SOBRE EL DERECHO DE LOS NIÑOS
A DONAR SUS ÓRGANOS
PARA TRASPLANTES

 por Federico Gabriel Piedras Quintana

 

“Sí, querido Guillermo, no hay nada en el mundo que interese a mi corazón tanto como los niños.
Cuando los observo y descubro en esas criaturas los gérmenes de todas la virtudes,
de todas las facultades que algún día le serán necesarias; cuando veo en su terquedad la constancia y la entereza futuras, en su travieso desenfado del buen humor y la indiferencia con que más adelante sortearán los peligros de la vida…;
todo esto tan puro, tan entero…, entonces repito siempre, siempre, las áureas palabras del gran Maestro de los hombres: ¡Si no os hacéis semejantes a uno de ellos!... Y, sin embargo, amigo mío, nosotros tratamos como a esclavos a los niños, que son nuestros iguales, y que deberíamos tomar por modelos. No les concedemos voluntad propia (…)”.
Goethe, en Werther.

 

1. Introducción

            A la inscripción de la voluntad de donar órganos la vemos como un acto jurídico biomédico y como tal, un hecho voluntario. Es decir, que reconocemos la libertad de la persona que realiza el acto, precisamente, a la hora de realizarlo. Al mismo tiempo, tiene como objeto el de generar efectos jurídicos y, como señala Rabinovich-Berkman, esto “importa asumir al sujeto como existente que se autoconstruye, que se proyecta a sí mismo”[1].

            Ahora bien, como lo señala el artículo 19 de la ley 24.193, sólo a partir de los dieciocho años de edad toda persona capaz “podrá autorizar para después de su muerte la ablación de órganos o materiales anatómicos de su propio cuerpo, para ser implantados en humanos vivos o con fines de estudios o investigación”. Vemos, entonces, que el acto de donar los órganos para después de la muerte está restringido a un sector de la población argentina: las personas capaces mayores de dieciocho años de edad. Por lo que en este momento se nos hace acuciante una pregunta: ¿Qué sucede con las personas menores a la edad señalada en la ley? ¿Acaso no existen y piensan tanto como nosotros, los mayores, es decir, no son también existentes que se autoconstruyen, que se proyectan a sí mismos? La respuesta no puede dejar de ser afirmativa. A diario vemos cómo menores tienen que afrontar problemas de características tales que muchos mayores no podrían ni siquiera mirar o, incluso, alcanzan tal grado de madurez intelectual que nada tienen para envidiarles a los adultos.

            Por eso es que en el presente trabajo se planteará la reforma a los artículos 19 y 20 de la ley 24.193, y se intentará ver de qué manera puede otorgársele la posibilidad a los menores de dieciocho y mayores de catorce años de edad de manifestar la voluntad de donar órganos, y que dicha voluntad sea válida como acto jurídico biomédico, es decir, que pueda inscribirse en los registros correspondientes.

            De este modo, y porque creemos que la libertad está más allá del tiempo humano, pensamos que es posible integrar a un sector de la sociedad argentina –por más que sea en algo tan mínimo como esto– al campo de la toma de decisiones jurídicas; porque no estamos hablando ni de vender o comprar casas, o salir del país, o sacar tal o cual permiso, sino que hablamos de decisiones sobre el propio cuerpo, sobre la propia vida, sobre la propia y mismísima existencia, que es de cada uno, y de nadie más.

 

2. La donación de órganos en el mundo

            Como podrá apreciarse en este punto, la idea de que menores de dieciocho años puedan manifestar la voluntad de donar órganos, no es, por cierto, algo novedoso. En varios países del mundo existe tal posibilidad, si bien, como se verá a continuación, a partir de una mayor o menor edad, y con más o menos restricciones. Sin embargo, antes de que comencemos un pequeño recorrido por el orbe, valga la siguiente aclaración: cuando al comienzo del párrafo digo “menores de dieciocho años de edad” y no, directamente, personas “menores de edad”, la razón es obvia: en nuestro país a los menores de edad también se les permite donar los órganos, aunque, bien sabemos, desde los dieciocho años. Incluso, por lo general, dicha facultad otorgada por nuestra legislación a los jóvenes, es mencionada como un antecedente en diferentes trabajos que tratan el consentimiento médico informado en los menores de edad.

            Ahora sí, hecha la aclaración, adentrémonos en el tema que nos atañe.

            De este modo, en primer lugar, podemos mencionar el caso de Holanda. En el Capítulo 3, que refiere a la Donación de órganos para después de la muerte, parágrafo 3.1, de la Ley de Donación de Órganos holandesa (Wet op de orgaandonatie, Wet van 24 mei 1996, Stb. 1996, 370, houdende regelen omtrent het ter beschikking stellen van organen, zoals deze wet laatstelijk is gewijzigd bij de Wet van 19 november 1997, houdende wijziging van de Wet op de orgaandonatie, Stb. 1997, 660), que fue sancionada en 1996 y rige en el país desde 1998, las secciones 9 a 13 tratan el tema del consentimiento y la objeción.

            Dice la sección 9: “1. Los adultos y menores de doce años o más que sean competentes[2] para determinar sus intereses razonablemente en dichos asuntos pueden consentir la remoción de sus órganos o ciertos órganos específicos para después de su muerte, o pueden inscribir su objeción a dicha remoción. 2. El consentimiento o la objeción a los que se refiere esta sección 9, en la subsección 1, pueden ser dados o inscriptos, luego de completarse y someterse a la forma de registro de donante que se refiere la sección 10. Si una de las personas referidas en la sección 9, subsección 1, deseara dejar la decisión relativa a la donación de sus órganos para después de su muerte a sus familiares sobrevivientes, como los referidos en la sección 11, o a otra persona, él puede hacer que sus deseos sean conocidos usando una forma del mismo tipo”. Por su parte, la sección 12 establece que “si una persona muriera antes de cumplir los dieciséis años de edad, habiendo consentido la donación de sus órganos de acuerdo con lo dispuesto en la sección 9, ningún órgano será removido en el caso de que alguno de los padres se oponga, si el padre tiene la responsabilidad legal del menor, o, de otra manera, por su tutor. En el caso de ausencia de una no-autorización por parte de los padres o tutor del menor, sus órganos podrán ser removidos”[3].

