SOBRE
LA DIMENSIÓN TEMPORAL
DE LA PERSONA
Y DEL DERECHO

 

       Eduardo Luis Tinant

 

 

      “Peri l´inganno estremo ch´eterno io mi credei”

                              (Giacomo Leopardi, “L´infinito”)

 

             Sumario: I. El problema del tiempo. II. El pensamiento mítico. El retorno al origen. III. La medida y la proporción. El homo mensura. IV. Los saberes fundamentales y la flecha del tiempo. La verdadera prueba del filósofo. V. Los tres modos del tiempo. ¿Presente inviolable o puro presente?. VI. Tiempo biográfico, tiempo histórico, tiempo biogenético. VII. Persona, tiempo y derecho. VIII. La lingüística diacrónica. Retrospectiva. IX. ¿Quo vadis?. El hombre y su compromiso ético, jurídico y social.

 

 

                                   I. El problema del tiempo

Quizá en el mismo momento en que reparó que la noción inmediata del tiempo -el "ahora"- no es fruto de un eterno retorno ni una mera repetición sino un instante irrepetible el hombre tomó conciencia cabal de su condición de ser finito.

            Si ello le angustió o decepcionó es imposible saberlo. Lo cierto es que de allí en más comenzó a relatar su historia y a revalorizar su propio tiempo. Desafío y urgencia de cada tiempo presente reflejados -como pocos- por el Sermón del Monte: "A cada día le basta su afán" (San Mateo, VI-34), y por los versos del poeta latino: "No quieras abarcar en vida corta de la esperanza larga, largo trecho; el tiempo huye; lo que más importa es no poner en duda tu provecho; coge la flor que hoy nace ale­gre, ufana: ¿quién sabe si otra nacerá mañana?" (Horacio, a Leucónoe).

El diccionario etimológico se encarga de decirnos que el tiempo (del latin tempus) es “la sucesión ilimitada, irreversible y no espacial de instantes en que se suceden los acontecimientos”. Tiempo, pues, significa intervalo, duración, momento oportuno (de la misma familia de palabras, temporáneo: oportuno, extemporáneo: inoportuno, temporada, temprano: de bonne heure en lengua francesa).

El tiempo y el espacio fueron considerados así di­mensiones fundamentales de lo homínico. Como puntualiza Ernst Cassirer ("Antropología filosófica", 1944), la urdimbre en que se halla trabada toda realidad, sin que podamos concebir ninguna cosa real más que bajo tales condiciones generales.

            La filosofía existencial dio lúcido testimonio al respecto, especialmente con el “dasein” heideggeriano (el “ser ahí y ahora” del ser humano), descripto en "Ser y tiempo" en 1927, primera obra capital del filósofo que es una interpretación del ser del hombre en la dirección de la temporalidad descubriéndose el tiempo como horizonte trascendental de la pregunta por el ser. Apenas cuatro años después Raúl Scalabrini Ortíz brindaría una visión criolla con su "hombre que está solo y espera". Ambos, en todo caso, cercanos al modo griego de pensar el tiempo, por el que se enfatiza el "estar", la "presencia" que "es"; a diferencia del "sosein" hartmanniano (el "ser así") que parece aproxi­marse al modo hebreo de pensar el tiempo, por el que se destaca el "allí al que se tiende", el "pasar" (la reali­dad siempre está a punto de ausentarse y por eso "deviene").

            Como se ve, no ha habido pensador que se precie que no haya incursionado en la hondura de la temática, que no haya intentado dar solución al problema del tiempo.

Con Platón, por ejemplo, según recuerda José Ferrater Mora en su “Diccionario de Filosofía” (1980), se confirma la idea del tiempo que pasa como manifestación de una Presencia que no pasa, cuando formula su célebre definición: “El tiempo es la imagen móvil de la eternidad” (Timeo), y aun cuando la idea del tiempo desempeña un papel muy importante en la filosofía platónica se puede concluir que no posee una idea suficientemente desarrollada del tiempo o que el filósofo tiende a “reducirla” a algo intemporal. La eternidad de que hablaba Platón como el “original” del tiempo es una idea pero de la cual hay una copia muy “inmediata”: el perpetuo movimiento circular de las esferas celestes, que acaso fue para Platón la eternidad misma.

En cambio, David Hume, filósofo empirista, negó la existencia del tiempo general o abstracto, solo que aduciendo que lo que existe son momentos singulares uno tras otro, tal como existen las sensaciones.

            Aristóteles y Santo Tomás de Aquino tampoco conci­bieron al tiempo como un continente absoluto y previo a todas las cosas. El tiempo es un atributo de los sujetos en tanto que materiales (puesto que toda materia es tem­poral) y se relaciona con el movimiento (el tiempo es "la medida del movimiento según el antes y el después").

            En la postulación bergsoniana cabe hablar de un tiempo "biológico" (la duración real de nuestra concien­cia como módulo unitario de la temporalidad), en tanto para Isaac Newton existe un tiempo absoluto previo a todas las cosas: tiempo y espacio son un ámbito general en el cual van apareciendo luego los seres. Noción abstracta del tiempo asumida por Manuel Kant en su "Crítica de la razón pura" al considerarlo una intuición pura del sujeto trascenden­tal.

