La controversia deontologismo-consecuencialismo
y las entidades moralmente relevantes
en Ética Ambiental
María
Este trabajo procura
analizar las implicancias prácticas de la Ecosofía a los fines de mostrar que,
si procuramos derivar de ella ciertas consecuencias morales específicas
aplicables a la toma de decisiones concretas, entonces es necesario discriminar
entre varios tipos de ética medioambiental, que difieren entre sí:
a) por poseer criterios ligeramente distintos respecto
de qué clase de entidades naturales merecen ser objeto de consideración moral, y
b) por sus adhesiones a posturas deontologistas o
consecuencialistas.
En la prédica de la Ecosofía se entremezclan
interpretaciones ontológicas acerca de la significación que adopta la vida (e
incluso la totalidad de la naturaleza) bajo todas sus formas; con claros
posicionamientos morales (plasmados en una serie de prescripciones) respecto
del valor intrínseco que poseen las entidades naturales, motivo por el cual
merecen ser objeto de consideración moral per
se, en lugar de ser tomados como una mera fuente de recursos a ser
explotados indiscriminadamente en beneficio del hombre. Si bien a nivel teórico
es muy probable que haya un acuerdo bastante generalizado respecto de
principios tan democráticos como el del igualitarismo bioesférico, que induce a
una actitud de profundo respeto hacia todas las formas de vida, sin valorar
ninguna como más relevante que otra; a la hora de la toma de decisiones
concretas es evidente que tal principio no resulta viable, pues, como veremos
luego a través de diversos ejemplos, toda decisión en materia medioambiental
supone dirimir un conflicto de intereses entre las partes involucradas, en el
cual se terminará favoreciendo a ciertos ecosistemas o formas de vida en
detrimento de otros. Por muy buena voluntad que haya de parte de grupos
defensores de los derechos animales, por ejemplo, no podemos permanecer ajenos
a los principios darwinistas según los cuales las relaciones entre especies (e
incluso entre individuos de la misma especie) se basan en la competencia por la
supervivencia y el éxito reproductivo, una de cuyas versiones más extremas se
materializa en la relación predador-presa.
De este modo, la defensa de un animal determinado (un predador salvaje,
por ejemplo) supone ir inevitablemente en contra de los intereses de sus
eventuales víctimas. Es conocido el conflicto de intereses entre los grupos
defensores de la conservación en estado salvaje de ciertos felinos, y los animales de granja que se ven asediados
por ellos, o bien sus propietarios humanos que ven lesionados sus intereses
frente a las pérdidas económicas.
Frente a la
constatación de la imposibilidad práctica de otorgar el mismo valor a cualquier
forma de vida o manifestación de la naturaleza, es que surgen las diversas
éticas ambientalistas, las cuales básicamente se distinguen entre sí por el
peso o valor diferencial otorgado a las distintas formas de vida en razón de la
adopción de ciertos criterios ontológicos. Tendremos, entonces:
1º) Eticas medioambientales centradas exclusivamente
en el ser humano
2º) Eticas extensibles a todos los animales
no-humanos
3º) Eticas centradas en la vida en general
4º) Eticas del Todo, que otorgan relevancia moral a
todos los seres, animados e inanimados, que pueblan la Tierra
5º) El Holismo Ecológico, que considera moralmente
relevantes no a los individuos y especies concretas, sino a los grandes
ecosistemas y al conjunto de la biósfera[1].
Cabe, sin
embargo, realizar otro tipo de división, parcialmente aplicable a la
precedente, entre éticas deontologistas
y éticas consecuencialistas o utilitaristas:
a) Las
éticas deontologistas postulan la dignidad intrínseca de los sujetos a los que,
por su esencia, consideramos objeto de contemplación ética. Esto significa que
tales sujetos deben ser concebidos como fines
en sí mismos y no como medios para la satisfacción de propósitos que les
son ajenos[2].