            Por lo tanto, en Holanda, a partir de los doce años ya puede manifestarse la voluntad de donar los órganos para después de la muerte. Al mismo tiempo, se puede elegir no serlo, o bien, dejar la decisión a los familiares o delegarla en un tercero ajeno al núcleo familiar. A la par, la ley allí prevé que en el caso de los menores de 16 años que hayan manifestado la voluntad de donar, uno de los padres o, en su caso, el tutor pueden revocar la autorización en caso de que el donante falleciera.

            En Suiza, la Ley Federal sobre la Donación de Órganos, Tejidos y Células, establece en su art. 8 inc. 7, que toda persona está habilitada a donar los órganos desde los dieciséis años de edad; a su vez, también está habilitada a dejar la decisión en manos de una persona de confianza, cuya decisión prevalecerá sobre la de los familiares que señala el art. 8 inc. 2 (inc. 6, art. 8). Como allí rige el consentimiento presunto (inc. 3, art. 8), también desde los dieciséis años puede la persona oponerse a la donación de órganos[4].

            En Australia, desde el año 2003 rige la Assumed Organ and Soft Tissue Donation Act 2003, que estableció, como reforma principal, el consentimiento presunto. Allí, no hay límites de edad para donar órganos, pero la Parte II de la norma establece en la sección Concesión Especial para Niños, que los familiares pueden anular el consentimiento expresado o el derecho a consentir de los menores de 16 años. De no hacerlo, se presumirá su inscripción como donante (Parte II, Registración, Assumed Organ and Soft Tissue Donation Act 2003)[5].

            Inglaterra y Gales son otro caso particular. Desde el año 2004 rige la Organ Donation (Presumed Consent and Safeguards) Bill, que estableció, como vimos en el caso de Australia, el consentimiento presunto. El inc 2 del art. 1, dice respecto al funcionamiento del consentimiento presunto: “En el caso de un niño de dieciséis años de edad o menos no habrá presunción de consentimiento, y la donación sólo puede proceder si la persona designada satisface el requisito de que tal donación es acorde con los deseos del chico, o con el consentimiento de los padres de los chicos o del tutor”.

            Por otra parte, en cuanto al consentimiento propiamente dicho, cualquier menor de edad que sea competente, y que a la vez sea menor de dieciséis años, puede otorgarlo[6] para donar sus órganos, según la sección 2 de la Human Tissue Bill, que en su nota aclaratoria nº 8 se establece que la norma “deroga y reemplaza la Human Tissue Act 1961, la Anatomy Act 1984 y la Human Organ Transplants Act 1989 que se aplica en Inglaterra y en Gales”[7]. A la vez, las notas establecen que si bien en la legislación no está definido el término competencia (competence), el mismo será determinado de acuerdo a los principio del common law, y aclara que para el caso, deberá tenerse en cuenta el “Gillick test”[8].

            Según cuenta Fernando Sagarna en su libro, “en Bélgica rige la ley del 12 de junio de 1986 (Loi sur le prélèvement et la transplantation d’organes), con la modificación posterior introducida por la ley del 17 de febrero de 1987 (Loi modifiant la loi sur le prélèvement et la transplantation d’organes) al art. 10 de la ley originaria”[9]. En el caso de los trasplantes post-mortem, la ley establece, en el art. 10, 1er., primer párrafo, que “los órganos y los tejidos destinados al trasplante, así como a la preparación, en las condiciones determinadas en el art. 2, de sustancias terapéuticas pueden ser extraídas de los cuerpos de toda persona inscrita en el registro de la población o desde más de seis meses en el registro de los extranjeros, excepto que se haya establecido una oposición contra la ablación”. Esto se debe a que a en Bélgica rige el consentimiento presunto. En el caso de las personas que no estén registradas, se exige expresamente que manifiesten su acuerdo para la ablación (art. 10, 1er., segundo párrafo). La persona de 18 años de edad que es capaz de manifestar su voluntad puede expresar sola la oposición prevista en el art. 10 1er. (art. 10, 2). Por otra parte, “si una persona tiene menos de 10 años de edad pero es capaz de expresar su voluntad, la oposición puede ser expresada sea por esa persona, por sus más próximos convivientes con ella (art. 10, 2, segundo párrafo)”[10].

            A modo de resumen, podemos decir, entonces, que en Bélgica un menor de edad puede donar los órganos, sólo que, como también allí rige el consentimiento presunto, además del menor, también sus representantes legales podrán oponerse a la ablación.

            En Canadá rige el Human Tissue Gift Act de los Revised Statutes of Ontario de 1980 (capítulo 210), con las enmiendas del art. 19 del capítulo 64 de 186. Allí, el apartado 4 establece: “Cualquier persona que ha alcanzado la edad de los 16 años puede consentir: a) en un documento firmado por ella en cualquier momento; o b) oralmente en presencia de al menos dos testigos durante su última enfermedad, que su cuerpo o la parte o las partes especificadas en el consentimiento podrán ser utilizadas después de su muerte para fines terapéuticos, educación médica o investigación científica”.