 

II. El pensamiento mítico. El retorno al origen

En el pensamiento mítico, en cambio, el espacio y el tiempo no son formas puras o vacías sino grandes fuerzas misteriosas que gobiernan todas las cosas y determinan no sólo nuestra vida mortal sino también la de los dioses.

Así, según examina Mircea Elíade en “Mito y realidad” (1963), “el tiempo puede ser dominado” mediante el “retorno hacia atrás”. Los ritos iniciáticos comportan un “regressus ad uterum”, que prepara un nuevo nacimiento, pero no físico, sino místico de carácter espiritual. El autor pasa revista a las terapéuticas primitivas, que procuran la obtención de la beatitud, de la juventud y de la longevidad (la “inmortalidad”) conforme a un modelo cosmológico: el estado de la unidad o plenitud primordial. Para curarse de la obra del tiempo. Empero, el fin último de ese “retorno al origen o a la matriz” no es la salud o el rejuvenecimiento sino el dominio espiritual y la salvación. Estas filosofías y técnicas ascéticas y contemplativas persiguen todas el mismo fin: curar al hombre del dolor de la existencia en el tiempo. Para el pensamiento indio, el sufrimiento fue instaurado y prolongado indefinidamente en el mundo por los “karma”, por la temporalidad: es la ley del ”karma” la que impone las innumerables transmigraciones, este retorno eterno a la existencia y, por consiguiente, al sufrimiento. Librarse de la ley kármica equivale a la “curación”. La técnica del “retorno hacia atrás” conlleva remontar el tiempo con el fin de conocer sus existencias anteriores. Quemar hasta el último germen de una vida futura para derogar definitivamente el ciclo kármico y liberarse uno del tiempo. Partiendo de un momento cualquiera de la duración temporal, se puede recorrer el tiempo al revés para alcanzar el instante paradójico anterior al cual el tiempo no existía porque no se había manifestado nada. Ese punto de partida así reencontrado permite a quien lo remonte, amén de revivir ideas pasadas y comprenderlas, “quemar sus pecados”. Algo más importante aún, advierte Eliade: se llega al comienzo del tiempo y se alcanza el no-tiempo, el eterno presente que ha precedido la existencia temporal fundado por la primera existencia humana caída. Pero esto implica trascender la condición humana y recuperar el estado no condicionado que ha precedido a la caída en el tiempo y a la rueda de las existencias.

Como se observa, aun con sus diferencias culturales, las técnicas místicas indias y chinas y las terapéuticas primitivas, plantean una cierta continuidad del comportamiento humano con relación al tiempo. El mentado “retorno al origen”  -“volver hacia atrás” y alcanzar el “comienzo del Mundo” para curarse de la acción del tiempo- es valorizado así de diversas maneras. En las culturas arcaicas y paleoorientales, la reiteración del mito cosmogónico tenía como finalidad la abolición del tiempo transcurrido y el recomienzo de una nueva existencia, con las formas vitales intactas. Para los místicos chinos e hindúes, la finalidad no era ya recomenzar una nueva existencia aquí abajo, sobre la Tierra, sino “volver atrás” y reintegrar el Gran Uno primordial.

La recuperación del pasado procede, pues, ya como una abolición vertiginosa del Cosmos y su recreación: reintegración rápida y directa a la situación primera; o bien como un retorno progresivo al origen remontando el tiempo: rememorando los detalles más insignificantes de la existencia, pues gracias a tal recuerdo es como se consigue “quemar” el pasado, dominarlo, impedir que intervenga en el presente; la ”memoria” desempeña el papel principal, se libera uno de la obra del tiempo por la reminiscencia, por la “anamnesis”; la historia primordial no sólo debe ser “conocida” sino continuamente rememorada.

 

               III. La medida y la proporción. El homo mensura               

Las nociones de medida y por tanto de mejor y de más, en proporción a la finitud y contingencia de su realización personal, han preocupado al ser humano desde antaño. Derivado del latín melior, el término mejor implica medida, toda vez que como adjetivo de comparación significa “bueno” (superior a otra cosa, la excede en una cualidad natural o moral) y como adverbio de comparación significa “bien” (más bien, antes, más, denotando idea de preferencia). Mejoría, a su vez, adelantamiento y aumento de una cosa, ventaja o superioridad de una cosa respecto de otra. Desde una perspectiva antropológico-filosófica, la vivencia de haber aprovechado, aunque más no sea parcialmente, el propio tiempo vital, progresando y sobreponiéndose a situaciones difíciles. Ambas nociones, pues, guardan directa relación con la condición de ser temporal del hombre y con su permanente búsqueda de la plenitud ([1]).

También la medida y la proporción constituyeron las categorías supremas de la vida y la cultura griegas. Como relata Hernán Zucchi (“Qué es la antropología filosófica”, 1967), Apolo es el dios de la luz y de la razón, y éstas permiten distinguir los contornos y distancias de las cosas y las relaciones entre éstas y los hombres. Para asegurar el reino de la razón, el hombre debe conocer su propia medida (conforme al “Conócete a ti mismo” socrático: conoce tus límites, para no trasgredirlos) ([2]).