Dicha ética sustenta, entre otros imperativos, un Principio de Justicia, que
exige el tratamiento equitativo hacia todas las formas de vida a las que se les
pueda otorgar el mismo status moral. Esto
nos indica que semejante principio debe
ser entendido en términos de equidad más que de igualdad absoluta. La noción de
equidad alude a que la consideración moral otorgada a cada ser vivo debe ser
compatible con las características esenciales
que previamente le hemos atribuido, de modo tal que, aun cuando
consideremos a todos como merecedores de cierto trato moral, dicho trato no
puede ser el mismo, puesto que los seres vivos difieren esencialmente en sus
características. Así, por ejemplo, sería razonable respetar el derecho a la
vida de un roble, pero carecería de sentido hablar de respetar su autonomía de
decisión, puesto que no es posible atribuir a semejante organismo capacidad
para tomar decisiones conscientes.
De este modo, las éticas ambientalistas que
atribuyan idéntica dignidad moral a
todas las formas de vida, o, en el extremo, las que otorguen el mismo valor a
cualquier manifestación de la naturaleza, probablemente se vean en figurillas a
la hora de extraer de semejante filosofía consecuencias prácticas aplicables a
la toma de decisiones concretas en política ambiental, pues éstas implican
inevitablemente opciones a favor de la protección de ciertos ecosistemas,
poblaciones, especies o individuos, en detrimento de otros. Aun una decisión
claramente ecologista como la de no talar bosques para reemplazarlos por áreas
cultivadas, podría ser objetada en el sentido de estar favoreciendo a ciertos organismos
-los árboles y las especies que habitan en ellos o se benefician con su
presencia, por ejemplo- y perjudicando a otros –tales como el hombre, o las
especies cultivables que ocuparían ese mismo territorio-. Es evidente que no
queda más remedio que adoptar algún criterio diferencial que nos permita juzgar
qué clase de individuos o ecosistemas merecen ser objeto de un trato privilegiado
en función de la posesión de ciertas propiedades intrínsecas que los vuelven
dignos de mayores o menores consideraciones morales. La diferencia con las
posturas consecuencialistas, a las que aludiremos más adelante, residiría en que
dichos criterios no pueden resultar de consideraciones contextuales relativas
al examen de cada caso particular, sino que deben ser permanentes y estables,
al fundarse en aquellos atributos intrínsecos
que los individuos poseen de manera esencial.
Así, por ejemplo, una vez que concedemos a un gorila un estatus moral
parcialmente equivalente al de un ser humano, en virtud de la atribución de
características tales como la capacidad de poseer ciertas metas autoconscientes,
o la facultad de experimentar sentimientos de placer y dolor; debemos
considerar que sus derechos no pueden ser violados bajo ninguna circunstancia.
No podemos contemplar, por ejemplo, situaciones excepcionales en las que la experimentación
con gorilas (si ésta les provoca severos daños, tales como un sufrimiento
excesivo o la muerte) deba ser tolerada
en virtud de que esto acarrearía consecuencias beneficiosas para un mayor
número de individuos o para otras especies.
b) Las éticas consecuencialistas
o utilitaristas[3],
en cambio, no atribuyen a los individuos o ecosistemas un valor per se, sino que los evalúan en función
de las consecuencias beneficiosas o perjudiciales que puede acarrear su
presencia o extinción para la especie humana, con lo cual éstos no serían más
que medios o instrumentos puestos al servicio de intereses que no son los suyos.
Incluso dichas posiciones pueden ir más lejos,
al considerar que los seres humanos mismos
no constituyen fines en sí, sino meros medios para la preservación de la
especie humana. Sin embargo, esta postura no sería estrictamente compatible con
la filosofía utilitarista de John Stuart Mill, para quien el único verdadero
fin último debe ser el logro de la felicidad de cada hombre, entendiendo por
tal el incremento del placer y la evitación del dolor.
