas, porque la gran base compartida por ambas vertientes es el Derecho del Lacio. El Derecho Romano, pues, obró ya desde el siglo XIX como un vehículo insuperable de contacto y de homogeneización entre los dos países, a pesar de las barreras puestas por las contingencias políticas y las diversidades culturales.

          El caso paradigmático es sin dudas el de Vélez Sarsfield. Cuando “descubre” los trabajos de Teixeira de Freitas, lo que lo identifica con él, lo que le da un campo de trabajo común, es el ferviente romanismo de ambos, que a su vez acabará conduciendo al genial cordobés hacia el Savigny maduro del Sistema del Derecho Romano actual, que trabajará primero vía Freitas y luego en forma directa en su pobre traducción francesa. Vélez, por sobre todas las dotes loables de ese jurista bahiano mucho más joven que él, reconoce al brillante romanista, y eso es lo que lo atrae hasta el punto de moldear gran parte de su propia obra máxima al calor del Esbozo de Freitas.

         Vélez, apasionado por el Derecho Romano, latinista, canonista, desea realmente confeccionar un Código Civil fiel como ninguno a las raíces del Lacio. Y encuentra en Freitas la mejor alternativa, y además la más cercana. Alberdi, enfurecido, le enrostra todo: la nula fama del bahiano, la política imperialista del Brasil, las diferencias culturales de Buenos Aires y Río de Janeiro. Pero el cordobés no se inmuta: sabe que, por detrás de esas divergencias hay profundos cimientos comunes, y es en ellos donde halla su terreno compartido con ese amigo al que nunca conoció personalmente, y con el que, como no existía el correo electrónico, sólo cruzó unas pocas cartas. La sociedad entre Vélez y Freitas, paradigma de la integración jurídica entre Argentina y Brasil, fue una realidad basada en el Derecho Romano y la Historia del Derecho. 

 

VII. SOBRE LOS PLANES DE ESTUDIOS UNIVERSITARIOS

         Y aquí estamos en condiciones de concluir en el meollo de esta exposición. Los planes de estudios jurídicos universitarios suelen mostrar la presencia de elementos tradicionales, y de factores innovadores, deliberadamente puestos allí, en razón de un proyecto, de una idea. Entre estos elementos, es corriente que se observen influjos extranjeros, y que esos influjos, más o menos conscientemente, estén vinculados con el poder político, militar o económico del país del que provienen, o con una convicción en su superioridad cultural, que despierta un deseo, expreso o no, de emulación.

         Así, por ejemplo, se expandió en su momento por la América hispánica el modelo universitario salmantino, y luego, en la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX, se fueron adoptando en varios de sus países los criterios franceses. La influencia inglesa no entró verdaderamente en Argentina, ni en general en Latinoamérica, tal vez por la esencial diferencia de ambos sistemas de fuentes. Pero, en cambio, en los últimos lustros del siglo, arreció el ingreso de los parámetros estadounidenses, que se convirtieron en otra manifestación más de la irrupción de la cultura norteamericana, al calor de la fuerte e incesante propaganda que los Estados Unidos realizan o fomentan acerca de su propia primacía en todos los campos. Propaganda cuyo éxito extraordinario no puede discutirse. Nadie que hoy se precie de estar en su sano juicio, de ser un "ciudadano del mundo" contemporáneo, puede dudar públicamente de la excelencia de Harvard, por ejemplo. Ello es considerado un dato de la realidad, algo obvio e indiscutible, como que Claudia Schiffer es más linda que cualquier india colla, o que si los marcianos llegan a la Tierra van a descender en Nueva York...

         La adopción de respuestas jurídicas o académico-jurídicas estadounidenses sin mayor análisis, es una de las facetas más llamativas de la provincialización de la cultura latinoamericana, y sin dudas una de las más peligrosas e impredecibles. Un ejemplo curioso lo tenemos en las tentativas de implantar en Argentina el jurado, institución inglesa que aparece en ciernes en el Código de Ethelred de Kent, en la Alta Edad Media sajona, como un reconocimiento de soluciones danesas previas practicadas en la región de Gran Bretaña ocupada por los vikingos, y que desde entonces se ha ido plasmando en la realidad jurídica de ese país, despertando ya desde sus primeros siglos agudísimas críticas (12). Hoy, basta ir al cine a ver las películas norteamericanas que tratan del tema, desde El abogado del diablo hasta La jurado, o simplemente ver Los Simpson (el capítulo en que Homero es designado jurado), para descubrir hasta qué grado los estadounidenses dudan acerca de la conveniencia, y hasta del sentido, del jurado, mientras algunos de nuestros intelectuales modernos luchan denodadamente por adoptarlo.