Sin embargo, Protágoras (“Fragmentos”), exponente del período antropológico de la filosofía griega, descubrió que tanto la proporción como la medida están estrechamente vinculadas con la naturaleza humana: “El hombre es la medida de todas las cosas”. La medida protagorea (métron; mässigung: moderación para Heidegger) representa un desafío a los dioses. La relación entre el hombre y las cosas varía. El hombre está al tanto de la ecuación existente entre él y las cosas. Medida quiere decir, pues, conciencia de la proporción entre el hombre (individual o genéricamente considerado) y las cosas. Tal proporción experimenta cambios que sólo el hombre puede apreciar, porque sólo a él se le aparecen. El hombre está al tanto de la proporción variable y por eso tiene el poder de sustituir una proporción inadecuada por otra más ventajosa. No es el hombre la realidad que ha de ser medida por otra, sino que ésta debe ser apreciada y modificada en provecho del hombre. El hombre es el ser capaz de discernir la proporción que mantiene con las cosas. Es el juez (krites) que desentraña la relación exacta en la maraña de los dilemas que se presentan.

El “homo mensura” plantea pues una ambivalencia: es mesura y desmesura a la vez. Surgen así tres interpretaciones sobre la expresión y, por ende, sobre el hombre (ánthropos):  A) El hombre ser individual, concreto -homo individualis-. B) El hombre como especie, in genere -homo specificus-. C) El hombre ser social, en la polis -homo socialis- (interpretación sociológica: parecer duradero de la colectividad). Representantes del hombre-árbitro y constructor de su destino, el médico, el pedagogo y el político llegan a ocupar un importante puesto en la sociedad: son los encargados de crear las condiciones favorables para una vida individual y colectiva más feliz.

 

IV. Los saberes fundamentales y la flecha del tiempo.

La verdadera prueba del filósofo

 

La astronomía ha medido el tiempo según los pro­cesos periódicos más apropiados para tomar la duración de uno de sus ciclos cual unidad temporal, como tiempo "cósmico" (las cuatro estaciones), tiempo "sidéreo" o "sideral", tiempo "solar", del que se desprende el tiempo "calendario" (calendarios juliano y gregoriano, éste uti­lizado en casi todos los paises; v. art. 23 Cód. Civil argentino), con el día y el año como períodos fundamenta­les y el mes y la semana como complementarios. Y, del huso horario a la unidad actual del segundo controlada por el reloj atómico de cesio con un grado de certeza apabullante, los avances han sido incesantes (como el propio tiempo).

Magnitud científica que permite ordenar el devenir de los fenómenos y los cambios de posición de los astros en el espacio celeste, el tiempo se inserta en el centro de la física, y su incorporación en el esquema conceptual de la física galileana significó el punto de partida de la ciencia occidental. Sin embargo, el padre de la relatividad general, Albert Einstein, llegó a aseverar que “el tiempo irreversible -la distinción entre pasado y futuro- es sólo una ilusión” (no hay flecha del tiempo en el nivel de la descripción fundamental de la naturaleza), si bien en las postrimerías de su vida rechazó la posibilidad de retornar al pasado pues equivalía a una negación de la realidad del mundo. En “Una nueva refutación del tiempo” (1974), Jorge Luis Borges expresa análoga ambivalencia (“El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”). Negar el tiempo -tentación a la que no resistieron el genial físico y el no menos renombrado escritor- puede parecer un consuelo o semejar un triunfo de la razón humana, pero es siempre una negación de la realidad. El tiempo y la realidad están irreductiblemente vinculados.

Así lo destaca el premio Nobel de Química Ilya Prigogine (“El fin de las certidumbres”, 1996) cuando, siguiendo los pasos de Boltzmann y el desarrollo espectacular de la física de los procesos de no equilibrio y de los sistemas dinámicos inestables, procura resolver la paradoja del tiempo que traslada a la física el dilema del determinismo, esto es: si el tiempo es irrelevante (porque podemos prever los comportamientos básicos de la naturaleza) o relevante (porque no siempre lo que nos sucedió determina lo que nos puede suceder). Rescata la noción de la existencia de una flecha del tiempo, incluso antes de la creación de nuestro universo, pero asociada a dos elementos, la irreversibilidad  y la probabilidad, y por tanto a la idea de caos. Y concluye que la historia de la materia  está engastada en la historia cosmológica, la historia de la vida en la de la materia y, finalmente, que nuestras propias vidas están sumergidas en la historia de la sociedad.   

Fue Sir Arthur Eddington, como menciona el filósofo argentino Víctor Massuh en libro con igual título (1990), quien por pri­mera vez habló de “la flecha del tiempo”, señalando su dirección determinada por el creci­miento de la entropía, pero advirtiendo que su misterio se pierde en las alturas de los "supuestos teológicos". Desde entonces el tema fue enriqueciéndose dentro de una discusión científica en la que intervinieron Schroedin­ger, Popper, Hawking y el citado Prigogine, entre otros, proyec­tando el debate entablado en el seno de la física fuera de ella, conforme lo anunciara el propio Eddington, ya como idea científica, símbolo de la filosofía o metáfora de la religión.