Considero
pertinente distinguir aquí entre dos sentidos que pueden adoptar las posiciones
consecuencialistas, y que de ningún modo deben tomarse como equivalentes: si el
consecuencialismo es entendido sólo en el sentido de que las decisiones morales
deben tener en cuenta por sobre todas las cosas las consecuencias, en términos
de ventajas e inconvenientes posibles, de cierta intervención práctica sobre el
mundo, entonces estamos ante una postura inspirada en valores intrínsecamente
éticos, pues la finalidad es siempre la de proporcionar un beneficio a quien se
ve afectado por tales decisiones. Ahora bien, si por consecuencialismo
entendemos la consideración de otros seres (que por el hecho de poseer determinadas
características intrínsecas, es lícito suponer que merecerían ser ellos mismos
objeto de tratamiento ético), como puros medios, mientras que sólo los seres
humanos, por ser quienes efectivamente tenemos “la sartén por el mango”, nos reservamos por conveniencia el beneficio
exclusivo de ser los únicos fines hacia los cuales se orientan todas las
decisiones morales prácticas, entonces esta doctrina no posee una inspiración
verdaderamente ética, pues no es más que un recurso al servicio de nuestros intereses
en tanto individuos y en tanto especie.
De este modo, si procuramos aplicar los
criterios deontologistas y consecuencialistas
a la primera división expuesta, podemos obtener las siguientes
variantes:
1º a) Eticas ambientales deontologistas centradas
exclusivamente en los individuos humanos, si éstas consideran genuinamente que
el ser humano es el único poblador sobre la Tierra que merece, por sus
características, ser objeto de consideración moral per se, como lo sostiene de algún modo la tradición bíblica
1º b) Eticas
consecuencialistas centradas en los individuos humanos, si éstas asumen
explícitamente que los recursos naturales y el resto de los seres vivos son
meros medios para la satisfacción de fines e intereses que sólo afectan al
hombre.
2º a) Eticas deontologistas extensibles a todos los
animales no-humanos (o al menos a los animales superiores). Estas considerarían
al resto del reino animal como poseedor de un valor moral intrínseco, en razón
de la atención a ciertos criterios, tales como la capacidad sintiente, la
actitud intencional, la complejidad de sus respuestas vitales, etc.
2º b) Eticas consecuencialistas (más precisamente
utilitaristas), extensibles a otros animales además del hombre, pues éstos
pueden ser objeto de atención moral si son considerados como seres capaces de
experimentar placer o dolor[4].
En tal caso se pueden tomar medidas tendientes a maximizar su bienestar, o al
menos a minimizar su sufrimiento, de modo tal que dichos animales serían
considerados como fines últimos en vistas de los cuales se adoptan ciertas
decisiones éticas.
Dado que el
requisito mínimo que exigen las posiciones utilitaristas para estimar que un
individuo determinado merece ser objeto de consideración moral es su capacidad sintiente (es decir, su tendencia a la
búsqueda del placer y la evitación del dolor), las éticas utilitaristas no
extenderán su consideración moral a otras formas de vida que se sitúen más allá
de los organismos superiores. Las éticas deontologistas, en cambio, pueden
adoptar otros parámetros que permitirían ampliar las consideraciones morales
más allá de esos límites.
Así, por
ejemplo, una ética centrada en la vida en general considerará que todos los
seres vivos son moralmente relevantes en la medida en que constituyen sistemas
autorregulados en función de la persecución de ciertas metas.
Las éticas
del Todo van mucho más allá, ya que incluyen a todas las entidades naturales
que pueblan la Tierra, y aun el Cosmos. Para esta postura, por ejemplo, la
explotación minera sería mala en sí misma aun suponiendo que no produce daños
colaterales a algunas especies vivas, puesto que implica la demolición de
rocas, la alteración de capas geológicas, la destrucción de fósiles, etc. Podría objetarse que todo ello nos suena muy
mal porque en el fondo no podemos separar los daños ecológicos producidos en la
materia inorgánica, de aquellos que afectan a diversas formas de vida (por
ejemplo, aun cuando el agua sea inorgánica, resulta un recurso natural
indispensable para el resto de los animales y vegetales, de modo tal que su
contaminación como producto de la explotación minera nos afecta directamente).
En tal caso, podríamos proponer el siguiente ejemplo (Robert Elliot, 1995):“Imaginemos
un plan para probar un misil disparando a un cuerpo celeste alejado v
totalmente carente de vida, que sería destruido a consecuencia de la prueba.