            Sin embargo, “a pesar de lo prescripto en la subsection 1, el consentimiento dado por una persona que no había arribado a los dieciséis años de edad, es válido para los fines del Human Tissue Gift Act, si la persona que actuó sobre ello, no había tenido razón de creer que el mismo podría ser retirado con posterioridad (4, 3)”[11].

            La Ley de Salud Pública de Cuba: nos cuenta Fernando Sagarna que “el 15/80/83 la gaceta oficial de Cuba nº 61 publicó la ley 411 de la salud pública, y es en esa norma donde el país centroamericano tiene referencias a los trasplantes de órganos”. Y luego agrega el autor que “con posterioridad, el 22/8/88 se publicó en el mismo diario el dcr. 139 ‘Regalmento de la Ley de Salud Pública’”. Este último instrumento establece la edad mínima para disponer de las partes del propio cuerpo en su art. 81: “Podrán donar sus órganos y tejidos los mayores de 18 años de edad que estén en el pleno uso de sus facultades mentales…”. Pero más adelante agrega la norma: “[…] Los menores de 18 años de edad no incapacitados podrán donar sus órganos y tejidos con la autorización del padre o de la madre, o de su representante legal en ausencia de éstos…” (art. 8, cap. IV, decr. 139/88)[12].

            Ahora bien, antes de continuar con el trabajo, cualquiera puede darse cuenta de que la mayoría de los países que se mencionaron, se encuentran lejos de nuestra realidad. Aún más, esas realidades no sólo se diferencian en lo atinente a lo socio-económico, sino también son papables en lo jurídico.

            En la mayoría de esos países, además de la capacidad, se manejan instituciones o conceptos que conviven con ella, y a través de los cuales se les otorga a los menores de edad la posibilidad de decidir por sí mismos en materia médica. Por este motivo, entonces, no parecería tan asombroso que si pueden manifestar su voluntad en lo referente a las prácticas médicas, la mismo tiempo se les permitiese donar los órganos, a partir de una mayor o menor edad, y con más o menos restricciones.

            Incluso, en el caso de Cuba no suena tan extraño si pensamos en su organización política y social, y en su sustento ideológico. Lo cual, además, puede deducirse del mismo texto de la ley[13].

            Es decir, hasta el momento o bien hablamos de países desarrollados, o del primer mundo (o cómo guste llamárselos), o bien nos referimos a un país con un régimen político diferente al nuestro.

            Por lo tanto, es el momento de ver de qué manera puede incorporarse la posibilidad de que menores de dieciocho años puedan expresar la voluntad de donar los órganos para después de la muerte en la Argentina.

 

3. El consentimiento informado y los menores de edad

            a) Encuadre legal del tema

            La Convención de los Derechos del Niño, que desde 1994 tiene jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22, Constitución Nacional), no contiene expresamente una norma que aluda al derecho del niño, a partir de una determinada edad, a decidir sobre el cuidado de la salud y su propio cuerpo[14].

            Sin embargo, Gorvein y Polakiewicz señalan que “esta ausencia de norma expresa no debe interpretarse como una negación de la Convención de tal derecho de los menores”. Ya que si se interpreta las normas de la Convención de una forma integradora, como así también del resto de los instrumentos jurídicos internacionales incorporados a nuestro derecho interno, junto a las normas de nuestro derecho vigente, se puede concluir:

            “–Que el niño es persona humana, titular de derechos y obligaciones al igual que el adulto, y como tal es sujeto de derechos. Desde un punto de vista ético, no puede ser concebido como un objeto ni ser manipulado de forma discrecional.

            –Que los derechos humanos, consagrados por los organismos internacionales y en las Cartas fundamentales de todos los países, también pertenecen a los niños bajo la autoridad paterna, u otra representación legal.

            –Que, además de todos los derechos que tiene el niño por su condición de persona, se le reconocen especialmente derechos específicos con el objeto de garantizar su mejor desarrollo y formación.

            –Que el mejor interés del niño es el principio que rige para toda actividad relacionada con ellos”[15].

            Agregan las autoras citadas que “la aparente subordinación que parece desprenderse del texto del art. 3 de la Convención, entre los derechos reconocidos a los niños, respecto de los derechos y deberes de sus representantes legales, queda despejada por el art. 5, cuando aclara que las facultades atribuidas a los padres o personas encargadas legalmente del niño les son conferidas con el objetivo de ‘impartirles en consonancia con la evolución de sus facultades, dirección y orientación apropiadas para que el niño ejerza los derechos reconocidos en la presente Convención’”. Y dicen, por último, que “avala, además esta interpretación la Carta de las Naciones Unidas, cuando expresa que nada en lo que ella se establece ‘podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades promulgados en esta declaración’”[16].

            Por su parte, en un muy interesante trabajo, Alessandro Baratta propone dar un paso más allá de la letra del art. 12 de la Convención, y dice que el derecho a ser escuchado “tiene la misma extensión que el derecho a expresarse”, y aclara que a este resultado se arriba si se siguen dos pasos que explica de la siguiente manera: “el primero consiste en proporcionar a la fórmula ‘procedimiento administrativo’ el contenido más amplio posible, abarcando todas las interacciones formalizadas, semi formalizadas y hasta las informales, entre cualquier funcionario público o autoridad administrativa y el ciudadano-niño. El segundo paso consiste en considerar la formulación del segundo párrafo del artículo 12 ‘oportunidad de ser escuchado ya sea directamente o por medio de un representante’ en los procedimientos como una especificación, con respecto a la integración entre niños y funcionarios, de un principio general que abarca todo el art. 12 y se refiere también a las demás relaciones entre niños y adultos. De este principio se desprende el derecho del niño a ser escuchado y el deber simétrico de los adultos a escucharle”[17].