Por ejemplo, Stephen W. Hawking (“Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros”, 1988), heredero de la cátedra de Newton en la Universidad de Cambridge, se plantea e intenta responder las sempiternas preguntas sobre la naturaleza del tiempo y del universo: ¿Hubo un principio en el tiempo?, ¿Habrá un final?, ¿Es infinito el universo?, y para ello pasa revista a las grandes teorías cosmológicas desde Aristóteles hasta nuestros días, incluyendo las aportaciones de Galileo y el propio Newton, así como la teoría de la relatividad de Einstein y la gran física del siglo XX, la mecánica cuántica, procurando combinar estas últimas en una sola teoría unificada completa.

Con similar énfasis se ha sostenido que la meditación sobre el tiempo representa la verdadera prueba del filósofo. Célebre testimonio de ello es el pasaje de San Agustín en el libro XI de las “Confesiones”: “¿Qué es el tiempo?. Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé”. En efecto, según apunta Hans-Georg Gadamer (“El tiempo y el pensamiento occidental de Esquilo a Heidegger”, en Paul Ricoeur y otros: “El tiempo y las filosofías”, 1979), cabe preguntarse si esta famosa frase tiene que ver de hecho con el misterio del tiempo o se refiere más bien a toda experiencia del pensamiento filosófico.

En todo caso, como añade José Alberto Mainetti (“El tiempo biológico y el hombre”, III. “Cronoantropología”; apéndice de “Homo infirmus”, 1983), “junto al tiempo que angustia y desgarra, hay también aquél que aplaca, cura y consuela, madura y perfecciona; pero no se trata de estética sino de metafísica, no ya entonces del tiempo como fuente de nuestros más hondos sentimientos, y sí en cambio de las maneras como aquél afecta nuestro ser”. 

 

            V. Los tres modos del tiempo. ¿Presente inviolable o puro presente?

 

Con su vuelo imperceptible la flecha del tiempo unifica a todas las criaturas del universo. Todo organismo viviente está estrechamente condicionado por el tiempo. En particular, el ser humano “de carne y hueso” atisba la importancia de su condición temporal cuando cotidianamente manifiesta: "El tiempo es oro", "todo tiempo pasado fue mejor", "pasó mi cuarto de hora", "tiempo al tiempo", "el tiempo será tes­tigo", "no hay mal que dure cien años", o cuando valora el tiempo que dedica a su trabajo o a la realización de determinadas tareas, como la elaboración de productos o la crianza y guarda específica de ellos bajo ciertas condiciones, por ejemplo, el tiempo de añejamiento de comestibles y vinos finos. Vale decir, advierte que necesita tiempo para cualquier actividad que emprenda y que, según sea lo que haga, ganará tiempo o perderá tiempo. De allí que exhiba el transcurso del tiempo que le demandó la creación del bien, como un sello de garantía de calidad del mismo, pero también de su propio recorrido vital en tal cometido.

La idea de proceso como un sucederse de actos en el tiempo está siempre latente en él. No es una cosa sino una corriente continua de acaeceres sin tregua, en la que nada vuelve con idéntica forma.

Es que los tres modos del tiempo, el pasado (lo que se recuerda), el presente (a lo que se está atento) y el futuro (lo que se espera), forman un todo que no puede ser disgregado: no es posible describir el estado momen­táneo de un organismo sin tomar en consideración su his­toria y sin referirla a un estado futuro con respecto al cual el presente es meramente un punto de pasada.

Francisco Romero (“Filosofía de la persona”. “El presente inviolable”, 1943) ha subrayado tal nota distintiva del presente al caracterizarlo como presente “incognoscible” (“Todo saber es retrospectivo, toda actitud de conocimiento supone en el sujeto una mirada hacia atrás”), presente “inasible” (“No hay manera de incidir en él ‘en cuanto presente’. Cualquier intento de intervención en el presente mismo llega fatalmente tarde”), presente “impensable” (“Nuestra razón no puede concebir el tiempo sino como una dirección viva y móvil, como una fluencia unidimensional que viene del futuro, pasa ante nosotros y escapa vertiginosa hacia el pasado”) ([3]).

La vida humana es así, como ha destacado Agustín Basave (“Filosofía del hombre”, “Antropología jurídica integral”, 1996), la realidad más inestable. En efecto: dentro de un principio y un fin, la estabilidad de la existencia humana “pende de un instante”, en el que apenas se ahonda ya ha pasado. Este devorar los instantes es indetenible. Solo la muerte le pone término. 

De tal modo, aceptada la memoria como función esencial de la vida, Cassirer caracteriza una memoria simbólica que expresa “aquel proceso en el cual el hombre no solo repite su experiencia pasada sino que la reconstruye” y, como el tiempo no es únicamente referencia al pasado sino proyección hacia el futuro, aprecia en consecuencia: “Vivimos más, mucho más, en nuestras dudas y temores, en nuestras ansiedades y esperanzas por el futuro, que en nuestros recuerdos o en nuestras experiencias presentes”.

