Editorial

EN LISANT ANGELLIER

"Heureux les morts, heureux les cadavres paisibles,
lentement emmenés dans un chariot noir
vers les profonds logis de glaise inaccessibles
aux flots tumultueux de chagrin et d'espoir!"

Auguste Angellier, A l'amie perdue, Le deuil, XIX

  

        No viene a cuento cuándo, ni cómo, ni por qué, pero tenía que hacer tiempo, y entré en una librería de usados de la avenida Santa Fe. La oferta eran tres libros por cinco pesos, pero debo reconocer que se trataba de una mesa muy poco atrayente. Puros manuales desvencijados, almanaques arcaicos, propuestas perimidas y pronósticos errados. Mis dedos vagaban abúlicos por las cartulinas sucias, cuando de pronto se enamoraron a primer tacto, sorprendidos, de las cubiertas de cuero y pasta de algo muy raro, que resultó no tener portada, y estar tullido hasta la página cinco, sin indicaciones de autor ni de obra, y que tardé muy largo rato en identificar como una edición, probablemente de fines del siglo XIX, de los Scritti apologetici del multifacético erudito palermitano Vincenzo di Giovanni.

        ¡Listo! Esa joyita valía la cacería con creces, y hubiera pagado los cinco pesos enteros por ella, pero eso hubiese echado a perder el sabor de la oferta. Había por allí un libro sobre las disculpas del Papa, prescindible y desactualizado, pero bueno, ya eran dos... Faltaba completar el trío. No era fácil. Repasé lomo por lomo, una y otra vez, y nada... Me llevo los dos, entonces, pensé. Y me sonrió una cubierta de cuero azul, espartanamente sobria y ateniensemente linda, que hubiera jurado que apareció de pronto, que un segundo antes mi mano pasó por ahí y no estaba... Tomé el libro en mis manos casi como si fuese de cristal, o de lágrimas frescas. A l'amie perdue, de Auguste Angellier. Eran poemas en francés. Tomé uno, al azar. Me pareció hermoso, profundo y dulce como un lago triste de ternura.

        Yo no sé nada de la poesía gala, y ni idea tenía de Angellier. Apenas regresé a casa, me zambullí en Internet, y descubrí dos cosas. Una, que acababa de adquirir por un peso con sesenta y seis centavos (periódica pura) una edición que en Francia se ofrece por cuarenta y cinco euros (es decir, unas ochenta y dos veces más). Eso me puso contento, lo reconozco. Pero más me interesó la existencia sencilla de ese profesor universitario, especialista en la didáctica de la lengua inglesa, nacido en el turbulento 1848, y muerto sesenta y tres años después en Lille, de cuya Facultad de Letras fue decano, y donde hoy una estatua lo recuerda, y una escuela lleva su nombre. ¿Por qué será que, de algún modo, ya esperaba yo encontrar ese rostro interrogante y amigo, que se me reveló en su retrato? Y supe que el librito que tenía entre manos era el fruto amargo de una tragedia. Que esa "amiga perdida" había sido el amor de su vida, arrebatada de repente, demasiado pronto. Y que Auguste se mantuvo fiel a su recuerdo, y que era con su perfume en la frente que caminaba a pasos suaves por las orillas del Deûle en el invierno.

        Pocos días más tarde, con la melodía melancólica de Angellier en mente, fui a ver esa inesperada maravilla que es la película El último samurai, de Edward Zwick. Imprevista, porque iba, mal de mi grado, a ver poco más que combates y escenarios reconstruidos, y me hallé inmerso en una trama delicada y sumamente profunda, que trasciende con creces la cuestión del Japón y de los viejos guerreros del Bushido, para convertirse en parábola elegante y grave del colapso de un orbe de valores, de creencias, de principios, de sentidos, frente a dioses horrendos sin raíces. Esos extemporáneos jinetes de armadura y espada al viento, que se van desplomando en cámara lenta al embate de las pedestres ametralladoras, son un réquiem no para ellos, sino para una cosmovisión de la belleza (paso por alto las obvias norteamericanadas del filme, porque creo que las justificaba la necesidad de acercar a los estadounidenses a la cultura nipona, que muchos de ellos aún desprecian, como el inverosímil protagonista en un principio).