            Es decir, que a partir de una interpretación integradora, que vaya más allá de la propia letra de la Convención y apunte a un fin más humanístico, donde no sólo se tengan en cuenta las condiciones, circunstancias y necesidades existentes al momento de la sanción, sino también las necesidades propias de la realidad de la comunidad en la cual se aplica e interpreta la Convención y las demás normas, puede vislumbrase un primer justificativo para aceptar dentro de nuestro sistema legal un replanteo de la edad mínima para consentir válidamente.

           

            b) Desarrollo doctrinario

            Buscar un sustento jurídico dentro de la doctrina nacional o a partir de la legislación, no es tarea sencilla en lo referente al fondo del presente trabajo. Lo cierto es que en lo que se vincula específicamente con el tema, los autores por lo general no lo tratan, y, si lo hacen, es para mencionar tan sólo lo que sucede en otros países a diferencia del nuestro, pero no lo proponen como una posibilidad que podría tener lugar en la Argentina. Por tal motivo, veo necesario recurrir a lo escrito respecto al consentimiento médico informado en los menores de edad.

            En este sentido, podemos comprobar que recién en los últimos años ha comenzado a tratarse el tema en la Argentina, generando un grupo si bien menor, a la vez, es aquélla una minoría que se encuentra en un proceso de obtener cada vez más adeptos.

            Respecto a nuestro sistema de minoridad, Rabinovich-Berkman señala que éste “establece una serie de etapas, fijadas en formas de segmentos, que irrogan aumentos sucesivos de la capacidad, es decir, del poder de tomar decisiones con efectos jurídicos (o sea, reconocidas y respetadas oficial y orgánicamente por la comunidad). Esta escala no es necesariamente lógica ni coherente”[18]. Y el autor ejemplifica esa falta de lógica y coherencia del siguiente modo: “Un joven de 19 años vota (¡obligatoriamente!) a las autoridades electivas de la República pero, teóricamente, no puede resolver si someterse o no a una radioterapia, ni exigir del médico la revelación de un diagnóstico propio, o su secreto frente a los familiares (incluidos sus padres). Desde los 18 años se es idóneo para entrar en el servicio militar, con el obvio riesgo de muerte, pero no para rechazar una transfusión de sangre”.

            Vemos, de esta manera, que nuestro sistema de capacidad es rígido, basado pura y exclusivamente en la edad, pero ese basamento, como quedó demostrado, no es coherente ni legítimo. Más bien se fundamenta en razones históricas que obedecen a causas remotas como son los procesos de integración y estructuración de las familias y los individuos en la República de Roma, y que al mismo tiempo han sido traídas hasta nuestros días, para establecerse en el ordenamiento legal como aparentes cláusulas pétreas, inmodificables[19].

            A su vez, este sistema irracional de acceso a la capacidad jurídica que tenemos, “se hace particularmente notable en lo caprichoso de la clasificación de los actos que van pudiendo concretarse válidamente […] Lo terrible es que las decisiones médicas, entre ellas las más trascendentes (las que denomino <<declaraciones vitales de voluntad>>), son de las que han quedado en el cajón de sastre o, por lo menos, así lo interpretan la mayoría de los jueces, y entonces requerirían, inexorablemente, de la capacidad plena”[20].

            A partir de lo anterior, la doctrina, en estos últimos tiempos, ha venido trabajando en la idea de flexibilizar la rigidez de nuestro sistema en materia de la edad mínima para consentir válidamente.

            De este modo, podemos mencionar que, en los últimos tiempos, una corriente de opinión procura reducir a catorce años el límite para determinados actos médicos “de índole existencial. Característicamente, la recepción del diagnóstico, y las elecciones terapéuticas”, dice Rabinovich-Berkman, y cita a Sandra Wierzba, quien explica que “en Canadá se ha llegado a cuestionar si se está en vías de una institución en formación, cual sería la premayoría de edad. El derecho de Québec, a instancias del derecho inglés, reconoce ‘una mayoría de edad para las materias médicas’, ya que el menor puede solicitar para él mismo atención a partir de los 14 años. Dotado entonces de discernimiento suficiente, ya no requiere del consentimiento de sus padres para concluir el contrato médico, que se presume ‘conservador’ (no invasivo). De todos modos, el titular de la patria potestad debe ser advertido en caso de internación de más de doce horas o de tratamientos prolongados”[21].

            Sin embargo, como señala Rabinovich-Berkman, hay que tener en consideración que la propuesta que trae Wierzba es válida sólo en la provincia de Québec, que nada más es una de las provincias de Canadá.

            Asimismo, en el derecho anglo-norteamericano se han desarrollado otras instituciones, cuyo génesis, evolución y aplicación se debe principalmente al ámbito jurisprudencial. En especial, la regla del menor maduro. Si bien esta doctrina se relaciona de manera estrecha con la competencia (concepto que se analizará en los siguientes párrafos), Rabinovich-Berkman la explica del siguiente modo: “Hasta la mayoría de edad, la patria potestad sigue vigente, pero a medida que el menor va madurando, el grado de control paterno debe ir decreciendo en consecuencia. Entonces, a partir del momento en que el joven posee la suficiente inteligencia como para comprender plenamente el tratamiento propuesto, la intervención de los padres en el consentimiento médico deja de ser necesaria, y el menor puede tomar las decisiones terapéuticas por sí mismo”[22]. Otras de las reglas que se han desarrollado, y que ha tenido resultados parecidos a la que hemos mencionado más arriba, es la del menor emancipado. No es una emancipación que se concreta a través de una forma determinada, como sucede en los sistemas romano-germánicos, sino que depende de una independencia vital y económica de hecho. Alcanza con que el sujeto conviva en pareja, o, sin dejar el hogar paterno, con que se desenvuelva con cierta autonomía dentro de su propia cotidianeidad. Esta regla, según algunos especialistas, alcanza un grado de mayor objetividad que la del menor maduro, debido a que se basa “en hechos concretos, observables y susceptibles de acreditación judicial. Otros, en cambio, responden que la actual realidad lleva a muchísimos jóvenes a permanecer en casa de sus padres por un largo tiempo, y a depender económicamente de ellos, y nada de esto debería cercenar su potencia existencial en materia de decisiones médicas”[23].