Empero, como también discurriera San Agustín (“Confesiones”, XI), el tiempo es un "ahora... que no es". El "ahora" no se puede detener, pues si esto ocurriera no sería tiempo. El tiempo es un "será que todavía no es". Paradoja que le llevó a manifestar que, si en el acontecer espiritual pa­sado, presente y futuro nacen, viven y concluyen juntos, no se trata de tres momentos sino de uno solo, de un puro presente, más o menos dilatado, hasta la perspectiva de arañar el infinito.

Mario Alberto Copello (“El tiempo en el derecho”, 1960) ha puesto de relieve la tremenda latitud del "ahora", el "antes" y el "después" en el acontecer espiritual, pues su extensión depende del número de presencias de objetos. "Ahora" puede ser el invierno, o el mes de agosto, o la tercera semana de agosto, o el miércoles de esa tercera semana, o el mediodía de ese miércoles (con un "antes" y un "después" de similar latitud: el otoño y la primavera, los meses de julio y septiembre, la segunda y la cuarta semana de agosto, etc.) y así sucesivamente cuanto se quiera, en uno u otro rumbo de la trayectoria. En suma, la específica data del acontecer espiritual es la del presente, cuya duración variable es la exigida para la comprensión del episodio humano que implica.

El jusfilósofo platense concluye que cuando el ju­rista hace referencias temporales, aludiendo siempre y solo al acontecer espiritual -lo que ocurre porque el de­recho es vida humana viviente-, o bien acota rígidamente ese presente o en cambio deja librados sus mojones a la labor interpretativa.

 

VI. Tiempo biográfico, tiempo histórico, tiempo biogenético

 

En este contexto no resulta difícil diferenciar, en el marco de la realidad viviente (marco a la vez: natural y humano, biológico y biográfico), el “tiempo biográfico” del “tiempo histórico”. El primero, perte­neciente a la vida individual de cada persona, en tanto el segundo propio de la sociedad en su conjunto, y por ex­tensión de las instituciones estatales (“tiempo ins­titucional”), anudándose ambos en la vida social de las personas. Como señalamos en “El país de los argenios” (pág. 85): “El tiempo biográfico es el tiempo histórico... de una persona”. Es tiempo limitado, tiempo que se acaba, irreparable. El hombre tiene “edad” (carácter que stricto sensu sólo corresponde a la vida humana), y la edad es estar el hombre siempre en un cierto tramo de su escaso tiempo ([4]).

            Por ello, para Ortega y Gasset hay en la historia un anacronismo esencial, que sólo se comprende si se distingue coetaneidad ("el conjunto de los que son co­etáneos en su círculo de actual convivencia, es una gene­ración") de contemporaneidad (actualidad histórica en la que conviven en un aparente tiempo único generaciones de niños, jóvenes, maduros y ancianos).

            Pero hay más. Como dijimos en “Antología para una bioética jurídica” (págs. 85/86), los nuevos y crecientes avances de la biomedicina en el marco de la llamada “revolución biotecnológica” -además de una ambivalente mejoría de la salud y la calidad de la vida, desde que el bienestar y el progreso invocados pueden acarrear nuevas amenazas para la dignidad de las personas-, seguramente han de influir en dicho cuadro, sumando al tiempo biográfico y al tiempo histórico el que hemos denominado “tiempo biogenético”, inherente a una nueva dimensión biológica del hombre y que todo indica ha de remodelar las tradicionales nociones de coetaneidad y contemporaneidad ya citadas, en virtud del poder sin precedentes que encierra la manipulación del código genético de la vida que el propio ser humano ha conquistado. Véanse si no, las cuestiones que plantean la aplicación de las técnicas de ingeniería genética molecular que permiten la transferencia horizontal de genes -entre las personas en general y no sólo vertical de padres a hijos- en las terapias génicas germinales, la posibilidad de la clonación humana total o parcial, la inseminación artificial y la fecundación in vitro, el empleo de gametos de donantes anónimos con la consiguiente pérdida de referencias biológicas de las personas así generadas, la crioconservación y bancos de embriones humanos y la maternidad subrogada o por sustitución, con las serias implicancias éticas, jurídicas y sociales que son de imaginar y que, en todo caso, es preciso señalar ([5]).         

            Con referencia a ello, Roberto Andorno (“Bioética y dignidad de la persona”, 1998), si bien considera que el congelamiento de embriones humanos tiene las ventajas de hacer el procedimiento menos traumático para la mujer y menos costoso, pues, en caso de fracaso de la primera tentativa, no es necesario proceder a una nueva hiperestimulación hormonal para obtener más óvulos, así como que la técnica tiene también un motivo económico, porque el tratamiento hormonal es una de las etapas más costosas de la fecundación in vitro, advierte que el procedimiento plantea asimismo importantes dilemas éticos. Ante todo, porque la crioconservación no es una técnica inofensiva: cerca de la mitad de los embriones muere en el descongelamiento. Pero hay también para el destacado bioeticista argentino una cuestión más de fondo contraria a la conservación, y es que ésta coloca a las incipientes vidas humanas de algún modo “fuera del tiempo”. Y se tiene la impresión -alerta- de que no se ha reflexionado suficientemente sobre la significación antropológica profunda de este procedimiento antes de aplicarlo a seres humanos.