¿Sería esto malo en sí?” Suele ser un hecho que la destrucción de cualquier
obra de la naturaleza nos resulta en sí misma deplorable. Ya sea que consideremos
a la Naturaleza como obra de un
diseñador inteligente, como reza la concepción teológica, o como el resultado
de un largo, complejo y sorprendente proceso evolutivo, lo cierto es que en
ambos casos solemos sentir un profundo respeto por la magnificencia de las
manifestaciones naturales, a las que
concebimos como superando y trascendiendo con creces la insignificancia
de nuestra modesta condición humana. De este modo, el criterio moral subyacente
parece ser el mero respeto por aquello que nos supera en grandiosidad, con la
consiguiente certeza de que no tenemos derecho a atentar contra una obra que,
además de su carácter colosal, posee un status existencial propio e
independiente de la circunstancia, puramente contingente, de nuestra existencia.
En cuanto a
la posición sustentada por el Holismo ecológico, ésta parece fundarse en
criterios sustancialmente distintos a los sustentados por las éticas
deontologistas, ya que en lugar de otorgar un status moral per se a los organismos individuales o a las entidades naturales, éstas
sólo serán moralmente relevantes en tanto contribuyan al Todo significativo del
que forman parte. Estrictamente hablando, lo verdaderamente significativo en
términos morales es el conjunto total de la Biósfera, o bien los ecosistemas
que la componen ¿Significa esto que debemos considerar, adoptando un estilo
argumentativo de tipo hegeliano, a los organismos individuales tan sólo como
medios o instancias capaces de vehiculizar la consumación de la armonía
bioesférica total? Si es así, esta concepción parece acercarse bastante más a
un consecuencialismo que a un deontologismo, ya que ni los seres vivos
individuales ni las especies importan (o son dignas de consideración moral) en
sí mismas, sino en tanto medios para la preservación del ecosistema global.
Así, por ejemplo, la extinción de una especie no sería preocupante por lo que
esto suponga para cada miembro de tal especie, ni siquiera para la especie en
general, sino porque dicha extinción va en contra del mantenimiento general de
la Biósfera, o de determinado ecosistema.
Las prácticas humanas y sus motivaciones
últimas: del “altruismo” ecologista a la lucha egoísta por la supervivencia de
la especie
Nos hemos
referido anteriormente a dos interpretaciones posibles de la postura
consecuencialista, señalando que la segunda de ellas, al estimar al hombre como
el único ser digno de consideración moral, y otorgar al resto de la naturaleza
un status puramente instrumental; no sería una postura inspirada en verdaderas
motivaciones éticas, sino una mera legitimación de la voluntad de dominación de
la naturaleza en aras de la satisfacción de intereses específicamente humanos.
Sin embargo, se podría objetar que tal postura se inspira justamente en los
preceptos contrarios a los defendidos por la Ecosofía y el ecologismo en
general, siendo más bien compatible con un tecnocratismo y un anti-ecologismo. Al
respecto cabe hacer hincapié en dos cuestiones. Por un lado, los intereses
exclusivamente humanos no sólo pueden ser también inspiradores de decisiones
ecologistas; sino que de hecho es lícito afirmar que en el fondo la práctica
totalidad de las iniciativas ambientalistas se funda en la necesidad de
defender los intereses de poblaciones y especies humanas, frente a la constatación
de que la destrucción del propio hábitat en el que estamos instalados redunda
indefectiblemente en perjuicio nuestro y en el peligro real de extinción de
nuestra especie. Después de todo, si asumimos los preceptos darwinistas como
aproximadamente verdaderos, cada organismo vivo (ni siquiera cada especie) debería
considerarse a sí mismo como el único fin verdaderamente relevante, en la
medida en que su existencia consiste en una denodada lucha por la supervivencia
y por la replicación de sus genes. Es harto probable que todo aquello a lo que
otorgamos un valor positivo esté supeditado a la concreción de nuestras propias
metas (no sólo de autoconservación, sino también de bienestar y felicidad), de
modo tal que la supervivencia de la biósfera en general o de ecosistemas
particulares sería buena en tanto medio para la continuidad de nuestra propia
especie (e incluso para fines humanos mucho más superfluos, tales como la
satisfacción producida por la contemplación estética de la naturaleza, por
ejemplo). Pero aun la continuidad de la
especie sería buena no tanto como fin en sí, sino a su vez como medio para la
supervivencia de cada uno de nosotros y a lo sumo de nuestra descendencia
directa. De allí que la asociación, un
tanto maniquea, entre utilitarismo y explotación
tecnológica indiscriminada de recursos, por un lado; y entre deontologismo y ecologismo,
por el otro, no sea realmente lícita, en la medida que el utilitarismo abarca
cualquier tipo de decisión tendiente a la búsqueda del mayor beneficio y el
menor perjuicio posible para la mayoría de los seres humanos, con lo cual
resulta plenamente compatible en la práctica con las iniciativas
ecologistas.