            Sin embargo, estas reglas presentan la particularidad de que están desarrolladas para ser empleadas dentro del sistema del common law. Por lo que tiene los defectos típicos de estas instituciones: “no queda claro quién es el que ha de juzgar si el menor es o no maduro. ¿El médico, el propio paciente, los padres de éste? La idea es evitar el juicio, así que, por definición, no ha de ser el magistrado…”[24].

            Por otro lado, algunos autores mencionan la posibilidad de trasladar una institución también característica del derecho anglo-norteamericano, para, de esa manera, ver la posibilidad de que menores de edad puedan consentir prácticas médicas.

            Nos referimos al término de competencia. El mismo tiene sus orígenes en el derecho inglés, a través del ya famoso caso Gillick: A partir de una resolución dictada por el Departamento inglés de la Salud, sobre el uso de preservativos por parte de menores que no habían alcanzado los dieciséis años, se incitaba, de algún modo, a los médicos a que dieran estos elementos cuando le eran solicitados por los jóvenes, con la salvedad de que, en lo posible, debía obtenerse el consentimiento de los padres. La señora Victoria Gillick, madre de hijos menores, solicitó a las autoridades locales que le aseguraran que sus hijas no recibirían anticonceptivos sin su aprobación; al no contestarle la administración su requerimiento, la señora Gillick demandó a ésta judicialmente; argumentó que la entrega de de los anticonceptivos a menores que no han cumplido los dieciséis años era contraria a la Sexual Offences Act de 1956 y que, además, interfería en los derechos derivados del ejercicio de la patria potestad. La Corte de los Lores, por tres votos contra dos, rechazó su petición. Declaró que un médico que prescribe anticonceptivos a una menor de dieciséis años no comete delito, siempre que haya actuado de buena fe y en el mejor interés de su paciente. Lord Fraser dijo que “los derechos de los padres existen sólo para beneficio de los hijos y para permitirles cumplir sus deberes”; Lord Scarman afirmó que “el derecho de los padres a elegir si sus hijos seguirán o no un tratamiento médico concluye cuando los hijos están en condiciones de aprehender la opción propuesta”[25].

            La sentencia concluyó que la “capacidad médica”se alcanza a los dieciséis años; si la persona no llegó a esa edad se aplica la hoy llamada, en recuerdo del caso, Gillick competent, por la cual un menor será, precisamente, Gillick competent si ha alcanzado suficiente aptitud para comprender e inteligencia para expresar su voluntad respecto al tratamiento específicamente propuesto. De este modo, el caso Gillick se convirtió en el antecedente inmediato de la famosa competencia (o competence).

            En tal sentido, Aída Kemelmajer de Carlucci señala que “está fuera de discusión que el niño es y debe ser, civilmente, un incapaz de hecho. Esta situación, prevista en todos los códigos a la que nos une una tradición jurídica común está fundada en una situación de vulnerabilidad y dependencia. Consecuentemente, tratándose de actos sobre su propio cuerpo, la regla impone no separar a los niños de sus padres o guardadores pues frecuentemente, sobre todo los niños de muy escasa edad, no pueden comprender los alcances de la ayuda médica, sea ésta de carácter preventiva o terapéutica”, y agrega más adelante la autora, que tienen razón los que dicen “que hay que proteger al niño de informaciones que puedan perturbarlo, producirle temor o rechazo a otras prácticas médicas […] Sin embargo, hay que recordar la relación inversa entre el temor y la comprensión. Una mayor información y comprensión de una práctica terapéutica normalmente disminuye la cuota de temor y aislamiento del niño y favorecerá su colaboración con el tratamiento […] La subestimación extrema de la capacidad de comprensión de los niños se debe a la falta de reconocimiento de su capacidad de entendimiento y a las falencias del lenguaje utilizado por los adultos al transmitirles la información. Y que a partir de los tres años el niño puede comprender la situación de enfermedad y percibir la cooperación que existe entre la familia y quienes lo cuidan”[26].

            Y no hace falta ser demasiado inteligente para darse cuenta de que, por ejemplo, los enfermos terminales se encuentran frente a una problemática particular: si los padres deciden guardase para sí mismos el diagnóstico de la enfermedad de su hijo, no hay ningún mecanismo para obligarlos a que transmitan dicha información al niño. Ellos, debido a las facultades que le confiere la patria potestad, actúan en lo que creen que es el mejor interés del niño, y el médico sólo está obligado a dar la información a los padres[27].

            Así y todo, se debe tener presente que tanto la edad como la discapacidad mental son cuestiones de grado, en contraposición a la rigidez de nuestro sistema. Una persona puede tener aptitud para decidir sobre ciertas cuestiones y no sobre otras, ya que no siempre es necesario el mismo grado de comprensión y argumentación.