 

                                               VII. Persona, tiempo y derecho

            De igual modo cabe apreciar la influencia del tiempo sobre las instituciones jurídicas, al condicionar la vida del hombre y los actos que éste realiza: en la edad de las personas, los momentos del acto, el plazo de sus de­rechos y deberes, el tiempo total como ámbito de vigencia y de validez de la ley, el mero transcurso del tiempo dando lugar a la adquisición o la pérdida de derechos, mediante las "figura juris" de usucapión, prescripción, perención, cosa juzgada. Según Savigny ("Sistema de Dere­cho romano actual", III), ora con independencia de la vo­luntad humana ora dependiendo de ésta.

 

De ahí sostiene Edgardo Fernández Sabaté ("Filosofía del Derecho", 1974) que el hombre prudente es lento en la de­liberación y en la gestación de los valores, pero es di­ligente y efectivo en su realización. "Kronos" -en griego "tiempo"- también se emparenta con la voz "madurez", porque en el tiempo las cosas alcanzan su puesta en forma. Y también en el tiempo se corrompe dicha forma.

¿Se reproduce en el derecho la finitud y contingencia de la persona humana, o prevalece en él la aspiración de permanencia que guarda la ley?. Como enseña Luis Legaz y Lacambra (“Introducción a la ciencia del derecho”, 1943): “Este requisito de la permanencia de la ley es esencial, pero urge explicar su verdadero sentido: no quiere decir que la norma deba ser eterna. Lo que se quiere decir con él es que la norma no vincula -a no ser que ella misma no disponga otra cosa- su validez temporal a la vida de aquellos que la establecieron. En tanto que no es formalmente derogada o no pierde la base de su validez, subsiste como tal norma y no puede ser ignorada por quien la estableció. El problema que se plantea es el de cuánto debe durar la validez de la norma; la respuesta a esta pregunta corresponde a la política legislativa y no propiamente a la ciencia jurídica; pero no hay duda de que sería signo de una mala política, tanto una mutación continua de normas como un apego tenaz a las normas establecidas, si la sociedad se manifiesta en desacuerdo con ellas. El carácter abstracto e hipotético de las normas jurídicas es sólo una teorización de la situación concreta en que nacen y para la cual son dadas, bien para afirmarla, porque se la estima justa, bien para negarla, porque no se reconoce su justicia; es claro, por consiguiente, que ninguna norma debe durar más allá de lo que duran las situaciones para las que fue dada”.

            De tal forma, las normas jurídicas contienen medios para la consecución de fines éticos y valores sociales, atendiendo al contexto situacional en el que pueda producirse el conflicto en cuestión, esto es, modelan normativamente ciertas situaciones reales para satisfacer necesidades o urgencias sociales o resolver problemas humanos, tal y como ellos se presentan en un lugar y en un tiempo determinados. Por tanto, son circunstanciales. Como sostiene Luis Recaséns Siches (“Nueva filosofía de la interpretación del derecho”, 1956), aunque formuladas en términos generales, las normas positivas cobran sentido solamente dentro de la situación real en que surgieron y para la cual se las destinó. 

            La ley sienta un principio que debe ser aplicado en casos y circunstancias que aún no existen. Y, si es bastante difícil determinar la regla para transacciones que han surgido, lo es mucho más hacer lo mismo para transacciones que todavía no han ocurrido. De aquí que un cuerpo legislador tenga que especular con mayor riesgo acerca de cómo surgirán los casos futuros y qué contingencias abarcarán.

            El derecho debe aspirar a la certidumbre, a la justicia, al progreso, pero esos objetivos constantemente están en conflicto uno con otro. Lo que nos han enseñado los grandes jueces y los grandes juristas, como afirma Wolfgang Friedmann (“El derecho en una sociedad en transformación”, 1966), no es un conocimiento infalible, ni una respuesta cierta para todos los problemas jurídicos, sino la percepción de los problemas de la sociedad contemporánea y la aceptación del peso de las decisiones que ninguna suma de conocimientos jurídicos técnicos puede quitarnos de encima. La historia del derecho ha sido así un constante toma y daca entre consolidación y progreso, entre los técnicos legistas y los juristas creadores.  

Por lo tanto, que el contenido del imperio del derecho no pueda ser determinado para todos los tiempos y todas las circunstancias no es motivo para lamentarse, sino para alegrarse. Sería trágico que el derecho estuviera tan petrificado que no pudiera responder a las incitaciones de los cambios evolutivos y revolucionarios de la sociedad. Para el abogado, esas incitaciones significan que no puede contentarse con ser un artesano. Sus conocimientos técnicos le proporcionarán las herramientas, pero es su sentido de responsabilidad para la sociedad en que vive –previene el autor- el que debe moverle a ser no sólo abogado, sino jurista.