        Angellier y Zwick me hicieron reflexionar juntos sobre dos cuestiones. Primero, la necesidad de la poesía en las universidades. En Derecho, en Medicina, en Biología... En todas las carreras. Porque la poesía es un fertilizante del espíritu, de la creatividad, de la sensibilidad, de la profundidad humana. Es decir, de todo lo que realmente nos está faltando, en las aulas y en la vida. Recordé ese eterno filme de Stephen Herek, Mr. Holland's Opus (1995), en que Richard Dreyfuss interpreta al profesor de Música, que queda cesante porque su materia es reemplazada por más horas para Matemáticas. Y pensé en la "muerte de las ideologías", y en el "pragmatismo político", y en la visceral tristeza que ha empapado al siglo XX, desde el exterminio armenio al de Kosovo, desde las huestes nazis hasta el bigote prepotente de Stalin, desde las hordas chinas en Tibet hasta los aviones militares arrojando jóvenes al Río de la Plata, desde Ana Frank hasta Olof Palme, desde Martin Luther King hasta John Lennnon... Y sí, necesitamos mucho la poesía.

        Pero también la trascendencia. Angellier, ante su amiga perdida, se erige en arquitecto de versos inolvidables, y hace con la argamasa del llanto una escultura dulce, porque trasunta trascendencia. Katsumoto el samurai, disfruta de la floración de los cerezos nipones con su último suspiro, y se arroja a las balas sibilantes sonriendo, porque exhala trascendencia. Porque han incorporado a la muerte como parte de la vida, porque se sienten seres cósmicos, de una especie que excede el cuerpo y la tierra, que es en la inmensidad del tiempo eterno. ¿Por qué, me pregunto, en aras de qué recóndito beneficio que no se me figura, nos obstinamos en rechazar de las aulas y los claustros, de los ámbitos científicos y académicos, a la trascendencia, como si fuese un insulto, una mala palabra, un grito gutural de cavernarios superados, de bárbaros que erraron el sendero en procura de la yesca para el fuego?

        Hasta una Bioética sin trascendencia hemos construido. Cuando hablamos de las cuestiones biológicas, es dogma tácito que la muerte marca el fin de todo. Es el colapso, la nada, la negrura sin colores, el vacío. Peor aún, es el tabú a ser callado. Sólo sabemos que es mala, que ha de ser evitada a toda costa. Pero... ¿Es eso lo que realmente creemos? ¿Por qué se llenan entonces las iglesias, las sinagogas, las mezquitas, los templos, a nuestro alrededor? La verdad es que es abrumadora la mayoría de seres humanos que creen que somos trascendentes. La verdad es que los que pretenden una ciencia sin trascendencia se petrifican en un grupúsculo de ciegos voluntarios, soberbios y, muchas veces, hipócritas hasta la médula. La verdad es que hace falta el coraje de dar vuelta las cosas.   

        Por eso, el debate entre un médico o un jurista que no creen, o se fuerzan a creer que no creen, en la trascendencia, y un enfermo testigo de Jehová, que se rehúsa a recibir una transfusión de sangre, es un diálogo de sordos. "Voy a salvarle la vida", le anuncia el galeno. "¿Cuál vida?", le responde el paciente. "¡La única que tiene!", se sulfura el juez. "La que a mí me importa es la que vendrá después de la muerte, el Día del Juicio". Y entonces el facultativo resopla, porque el único juicio que tiene en mente es el eventual por mala praxis, y el jurista menea la cabeza, porque después de la muerte sólo hay descomposición y sucesión ab intestato. Y ninguno de ambos sabe que lo que les ha faltado es poesía, y samuráis con armadura al viento. Samuráis como ese de quince años que escribió, antes de salir de su castillo sitiado a recibir la muerte, esa hermosa poesía que tengo aquí, bajo la foto de mi hijo Ricky, fanático de la cultura japonesa, que se fue a esa misma edad, y que me inspirara, hace dos primaveras, cuando aún sonreía de nuestro lado, esta humilde revista:

                "Si no volviese yo,
            ciruelo de mi puerta,
            la primavera sí volverá:
            tú, florece". 

        Muy cordialmente,
                                            Ricardo D. Rabinovich-Berkman