            En tal sentido, Kemelmajer de Carlucci señala que el art. 1626.2. del BGB dispone: “Los padres observarán en el ejercicio del cuidado la creciente capacidad y necesidad de la independencia del hijo en cuanto a su actuación consciente y responsable. Debatirán con el hijo las cuestiones relativas al cuidado y promoverán la adopción de acuerdos”. También la autora señala que una regla similar se aplica en Holanda: “la autoridad parental frente a los menores de más edad disminuye en la medida en que su personalidad y su capacidad de tomar sus propias decisiones se han desarrollado”.

            De este modo, la jurista mencionada llega a la siguiente conclusión: “En suma, la autoridad parental decrece en un proceso dinámico al mismo tiempo que el niño crece y logra autonomía personal. Hoy se afirma, incluso, que el derecho del menor a su propia determinación (self determination) es parte de los derechos de su personalidad”[28].

            En base a lo anterior, podemos realizar una primera distinción entre lo que es capacidad y competencia. Este último término se trata de “una traducción veloz al castellano del vocablo competency, originado en el Derecho británico, y muy trabajado por los autores y tribunales norteamericanos. Es muy común que se lo considere un sinónimo de capacidad, o que se lo dé a entender como si fuera tal, sin mayores aclaraciones”, señala Rabinovich-Berkman, quien más adelante agrega que “a diferencia de la respuesta que, alrededor del problema del ejercicio de las facultades jurídicas, fue pergeñándose en el derecho romano-germánico […], otra se fue imponiendo en Inglaterra, de donde pasaría a varios países, especialmente a los Estados Unidos de Norteamérica. En lugar de la visión generalizadora, abstracta, que cuajara en el concepto de “capacidad”, se prefirió un criterio más casuista, más particularizado, que partiese en mayor medida de las experiencias concretas, y fuese permeable siempre a éstas, incluso cuando se lo aceptase como regla apriorística”[29]. Ese concepto fue el de competencia.

            Por lo tanto, podemos decir que:

            “–Capacidad es una noción usada principalmente en el ámbito de los contratos; por eso, y por razones de seguridad jurídica, generalmente las leyes establecen una edad determinada a partir de la cual se alcanza la mayoría de edad.

            –Competencia es un concepto perteneciente al área del ejercicio de los derechos personalísimos (o existenciales, en la terminología de Rabinovich-Berkman[30]); no se alcanza en un momento preciso, sino que se va formando, requiere una evolución; no se adquiere o pierde en un día, o en una semana. Bajo esta denominación, se analiza si el sujeto puede o no entender acabadamente aquello que se le dice, cuáles son los alcances de la comprensión, si puede comunicarse, si puede razonar sobre las alternativas y si tiene valores para poder juzgar”[31].

            Señalan Highton y Wierzba que “debe tenerse en cuenta a los menores, o por lo menos a los menores adultos u otras personas relativamente incapaces desde el punto de vista legal, quienes pueden y deben considerarse capaces de aceptar y consentir por sí mismos ciertos tratamientos, fundamentalmente los referidos a cuestiones que su temor o pudor impide –y ellos expresamente prohíben– que le sean reveladas a sus progenitores, curadores o asistentes, en atención a la índole de la dolencia (por ejemplo, enfermedades venéreas, adicciones, etc.) cuando ellos comprenden perfectamente todo lo relativo a los alcances de la práctica propuesta y que la sola mención de la necesidad de otra autorización impediría tratar”[32].

            Es decir –palabras más, palabras menos–, que de la opinión de las dos juristas anteriores puede inferirse que existe un deber de informar al incapaz, aunque jurídicamente sea tal, cuando el juicio y la voluntad sean suficientes para consentir el procedimiento[33].

            Por otra parte, el Comité de Bioética del HIGA Eva Perón se proponen evaluar, en virtud de la condición humana de los jóvenes y del respeto a su dignidad cuál es el posible rol de los adolescentes en un dilema ético. A partir de esta idea, dirán lo siguiente: “más allá de que en última instancia sea responsable legalmente el padre o el tutor, respetar la dignidad del adolescente es brindarle una adecuada información acerca de su patología, posibles tratamientos, riesgos y beneficios. Hacer caso omiso de los intereses u opiniones del joven paciente es tan violatorio de los derechos humanos como no cumplir con el ordenamiento jurídico vigente que determina la responsabilidad de los mayores”[34]. De esta manera, en clara referencia al concepto de autonomía, el Comité concluye su trabajo destacando que “la decisión del joven dependerá, en parte, de la facultad de discernimiento, como en cualquier otro caso en que se analice la autonomía del sujeto. Pero en los casos en que sea posible contar con su opinión estaremos defendiendo la dignidad del adolescente quien, por la etapa de la vida por la que transita, va construyendo un mundo que le concierne y que lo requiere para proyectar su futuro y la imagen que quiere de sí. La adolescencia no puede equipararse a otras edades de la minoridad, precisamente porque es una transición en donde el joven se aproxima más al adulto que al niño, y su decisión requiere ser escuchada”[35].

            Por su parte, Ricardo Rabinovich-Berkman, en referencia al concepto anglo-norteamericano de competencia, cree que debemos ser permeables al mismo, “y que podemos en efecto hacer un uso provechoso de él. Para ello será menester tener bien en claro las diferencias entre ambas instituciones (competencia y capacidad), que gozan de rancia carta de ciudadanía en nuestro sistema, empleando la idea de la competencia para el análisis de casos concretos, en que, dadas las particulares circunstancias de un sujeto dado (menor de edad o mentalmente enfermo), se halle el suficiente grado de comprensión como para permitirle autoconstruirse en terrenos tan esenciales como son estos”[36].