Por otra
parte, y en consonancia con lo anterior, creo fundamental realizar una
distinción entre los principios explícitamente asumidos, y las posibles
motivaciones profundas que operan como motor tanto de nuestras creencias
filosóficas como de nuestras opciones prácticas. Si retornamos a la
interpretación darwinista de los aspectos conductuales de los seres vivos
(particularmente de los seres humanos) que actualmente son objeto de estudio de
la Sociobiología, podríamos considerar a la propia ética como producto de una
particular adaptación biológica, ocurrida en un momento dado de la historia
evolutiva, y que fue seleccionada por el medio en virtud de las múltiples
ventajas reproductivas y de supervivencia que confería a aquellos sujetos
capaces de guiar su conducta observando ciertas actitudes morales (tales como
el altruismo recíproco y el freno a la agresividad), en lugar de apelar a la
competencia desenfrenada, de la que no necesariamente saldrían victoriosos. En
tal sentido, aun la moral misma puede ser considerada como el producto de un
mero oportunismo biológico, y como tal sería en esencia utilitarista, puesto
que se erigió desde un principio como medio o recurso adaptativo para la
obtención de ciertos fines, y no como un fin per se. Si aceptamos semejante interpretación, tendríamos que
admitir que cualquier tipo de prescripción fundada en valores en apariencia
intrínsecamente éticos, tales como los preceptos de la Ecosofía, por ejemplo,
estaría supeditada a la satisfacción de necesidades adaptativas vinculadas a
nuestra voluntad egoísta de subsistencia (Zavadivker, 2005)[5].
Dado que el repertorio de respuestas adaptativas de cualquier organismo vivo
depende del conjunto de presiones selectivas específicas que operan en un
momento evolutivo dado, la defensa de valores ecológicos constituiría en la
actualidad una medida altamente funcional para la supervivencia de la especie
humana, en un período histórico en el cual nuestro hábitat se ha modificado
sensiblemente como consecuencia de la explotación tecnológica indiscriminada de
los recursos naturales, fenómeno que está transformando al planeta Tierra en un
lugar potencialmente inviable para la continuidad de la propia vida humana. De
allí que sea posible realizar, desde esta posición, una relectura de las
prédicas ecologistas (aun las pretendidamente deontologistas) mostrando que
detrás del presunto altruismo, expuesto en la preocupación por otorgar status
moral a las diferentes formas de vida y manifestaciones de la naturaleza, se
oculta la necesidad apremiante de restituir las condiciones de vida que
posibiliten la continuidad en el tiempo de nuestra propia especie.