 

VIII. PLANES DE ESTUDIOS UNIVERSITARIOS E INTEGRACIÓN LATINOAMERICANA

         La verdad es que nunca hasta ahora la cuestión de la integración latinoamericana ha sido realmente considerada a la hora de formular los programas de estudios de Derecho, por lo menos en la enorme mayoría de las universidades de la región, y especialmente en la Argentina. Los factores que -de hecho- coadyuvaron con esa idea fueron pocos, y en general llegaron al currículo por otras vías, la tradicional o la de la emulación francesa. Esos dos factores, como se desprende de todo el desarrollo que hicimos antes, los que nos conectan con el tronco común, y nos acercan a la comprensión de las instituciones de los otros países del sector, favoreciendo las tareas y actitudes homogeneizadoras, son en primer término el Derecho Romano, y en segundo, sólo porque apareció más tarde, pero no por ser menos importante, la Historia del Derecho.

         Más allá de que importar una política de integración es algo harto difícil, si siquiera posible, cuando hemos traído ideas extranjeras lo hemos hecho de Estados donde la integración no era un problema a considerar. La Francia del siglo XIX, orgullosa de sí misma, crecía en una Europa de nacionalismos y de desconfianzas, de fronteras cerradas y guerras siempre en ciernes. Derrotada por Prusia, la nación gala se preparaba para dar revancha, mientras vigilaba ceñuda los Pirineos por temor de la tumultuosa Iberia, el Canal de la Mancha por recelo de Inglaterra, y los Alpes por despecho de Italia. Cerrada sobre sí misma, nutrida en su racionalismo abstraccionista, Francia elaboraba sus planes de estudio, y Argentina los copiaba presurosa.

         Y ni hablar de los Estados Unidos. Ellos, de por sí, son un magnífico y exitoso ejemplo de integración (exitoso tras una guerra civil colosal y sangrienta, es cierto, y después en base a una declarada política imperialista de explotación económica externa, pero exitoso al fin). Mas esa integración está lograda y firme, y obviamente construida sobre otros principios jurídicos y una tradición diversa de la nuestra. Una nación que se considera superior a todas las otras, mesiánicamente encargada de una misión de pastoreo universal, no necesita conocer otra historia que la mínima de sus propios sucesos básicos. Cuando mucho, una historia constitucional, centrada en la premisa de que todo, desde la Magna Carta de 1215, apuntaba al texto de Filadelfia. Nada más.

         ¿Y qué lugar podría caberle en ese esquema al Derecho Romano? Ciertamente, ninguno, porque es un Derecho de lo universal, un Derecho de la humanidad, y como tal siempre fue formulado más allá de las fronteras y las soberanías. “¡Los enemigos del Derecho Romano son los nazis!”, escuché exclamar una vez, enfervorizado, a Pierángelo Catalano, uno de los mayores romanistas de esta época, exponiendo en el edificio del antiguo Congreso chileno, en Santiago. No sólo los nazis, querido profesor, me atrevería a agregar, sino todos aquellos que pusieron y ponen a unos pueblos sobre otros, y rechazan la idea base latina, que funda el sistema todo, de la igualdad ontológica de nuestra especie y de la posibilidad de marchar hacia una verdadera comunidad mundial. 

         Que los norteamericanos no estudien Derecho Romano, es una lástima, y se suele reflejar en la pobre profundidad de la cultura jurídica con que egresan sus universitarios, generalmente capacitados para contestar una demanda por cien millones de dólares, pero no para reflexionar seriamente sobre un texto de Cicerón o de Bentham, conocedores al dedillo y de memoria de las fechas de los leading cases de la Corte Suprema, pero sin más que una vaga idea acerca de la historia de las ideas filosófico jurídicas. Que nosotros, en Latinoamérica, restrinjamos o retiremos en nuestros planes Derecho Romano, es una sandez cósmica, una necedad suicida, que nos mueve contra nosotros mismos, contra nuestra situación y nuestros intereses, que nos aísla y separa, y cierra otra vez nuestras fronteras, que deberían, como dijo un poeta, estar escritas en agua.

         En tal sentido, quiero aprovechar mi presencia en esta noble Universidad de Congreso de Mendoza, para felicitarla sinceramente, por remar contra la corriente mentecata, y mantener orgullosa, como lo hace también la Universidad del Museo Social Argentino, en Buenos Aires, donde me honro de ser titular de la Materia, sus dos niveles de Derecho Romano, constituyendo ejemplos a seguir para Latinoamérica toda.

         Nuestras posibilidades de lograr la homogeneización jurídica, piedra angular de la integración, son inmejorables. San Martín, Bolívar, Belgrano, Sucre, y tantos otros, soñaron con una confederación única, desde la Tierra del Fuego hasta el Oregón, respetuosa de las idiosincrasias locales. No era un delirio ni una quimera. Hoy sabemos más que nunca, que es un proyecto difícil y largo, pero muy realizable, y sobre todo muy bueno de hacer. Por su parte, la vinculación en segundo término de ese conjunto con la Unión Europea, es un dato de la lógica. Obviamente, ésta no es una perspectiva demasiado agradable para el criptoimperio estadounidense, y será necesario remontar el río correntoso de su propaganda y de su fuerza si queremos lograrla. Con habilidad y destreza, como se remontan los ríos, no con estulticia y terquedad, con nacionalismos hueros, que a nada llevan.