            Así, podemos ver que las orientaciones más modernas que se refieren a los adolescentes coinciden en reconocerles la titularidad de los derechos existenciales inherentes a su condición de persona humana. Lo que varía, en cambio, es el criterio en lo referente a la posibilidad del ejercicio autónomo de tales derechos. Sin embargo, vemos que a partir del desarrollo doctrinario europeo-norteamericano, en la doctrina argentina se ha comenzado a aceptar la posibilidad de que los menores de edad, en particular los menores adultos, puedan consentir tratamientos médicos. Para esto, se han desarrollado, y a la vez importado, teorías que justifican tal facultad. Desde las reglas del menor adulto o el menor emancipado, hasta la más aceptada competencia o competence. De este modo, por lo que se aboga es por reconocer al menor como a un existente más, capaz de autoproyectarse y retroproyectarse en él y en los otros, de ser él quien decida su propia existencia en la medida en que se halle capaz (o competente) para ello.

            Por lo tanto, es esta la ocasión de que surja la siguiente pregunta: si tanto es lo que se está luchando por otorgarle a los menores la posibilidad para consentir válidamente por sí mismos prácticas médicas, por qué no, entonces, darles la posibilidad de decidir, también, sobre algo relativo a sus propio cuerpos, como lo es la donación de órganos para después de la muerte.

            Por otra parte, en el derecho inglés, que es donde han surgido las teorías mencionadas en los párrafos precedentes, hemos visto que en materia de donación de órganos por menores de dieciséis años de edad[37], se aplica la regla de la Gillick competence[38], y si bien puede que a primera vista se mezclen un tanto las instituciones, en cuanto que lo que aquí se pretende es darle la capacidad de derecho a los menores de 18 y mayores de 14 años para que puedan ejercer por sí mismos la posibilidad de inscribir su voluntad de donar órganos para después de la muerte, al mismo tiempo lo que queremos demostrar es que en todos los ordenamientos de los países europeos que hemos visto en el apartado 1, se presume que la persona debe ser competente y no capaz en el momento de donar.

            De este modo, estaríamos ante una primera justificación del proyecto de ley, en lo que refiere a los menores de 18 y mayores de 14 años. A continuación, veremos qué es lo que dice la psicología al respecto.

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[1] Rabinovich-Berkman, Ricardo D., Actos jurídicos y documentos biomédicos, Buenos Aires, La Ley, 2004, p 40.

[2] El adjetivo que aparece en la ley es capable, al que decidí traducir, debido a lo que seguía a continuación de la ley, como competente y no como capaz, ya que está haciendo referencia directa al término de competency.

[3] The Organ Donation Act. International Publication Series Health, Welfare and Sport, n 3, http://www.healthlaw.nl/organdon.pdf, 16/11/2004.

[4] El texto de la ley puede observarse en el Anexo I del presente trabajo.

[5] Assumed Organ and Soft Tissue Donation Act 2003, http://www.nyp.ymca.org.au/assumed_organ_and_soft_tissue_do1.htm, 16/11/2004.

[6] En Gran Bretaña la mayoría de edad se alcanza a los dieciocho años.

[7] Human Tissue Bill, explanatory notes, http://www.publications.parliament.uk/cgi-bin/ukparl_hl?DB=ukparl&STEMMER=en&WORDS=organ+donat+&COLOUR=Red&STYLE=s&URL=/pa/ld200304/ldbills/094/en/04094x--.htm#muscat_highlighter_first_match, 16/11/2004.

[8] El caso Gillick será comentado cuando se trate el consentimiento informado de los menores de edad, por lo cual allí me remito. Podemos decir, en principio, que se tiene en cuenta el grado de madurez intelectual del menor de dieciséis años.

[9] Sagarna, Fernando, Los trasplantes de órgano en el Derecho, Bs. As., Depalma, 1996, p 361.

[10] Sagarna, Fernando, Los trasplantes de órgano en el Derecho, p 364.

[11] Sagarna, Fernando, Los trasplantes de órgano en el Derecho, p 368.

[12] Sagarna, Fernando, Los trasplantes de órgano en el Derecho, p 390.

[13] Donación de órganos como acto libre de conciencia: Expresa el art. 41 de la ley 41/83 que la donación de órganos, sangre y otros tejidos es un acto de elevada conciencia humana (art. cit., primer párrafo, cap. II, sección onceava, ley cit.).

                Por su parte, la reglamentación establece que: “La donación de órganos, sangre y tejidos será un acto de libre y expresa voluntad del donante o de quien lo represente, según el caso, realizado con fines humanitarios,…” (art. 80, primer párrafo, cap. IV, decr. 139/88) (Sagarna, Fernando, Los trasplantes de órgano en el Derecho, p 389).

[14] Gorvein, Susana N. – Polakiewicz, Marta, El derecho del niño a decidir sobre el cuidado de su propio cuerpo, en Sorokin, Patricia, “Bioética: entre utopías y desarraigos”, Bs. As., Ad-Hoc, 2002, p 127.

[15] Gorvein, S. N. – Polakiewicz, M., El derecho del niño a decidir sobre el cuidado de su propio cuerpo, p 128.

[16] Gorvein, S. N. – Polakiewicz, M., El derecho del niño a decidir sobre el cuidado de su propio cuerpo, p 128.

[17] El gran jurista concluye su idea de una forma brillante, donde señala que “el deber mencionado no se puede reducir a la pura libertad del niño a expresar su experiencia a los otros niños y a los adultos, sino que significa en concreto, el deber del adulto de aprender de los niños, es decir, de penetrar cuanto sea posible al interior de la perspectiva de los niños, mediar a través de ello la validez de sus propias (del adulto) opiniones y actitudes y estar dispuesto a modificarlas” (Baratta, Alessandro, Infancia y democracia, en García Méndez, Emilio – Belloff, Mary (comps.), “Infancia, ley y democracia en América Latina”, Santa Fe de Bogotá, Colombia, Temis-Depalma, 1998, pp 54/55).