De hecho, la
mayoría de los esfuerzos ecologistas no se destinan específicamente al rescate
o salvación de individuos concretos (el lagarto Juanito o el salmón Henry, por
ejemplo), sino a evitar la extinción de ciertas especies (no de cualquiera,
puesto que no creo que ningún ecologista esté dispuesto a defender plagas de
insectos o roedores, malas hierbas, lombrices solitarias, o virus y parásitos
nocivos para la salud humana) y garantizar la protección de ciertos ecosistemas
(nuevamente, no de todos, pues evidentemente nadie reclamaría por la
protección de la flora microbiana
patógena causante de infecciones en seres humanos o en el ganado). Ahora bien, una especie no es un individuo
concreto, sino un concepto abstracto que pretende abarcar un conjunto de
individuos, motivo por el cual resulta un tanto forzado suponer que la especie
misma pueda ser objeto de tratamiento moral. Justamente las éticas
deontologistas cargan las tintas sobre la necesidad de otorgar una dignidad
inalienable al individuo o persona concreta, en tanto ésta es tomada siempre
como fin en sí misma y no como medio para la satisfacción de necesidades que le
son ajenas. La protección de una especie puede favorecer indirectamente a cada
uno de los individuos que la conforman, pero está claro que la finalidad última
no es proteger la vida y los posibles intereses particulares de los individuos
concretos, sino que éstos son tratados tan sólo como los medios capaces de
viabilizar la multiplicación y perpetuidad de dicha especie. Dicho más
crudamente, para los biólogos los organismos individuales son tan sólo máquinas
reproductoras cuya finalidad es mantener y enriquecer el acervo genético de una
determinada forma de vida, o, dicho en el lenguaje más actual de la genética,
son como bancos vivientes de genes con alto valor adaptativo. ¿Cómo se
explicarían, sino, las políticas ecologistas que sólo permiten la explotación
de animales en cautiverio, pero que prohiben la matanza de animales en estado
salvaje? Si el respeto por la vida y bienestar del animal fuera importante en
sí mismo, tendríamos que considerar a los animales criados en cautiverio como
dignos del mismo tratamiento moral que les concedemos a los animales en estado
silvestre, pues si trasladamos el problema a la esfera humana deberíamos aceptar
que es moralmente lícito dejar a algunos hombres en libertad y tener a otros
cautivos, concediendo a los primeros el derecho a la existencia y libre
satisfacción de sus necesidades, y utilizando la vida de los segundos a nuestro
arbitrio para fines propios. Es evidente que la norma no se funda en la
consideración moral de los animales concretos, sino en la necesidad de
preservar una especie del peligro de extinción, en tanto ésta nos resulta
funcional para la realización de algunos de nuestros múltiples deseos. Si
alguien pretendiera objetar que no siempre las especies que se busca proteger
proporcionan una utilidad directa al ser humano, e incluso muchos esfuerzos
ecologistas están destinados a la protección de especies potencialmente nocivas
y peligrosas (cocodrilos, tiburones, leones, etc.); se podría contra-argumentar
que “no sólo de pan vive el hombre”, pues el espectro de intereses, pasiones y
anhelos humanos es tan amplio e ilimitado que prácticamente existen actividades
para todos los gustos. Así, los animales (u otras entidades naturales) pueden
ser valorados en virtud del interés científico que despiertan, de la
satisfacción estética o recreativa que produce su contemplación, de la
adrenalina que despierta el peligro de entrar en contacto con ellos, del
interés en tenerlos como mascotas, etc. Si bien diversas posturas
deontologistas se pronuncian a favor del valor intrínseco de determinadas
formas de vida en virtud de la posesión de ciertas propiedades, tales como la
belleza, la complejidad, etc. ¿sería correcto pensar, por ejemplo, que un
organismo bello es en sí mismo algo digno de valoración, con independencia del
papel ejercido por un sujeto capaz de disfrutar de la contemplación estética?
¿Es posible hablar de la belleza en sí
misma, haciendo abstracción de los sujetos capaces de percibirla, o ella es
subsidiaria de cierta predisposición, presente en nuestras estructuras
psíquicas –y presuntamente en la estructura psíquica de otras especies-, que
nos conduce a valorarla positivamente? Pues, en buenas cuentas, no tenemos
forma de justificar que la belleza de un animal sea algo bueno en sí mismo, de
modo tal que el portador de semejante propiedad merezca ser objeto de mayor
consideración moral que quien, a nuestro juicio, no la posee; a menos que
pongamos dichos atributos al servicio de la satisfacción de fines propios,
admitiendo que lo que llamamos “bello” es aquello cuya contemplación nos
produce cierto bienestar, es decir, que incrementa nuestra felicidad.
