EL RESPETO POR LOS MÁS DÉBILES

Juan Patricio Avaca

 

Ciertamente que detrás de la pretendida legalización del aborto subyacen —entre otros— criterios puramente horizontales con los que se suelen mover y manejar aquellos hombres y mujeres de aspiraciones muy limitadas y que, además, han renunciado a la tarea ardua —pero no por eso menos noble, enriquecedora y maravillosa obra— de aplicar principios y criterios sobrenaturales en sus vidas.

 

Entre esos criterios —insisto, mundanos y horizontales— que animan las vidas de los profetas de la legalización del aborto están los criterios utilitaristas y sentimentales. Los mismos, dan lugar a una moral legalista y arbitraria, al margen de los cánones de la recta razón y de la dignidad humana. En efecto, actualmente pareciera que se pone todo el énfasis en legalizar y legitimizar —a toda costa— el deseo de abortar de algunas madres, abstrayendo de si tales deseos son razonables o no.

 

En todo esto hay un problema muy grave: El hombre, cuando deja que sus sentimientos suplanten a la razón, termina tomando decisiones de acuerdo con la carga emocional de los deseos. Esta actitud es claramente peligrosa, por que, cuando los sentimientos y los deseos vehementes escapan al control de la razón humana, el hombre corre el riesgo, peligrosísimo, de incurrir en el campo de lo irracional y lo patológico.

 

Esta actitud que —de modo muy somero— vengo describiendo, también la podemos apreciar —lamentablemente— en muchos de nuestros políticos y en algunos de nuestros legisladores. Efectivamente, podemos apreciar una clara y notable tendencia a suplantar la razón por la voluntad. El empeño y las actitudes de muchos de estos hombres y mujeres nos dan la pauta de que piensan que hay que legalizar más, la voluntad de lo que se quiere que las razones para quererlo de acuerdo con los postulados de la dignidad humana.

 

Con respecto al aborto, debemos partir de la certeza irrefutable de que el feto es siempre inocente, por lo que atentar contra su vida equivale objetiva y racionalmente a un asesinato, tanto más repugnante cuanto que la víctima es sacrificada sin darle la posibilidad de defenderse y con la anuencia de aquellos mismos que deberían defenderlo, cuales son los padres y los médicos.

 

Ni siquiera en los en los casos de embarazos producidos por violación, podríamos justificar el aborto. Me pregunto, ¿Por qué le debemos aplicar una pena de muerte a una persona absolutamente inocente e indefensa? ¿Y, no es más lógico pensar que, si llegado el caso de que se debiera aplicar tal pena de muerte, la misma debiera recaer, inexorablemente, sobre la persona del violador quien, en este caso, es el culpable? De lo contrario, cabe preguntarse otra cosa: ¿Qué tipo de justicia es esta que castiga con la muerte al inocente y deja con vida al violador y delincuente?

 

Hoy, da la impresión —y aquí se revela otro problema más— de que muchos de nuestros legisladores y políticos pueden legalizar todo cuánto se les ocurra. Es como que se han empeñado en demostrarle a la sociedad que ellos tienen el poder para hacerlo y esto no es así. ¿Acaso, semejante actitud no significa un intento de consagrar como principio la ley del más fuerte?

 

Hace dos mil años, un “poderoso” de este mundo —Pilatos, procurador romano— le recriminaba a Jesucristo, preguntándole: «...“¿No sabes que tengo el poder de librarte y el poder para crucificarte?” A lo que Jesús le respondió: “No tendrías sobre Mí ningún poder, si no te hubiera sido dado de lo alto”...» (Jn. XIX, 10-11).

 

Hoy, la actitud de muchos de los legisladores y políticos se parece a la del procurador Pilatos; y, a propósito de aquella actitud histórica, quiero enfatizar vivamente —y sobre todo recordarles, porque no quiero pensar que no lo sepan— a los “poderosos de hoy”, que no tendrían ningún poder si no les hubiera sido delegado por el pueblo. ¿Acaso nuestra nación no ha adoptado para su gobierno la forma representativa? Mediante la cual los diversos poderes que ejercen los atributos de la soberanía, la ejercen —no en virtud de un derecho propio— en cuanto son representantes del pueblo y gobiernan en nombre de él.

 

Ellos tienen el deber de conocer, reflexionar y meditar —y no pueden ignorar, deliberadamente— que el derecho a la vida es reconocido, en nuestra Constitución, a la persona por nacer, lo que excluye y penaliza el aborto en cuanto se trata de una interrupción voluntaria del embarazo. En efecto, el Art. 75, inciso 23, protege al niño “desde el embarazo...”. ¿O, ello no implica la protección del menor desde antes de nacer?

 

Asimismo, el Pacto de San José de Costa Rica (cfr. Art. 4.1) refiere explícitamente que “nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”. ¿O —me pregunto, de nuevo— ello no se debe interpretar como que toda persona tiene el derecho a que su vida sea respetada y goce de la protección de las leyes desde el momento de la concepción, y hasta la muerte?

 

Por otro lado: ¿No deberían tener en cuenta que en virtud de las obligaciones internacionales —emergentes de la Convención de Viena y de la reforma constitucional de 1994— sobre los tratados, la Argentina incurriría en violación a sus compromisos asumidos si no aplicara —en este caso— el contenido que sobre el derecho a la vida trae el Pacto de San José de Costa Rica?

 

En fin, es claro que —quienes actualmente “tienen el poder”— están empeñados en desatender al contenido y al espíritu que anima a las leyes. Por ello, no les vendría mal pensar que un día podrían estar enfermos y postrados; o, considerar también, que serán ancianos; que los años pasan, no vuelven y no se van sin llevarse nada; y, entonces, ya no tendrán el poder político de otrora, ni siquiera el poder y las fuerzas físicas que ahora les impulsan, y serán débiles; y, piensen también, que si —desde ya— no ponen en vigencia el respeto incondicionado por los débiles (hoy, los seres más pequeños y sin poder son los niños todavía no nacidos; mañana, cuando sean viejos, les tocará ser débiles a ellos) tendrán que sufrir el régimen de violencia, en el dominio de la muerte que ellos mismos se empeñaron en sembrar con apasionado celo.