         Si nosotros, naturalmente dotados para integrarnos, no fomentamos en los estudios de Derecho el conocimiento y reflexión de los pilares de nuestra cultura jurídica común, por medio del Derecho Romano y de una Historia del Derecho centrada en nuestras raíces compartidas, obraremos como el campesino que heredó un olivar añejo, y lo taló para que pastasen cabras. Con justicia nos cabrá la airada expresión de Carlos V frente al arquitecto que, en plena mezquita de Córdoba, derribando un pedazo, construyó una nave gótica: “Necio, has destruido lo que no había en ninguna parte, para levantar lo que había en cualquier lugar”.

         La Universidad de Buenos Aires, casa señera de la República Argentina, templo del saber jurídico tan importante como cualquier otro de los grandes del mundo, sorpresivamente retiró en la década de 1980, durante una intervención (en plena democracia), a Derecho Romano del plan obligatorio, y la convirtió en una materia optativa limitada a la orientación en Derecho Privado. Jamás se expresaron las razones de tal decisión, tomada incluso en contra de un plebiscito estudiantil. Como era de esperarse, las mismas mentes pronto hicieron lo propio con Historia del Derecho Argentino. Quien creyera que la declarada norteamericanización del plan de estudios iba a quedarse en las formas, se equivocaba. El puente que va de lo adjetivo a lo sustantivo, se mide en micrones, si es que existe. Hoy, no sólo tenemos un descenso notable del nivel estudiantil. Tenemos, además, una formación localista que, cuando mucho, tiende a conectarnos con Washington más que con Brasilia, Lima o Santiago.

         Si realmente queremos la integración latinoamericana, necesitamos, entonces, carreras jurídicas con amplísima presencia, en por lo menos dos niveles como materia autónoma, del Derecho Romano, y una sólida y espaciosa Historia del Derecho que enfoque prioritariamente el eje Roma-España-América. Por supuesto, los estudios comparativos centrados en las soluciones de los otros países del sector, y fundados en aquellas dos materias, serán fundamentales. Y la enseñanza del portugués en los Estados hispanoparlantes y del castellano en Brasil, debe constituir un sine qua non, mucho más que el idioma de Wall Street (que, por cierto, es muy bueno que se sepa). Todo lo que hagamos en ese sentido, habrá de acercarnos a la integración. Todo lo contrario, como reducir o abolir esas asignaturas, nos alejará, nos debilitará, nos apartará de nuestro entorno.

 

         Una vez un alumno me preguntó: "¿Para qué estudiar Historia del Derecho y Derecho Romano, si son cosas del pasado?" "No", le respondí, "no son cosas del pasado, son cosas del futuro". Un futuro que sólo podrá construirse con los ojos arrojados al horizonte, pero los pies firmes, como raíces añejas, en nuestro pasado común.

 


1) Para este tema ver Maitland, F. W., The Constitutional History of England, Westford, Cambridge, 1979

2) Para el tópico de los diferentes sistemas de fuentes, sigue siendo insuperado: David, René – Brierley, John E. C., Major Legal Systems in the World Today (an Introduction to the Comparative Study of Law), Londres, Stevens, 1985 (hay versión castellana)

3) Para la historia del Canadá, ver: Smith Williams, Henry (director), The Historians History of the World, A Comprehensive Narrative of the Rise and Development of Nations as Recorded by the Great Writers of all Ages, Londres, Times, 1908, XXII, pp 323 ss.

4) El “modelo” canadiense es posiblemente el que se tuvo en miras al considerarse la incorporación del Río de la Plata a las posesiones inglesas, cuando Buenos Aires fue atacada y conquistada por tropas británicas. He planteado el tema en Un viaje por la historia del Derecho (Bs.As., Quórum, 2002)

5) ver Beard, Charles A. y Mary R., Historia de la civilización de los Estados Unidos de Norte América, desde sus orígenes hasta el presente, Bs.As., Kraft, 1946, 4 vol.

6) ver: Tau Anzátegui, Víctor: Casuismo y sistema (indagación histórica sobre el espíritu del Derecho Indiano), Bs.As., IIHD, 1992; y El poder de la costumbre (estudios sobre el Derecho consuetudinario en América hispana hasta la Emancipación), Bs.As., IIHD, 2001

7) Para profundizar sobre este tema, ver: Guzmán Brito, Alejandro, La codificación civil en Iberoamérica (Siglos XIX y XX), Santiago, Jurídica de Chile, 2000

8) ver: Livermore, Harold, Orígenes de España y Portugal, Barcelona, Aymá, 1976

9) en Alfonso X el Sabio, Cantigas, Barcelona, Altaya, 1995, p 18

10) Y también hay en las Cantigas ejemplos menos aristocráticos de esta movilidad: en la satírica composición contra Juan Rodríguez, se menciona a la "soldadera" castellana Alvela "que andou en Portugal" (Alfonso X, p 293)

11) ver: Wolkmer, Antonio Carlos, História do Direito no Brasil, R.de Janeiro, Forense, 1998

12) ver: Whitelock, Dorothy, The Beginnings of English Society, Harmondsworth, Penguin, 1991