Conclusión
Para las
posiciones consecuencialistas el carácter moral de una acción se define en
función de las consecuencias beneficiosas que resultan de ella, con
independencia de las motivaciones profundas que le dieron origen. Las
posiciones deontologistas, en cambio, consideran que la eticidad de una acción
reside en las buenas intenciones de los agentes responsables de la misma
–intenciones que sólo pueden emanar de la razón-, incluso cuando las consecuencias
de dicha acción no acarrean necesariamente el mayor beneficio y el menor
perjuicio posible a la mayoría de los sujetos afectados, pues el trasfondo del
deontologismo podría expresarse mediante la fórmula “lo correcto es lo
correcto”, aun cuando no necesariamente resulte lo más conveniente o lo más
funcional a nuestros intereses. Sería plausible pensar que el deontologismo,
cuya manifestación más acabada se encuentra en el rigorismo de la ética
kantiana, constituye la expresión de un denodado esfuerzo de la razón humana contra toda inclinación natural, una vez
que nos tornamos conscientes de la condición inevitablemente egoísta de nuestra
naturaleza. De este modo, el
consecuencialismo parece ser más coherente con una ética naturalista, pues de
algún modo procura concordar con la “verdadera” voluntad de la naturaleza
humana (y quizás de la naturaleza biológica en general), que, por su propia
esencia, procura siempre orientar sus acciones prácticas guiándose por el
propósito de obtener el mayor bienestar (tanto en el sentido más elemental de
perseverar en la existencia, como en el sentido más elevado de alcanzar la
felicidad) y evitar en lo posible todo dolor y sufrimiento. Dado que semejantes
metas podrían calificarse como esencialmente egoístas, en el sentido de que cada
individuo busca inevitablemente su propio bienestar y realización, y aun las
conductas aparentemente altruistas parecen perseguir en el fondo intereses
egoístas (la obtención de recompensas inmediatas -tales como la ayuda recíproca
del otro-, mediatas –la obtención de un puesto en el “más allá”-, o la mera
autosatisfacción resultante de haber realizado una buena acción), no parece
posible que una eticidad verdaderamente desinteresada surja espontáneamente de
la naturaleza humana. De allí la necesidad de separar tajantemente a la ética
del mundo de los hechos naturales, y postular una serie de imperativos
categóricos cuyo cumplimiento debe ser obligatorio con total independencia de
lo que suceda en el mundo natural.
De lo
anteriormente expuesto parece desprenderse que la ética ambientalista (y
cualquier tipo de ética aplicada) se encuentra ante dos disyuntivas: si adopta
una posición naturalista, coherente con la teoría científica dominante en
Biología –el darwinismo- debería aceptar que toda decisión humana adquiere su
motivación última en la búsqueda de la propia conveniencia, y por lo tanto, en
el egoísmo individual y de especie, de modo tal que las decisiones en materia
ecológica deberían redundar en última instancia en beneficio del hombre. Si adopta
una postura deontologista, en cambio, debería escapar a toda pretensión
naturalista consistente en fundar las decisiones en las verdaderas
inclinaciones de la naturaleza humana, procurando, por el contrario, ignorar
por completo tales inclinaciones, e incluso violentarlas.
Sin embargo la
Ecosofía parece fundar sus preceptos morales en un pretendido naturalismo pero
de cuño completamente diferente. De allí que opte por la asunción de un
paradigma absolutamente revolucionario, en el que procura combinar una serie de
preceptos morales deseables, con una
imagen metafísica del mundo natural que difiere radicalmente de la que viene
sosteniendo la razón científico-tecnológica moderna. En lugar de cargar las
tintas sobre los mecanismos de competencia egoísta y descarnada como los
responsables del equilibrio ecosistémico, procura insistir en la mutua
simbiosis y cooperación existente en el mundo natural, en el que cada especie
biológica se encuentra profundamente imbricada con las demás, al punto en que
cada ser o conjunto de entidades posibilita con su presencia la existencia de
lo otros. El hombre es concebido como un elemento más de la naturaleza, que en
sus orígenes se hallaba íntimamente ligado a ella, pero que luego procuró
colocarse por fuera de la misma para tomarla como objeto de estudio y de
manipulación, convirtiéndola en una mera fuente de recursos explotables para su
beneficio. De allí el mandato moral de retornar a las fuentes naturales y
sentirse nuevamente partícipe de la armonía cósmica.