Este epílogo ya no nos conforma totalmente –como sí lo hiciera y lo consignáramos en trabajo escrito hace ya veinte años ([6])-, aunque siga teniendo como mira elevada dar respuesta responsable a los cambios evolutivos y revolucionarios de la sociedad, pues, si la naturaleza humana hace al fundamento del derecho (cf. Giorgio Del Vecchio), y la dignidad de la persona humana es matriz de principios fundamentales, no sólo jusfilosóficos y jurídicos sino también éticos y bioéticos (cf. Luis Recaséns Siches y Roberto Andorno, entre otros autores), nos permitimos conjugarlo en consonancia con ello del siguiente modo: debe moverle a ser también un humanista en la creación y aplicación del derecho que garantice la dignidad humana, las libertades fundamentales y los derechos humanos ([7]).

 

            VIII. La lingüística diacrónica. Retrospectiva           

 

            Las vicisitudes históricas y la evolución cultural, que van modificando las palabras, los sentidos y las expresiones, convierten la lengua en un fenómeno móvil y cambiante. Ferdinand de Saussure (“Curso de lingüística general”, 1916) pudo observar así: “El tiempo, que asegura la continuidad de la lengua, posee otro efecto, contradictorio en apariencia con el primero: el de alterar más o menos rápidamente los signos lingüísticos y, en cierto sentido, puede hablarse a la vez de inmutabilidad y de la mutabilidad del signo” ([8]).

A partir de allí y en función del estudio de la lengua, el propio Saussure introdujo una importante distinción conceptual relacionada con el tiempo: la ley de la sincronía (aspecto estático, estado de lengua: lingüística sincrónica) y la diacronía (aspecto evolutivo, fase de evolución: lingüística diacrónica). Esferas que permiten considerar el sistema de la lengua según dos ejes: a) eje de la simultaneidad, relaciones entre cosas coexistentes, donde toda intervención del tiempo queda excluida; b) eje de las sucesiones, nunca se puede considerar más de una cosa por vez, pero en el que están situadas todas las cosas del primer eje con sus cambios.

De tal forma, la lingüística diacrónica distingue dos perspectivas: una prospectiva, sigue el curso del tiempo; otra retrospectiva, lo remonta, esto es, antes de contar lo que ha pasado, debe reconstruirse la cadena de acontecimientos y buscar lo que ha conducido a su estado actual (método retrospectivo que, más allá de naturales diferencias, nos recuerda el retorno hacia atrás, remontando el tiempo, de la ley kármica -cfr. cap. II-, y el saber retrospectivo, del presente incognoscible de Francisco Romero -cfr. cap. V-). El factor tiempo es así, una vez más, causa esencial.

En suma, el signo se presenta como un fenómeno inmutable y mutable (cambiante) a la vez. La lengua se transforma sin que los sujetos puedan transformarla (La lengua es intangible, pero no inalterable). El principio de alteración se funda en el principio de continuidad. La alteración en el tiempo adopta diversas formas.

 

IX. ¿Quo vadis?. El hombre y su compromiso ético, jurídico y social

Del derecho, vinculado estrechamente con el lenguaje y con el habla, como entidades sociales (“Nada está tan cerca del derecho como el lenguaje”, ha señalado con toda propiedad Antonio Hernández Gil al referirse a esta indispensable asociación), se puede decir algo semejante. Ya vimos como, al igual que su especie, la ley, aspira a la permanencia aun cuando no a la eternidad. 

Acaso, ¿de la persona humana, también?. Porque la esencia homínica es inmutable, mas no su connatural finitud y contingencia, si bien algo está cambiando en la existencia del hombre de nuestro tiempo, como asimismo vimos. Por lo menos es evidente una creciente aceleración histórica de los progresos científicos y tecnológicos que protagoniza y que suelen suscitar -además de determinados beneficios- nuevos conflictos y dilemas, los cuales sin duda habrán de multiplicarse en el corriente siglo.

¿Podrá el hombre acompañarlos con cambios y progresos éticos, jurídicos y sociales que, en todo caso, justifiquen y orienten aquéllos?. ¿Podrá asumir, sin neutralidad complaciente y con responsabilidad, el serio compromiso que encierra el tiempo por venir?..


 

([1])  El hombre transita de lo que le es inmanente, su propio pensamiento, hacia lo que le es trascendente, el mundo que lo circunda. Movimientos de trascendencia que lo llevan a buscar a Dios y a relacionarse con otros hombres. Pensar, moverse, relacionarse: he ahí las actividades esenciales que despliega. La búsqueda de la plenitud significa entonces, un intento del ser humano por completar su ser inacabado, incumplido, pero, quizá por ello, ciertamente libre y abiertamente posible a todas las experiencias (v. mi libro “El país de los argenios”, cap. VII (La Plata, 1991), y mis artículos “El hombre y su búsqueda” (Rev. Secundum Legem, CED-FCJyS, UNLP, La Plata, noviembre 1997) y “La mirada de la aptitud vocacional” (La Ley, Actualidad, 16-III-1999).   