[18] Rabinovich-Berkman, Ricardo D., Sobre la necesidad de parámetros legales intermedios para el diagnóstico y toma de decisiones por menores de edad, en “Psicoanálisis y el Hospital”, XXI, Bs. As., Junio 2002, p 64.

[19] Al hablar de la patria potestad se tratará este tema con mayor profundidad, por lo que allí me remito.

[20] Rabinovich-Berkman, Ricardo D., Sobre la necesidad de parámetros legales intermedios para el diagnóstico y toma de decisiones por menores de edad, p 65.

[21] Rabinovich-Berkman, R. D., Actos Jurídicos y Documentos Biomédicos, p 58.

[22] Rabinovich-Berkman, R. D., Actos Jurídicos y Documentos Biomédicos, p 59.

[23] Rabinovich-Berkman, R. D., Actos Jurídicos y Documentos Biomédicos, p 59.

[24] Rabinovich-Berkman, R. D., Actos Jurídicos y Documentos Biomédicos, p 60.

[25] Kemelmajer de Carlucci, Aída, El derecho del menor a su propio cuerpo, en Borda, Guillermo A. (dir.), “La persona humana”, Bs. As., La Ley, 2001, p 257.

[26] Kemelmajer de Carlucci, Aída, El derecho del menor a su propio cuerpo, pp 251/252.

[27] En este caso Kemelmajer de Carlucci agrega que “se ha dicho que puede ser conveniente informar al menor, darle la información de acuerdo a su edad y a sus posibilidades de comprensión” (Kemelmajer de Carlucci, Aída, El derecho del menor a su propio cuerpo, p 252). Sin embargo, es sabido que por lo general eso no sucede, que al menor se lo mantiene en un nivel de nulidad casi absoluta, lo cual puede verse cada vez que el médico tiene algo que informar. En esos casos, es práctica común encarar directamente a los padres, sin considerar al niño; es más, muchas veces ni siquiera se lo mira, pese a que él es el enfermo, se lo trata como si no estuviese allí (para ver la manera en que un joven puede afrontar las decisiones que le acometen a su propio tratamiento y la elección o rechazo de éste, es muy recomendable al lectura del libro de Ricardo Rabinovich-Berkman, Ricky, un guerrero de la vida, Bs. As., Quórum, 2002).

[28] Kemelmajer de Carlucci, Aída, El derecho del menor a su propio cuerpo, p 252.

[29] Rabinovich-Berkman, Ricardo D., Actos Jurídicos y Documentos Biomédicos, Bs. As., La Ley, 2004, p 71.

[30] Rabinovich-Berkman, Ricardo D., Derecho Civil, parte general, Bs. As., Astrea, 2000, p 154 ss.

[31] Highton, Elena I. – Wierzba, Sandra M., Consentimiento informado, en Garay, Oscar E., “Responsabilidad profesional de los médicos”, Buenos Aires, La Ley, 2003, pp 200/201.

[32] Highton, E. – Wierzba, S., Consentimiento informado, p 201.

[33] Si bien este no es un trabajo que trate específicamente el tema del consentimiento médico informado en menores de edad, vale aclarar que Highton y Wierzba sostienen que, para saber si una persona está o no en condiciones de consentir un tratamiento médico, debe atenderse “al momento previo, o inclusive al momento mismo de la práctica o procedimiento, por ejemplo, si el paciente está medicado o bajo el efecto de sedantes o atravesando una crisis nerviosa, si puede oír bien cuando se le hace la revelación oralmente, si puede leer bien cuando se trate de formularios o explicaciones escritas; es decir, que debe estarse a su concreta aptitud para consentir, pues luego el paciente podrá alegar que su consentimiento se logró cuando era incapaz de comprender acabadamente el alcance del tratamiento”. Y agregan más adelante: “Si bien es difícil trazar una línea para determinar el umbral en que un enfermo es capaz o incapaz de tomar una decisión médica, el criterio para considerar un paciente incompetente debe estar regido por los valores rectores de la doctrina del consentimiento informado, es decir la autonomía de la voluntad en primer lugar y recién en segundo lugar la razonabilidad de la decisión, mientras muestre adecuado respeto por la salud del paciente” (Highton, E. – Wierzba, S., Consentimiento informado, p 201/202.).

[34] Autonomía y adolescencia, en Sorokin, Patricia (coord.), “Bioética: entre utopías y desarraigos”, Bs. As., Ad-Hoc, 2002, p 437.

[35] Comité de Bioética del HIGA Eva Perón, Autonomía y adolescencia, p 441.

[36] Rabinovich-Berkman, Ricardo D., Actos Jurídicos y Documentos Biomédicos, p 74.

[37] Desde los dieciséis ya se está en condiciones de donar válidamente, sin que medie autorización alguna de los padres. Asimismo, como señala Rabinovich-Berkman, desde los dieciséis años puede emitirse en Inglaterra un consentimiento válido (Actos Jurídicos y Documentos Biomédicos, p 60.).

[38] La nota 16 de las Explanatory notes de la Human Tissue Bill, establece que si bien la Competencia no se encuentra definida en la norma, la misma será establecida de acuerdo a los principios del common law, y menciona, a continuación, the “Gillick test” (Human Tissue Hill. Explanatory notes, http://www.publications.parliament.uk/cgi-bin/ukparl_hl?DB=ukparl&STEMMER=en&WORDS=organ+donat+&COLOUR=Red&STYLE=s&URL=/pa/ld200304/ldbills/094/en/04094x--.htm#muscat_highlighter_first_match, 16/11/2004).