([2]) A la postre, todas las búsquedas son configuraciones de una búsqueda única. De ahí el bíblico “Consuélate: no me buscarías si no me hubieses encontrado”. A escala antropológica, el “Búscate a ti mismo” de Bossuet, si se quiere complementario del aserto socrático.   

([3]) Tras manifestar que “existir es ser un ser temporal”, Vicente Fatone (“Introducción al existencialismo”, 1953) señala al respecto: “Pasado, presente, futuro, son mis propias proyecciones, mi temporalización... Tengo solidaridad con mi pasado, que es mío, y no de otro ser; pero ‘no soy’ mi pasado. Estoy también solidarizado con mi futuro, que es mi futuro; pero ‘no soy’ mi futuro. Y estoy solidarizado con mi presente, pero ‘no soy’ mi presente. Puedo decir que tengo un pasado, que tengo un presente, que tengo un futuro; pero no soy ninguno de ellos; y, aunque no soy ninguno de ellos, gracias a ellos puedo decir que soy”.

([4]De tal manera, cuando alcanzamos edades arque­típicas (v. gr. al cumplir treinta, cuarenta, cincuenta años de vida), solemos hacer un balance o inventario sobre el grado de realización de nuestro programa vital. Comprobamos más que nunca en tales oportunidades que el tiempo, como supo definir la filosofía, es la materia huidiza de que estamos hechos los seres hu­manos. ¡Qué nuestra inercia o falta de decisión no nos haga parafrasear entonces el título de la obra maestra de Marcel Proust: “A la recherche du temps perdu”!...

 

([5])  Buena parte de las cuestiones que abordan no sólo la filosofía y la bioética sino también el derecho se relaciona con decisiones al final de la vida, esto es, con el fin de la persona. Se trata del tiempo humano ligado indisolublemente a la finitud y contingencia de la condición humana y por tanto a la muerte de la persona humana. La muerte cierra la dimensión temporal de la persona y el adagio latino “Mors certa, hora incerta” expresa el dilema que ella exhibe: siendo inexorable, es a veces sorpresiva, otras más o menos esperada, pero siempre guarda un halo de misterio su llegada. El tiempo del moribundo cobra así una magnitud especial (es célebre el pasaje de una de las obras maestras de Federico Garcia Lorca: “La muerte puso huevos a las cinco de la tarde”, marcando un  “tempo” narrativo “distinto” del acontecer real contado) y algo similar puede decirse sobre el tiempo de constatación y determinación de la muerte del modo más preciso posible, en particular cuando incide en la práctica de trasplantes de órganos, dado que el éxito de éstos depende en gran medida de la rapidez con que se efectúa la ablación (de tal modo se habla de “muerte clínica”, ”muerte cerebral”, “muerte cardíaca”, “muerte biológica”, etc., pero todas anudadas a la pregunta central: ¿cuándo los signos vitales no representan más la vida de un ser humano?, o, ¿en qué momento preciso se puede decir que una persona ya está muerta?). Los minutos y las horas, marco temporal de tal diligencia y del equilibrio muy delicado entre el respeto de una vida que se extingue y el que asimismo merece la que hay que salvar, adquieren entonces una dimensión que bien puede figurarse “distinta” de aquellos minutos y horas que enmarcan otros pasajes más serenos o triviales de la vida humana.

([6]) “Acerca del derecho como control social”  (Boletín de la Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, n° 28, pp. 6/7, La Plata, octubre 1985), en el que -ante la opción planteada en sus alegatos finales sobre el papel que debe desempeñar el abogado- tomamos partido por el jurista “de” Wolfgang Friedmann (ob. cit.) frente al técnico racional “de” Alf Ross (“Sobre el derecho y la justicia”, 1958).

([7]) En esa dirección se ha comenzado a hablar de una “cuarta generación de derechos humanos”, derechos que conllevan la observación de verdaderos deberes actuales en favor de las generaciones futuras: los que vendrán, de acuerdo con los “derechos humanos de tercera generación”: de solidaridad, al desarrollo, a la paz, a un medio ambiente sano, cuyo incipiente ejercicio puede percibirse, por ejemplo, en los estudios de impacto ambiental (EIA) y en la exigencia de un “desarrollo sustentable” de los emprendimientos con el fin de hallar un nuevo modo de crecimiento sobre la base de una sana utilización de los recursos para la satisfacción de las necesidades actuales y futuras de la sociedad. El concepto encierra la responsabilidad de preservar para las generaciones por venir un medio ambiente humano que pueda darles un nivel de vida decoroso, cf. art. 41 Constitución Nacional (v. mi libro “Antología para una bioética jurídica”, cap. III: “Los derechos humanos a la luz de la bioética”, La Ley, Buenos Aires, 2004; y mi nota a fallo “El derecho ambiental y un caso pese a todo aleccionador”, La Ley Buenos Aires, 1996-774). 

([8])  El idioma del latín, que sufrió profundas modificaciones a lo largo de los siglos hasta dar origen a numerosas “lenguas romances” que se hablan en nuestros días, es un claro ejemplo de ello.