Como se puede
notar de un modo bastante evidente, el problema de cualquier tipo de posición
naturalista reside, por un lado, en su carácter inevitablemente metafísico,y,
por lo tanto, en su incontrastabilidad, pues, si desde el vamos nos encontramos
habitando un mundo culturalmente mediado, que es al mismo tiempo producto de
nuestra propia creación ¿cómo podemos realizar afirmaciones pretendidamente
válidas acerca de nuestra condición natural, es decir, acerca de lo que somos o
seríamos, haciendo completa abstracción de los patrones culturales aprendidos?
Por otra parte, tal como lo advirtió Hacking, la propias representaciones
históricas, culturales y filosóficas que pretenden reflejar lo que por
naturaleza somos, inciden a su vez sobre nuestra auto-imagen y poseen el poder de modificarla y de suscitar acciones humanas coherentes con
esa auto-representación que nos proporcionan nuestras propias teorías. De allí
que la Ecosofía parezca recurrir a la estrategia consistente en procurar
modificar la representación que nos auto-impartimos en la Modernidad, por una
imagen de hombre más congruente con las metas éticas que en esta instancia de
la historia sería razonable perseguir. Pero ¿cuál es la finalidad última? Sin
duda alguna, la de salvar el planeta Tierra de la autodestrucción. Ahora bien
¿es ésta una meta altruista o egoísta? Una vez más me siento inclinada a
sustentar una creencia tan metafísica como la de la Ecosofía, pero a mi modo de
ver más plausible. Si bien hay sin duda alguna cierta dosis de altruismo en nuestra
consideración de que otras formas de vida, y la Biosfera en general, merecen
ser objeto de contemplación moral, y que el amor desinteresado hacia seres
pertenecientes a especies diferentes a la nuestra no es un fenómeno
circunstancial y reciente, sino que inspiró las acciones de muchas personas en
todas las épocas; parece razonable suponer que la exacerbación del valor de la
Naturaleza como el más preciado tesoro en un momento en que los recursos no
renovables comienzan a agotarse, la contaminación y el efecto invernadero están
provocando catástrofes climáticas que conducen al desamparo y la muerte a
millones de personas, los suelos comienzan a empobrecerse al agotarse su fuente
de nutrientes, etc., constituye un intento desesperado por salvarnos a nosotros
mismos, y que nada puede resultar tan motivador como la intención de garantizar
nuestra propia supervivencia y huir de la posibilidad inminente de nuestra
desaparición. Después de todo, como ya
lo advirtió Schopenhauer incluso mucho antes de que Darwin hiciera su aparición
en el terreno científico, estamos inevitablemente arraigados en un cuerpo y
sólo podemos sentir y experimentar a través de él, de modo tal que todo lo que
sucede fuera de nosotros nos es en cierto modo ajeno.
Bibliografía
-
Singer, Peter (Editor), Compendio
de Etica, Alianza Edit., Madrid, 1995, Cap. 24: “La ética ambiental” (Robert
Elliot)- Cap. 19: “El consecuencialismo”, (Philip Pettit)- Cap. 17: “La
deontología contemporánea” (Nancy Ann Davis)- Cap. 30: “Los animales” (Lori Gruen)-
Cap. 16: “El egoísmo” (Kurt Baier)
-
Autores varios (
[1] “La ética ambiental”, de Robert Elliot, capítulo del libro Compendio de Etica, compilado por Peter
Singer (Madrid, Alianza, 1995)
[2]“La deontología contemporánea” , de Nancy Ann Davis,
capítulo del libro Compendio de Etica....
En relación al tema que estamos tratando, la concepción deontologista aparece
también en el capítulo del mismo volumen, “Los animales”, de Lori Gruen, en el
que se expone la postura de Tom Regan acerca del valor inherente que poseerían
todos los animales en tanto “titulares de una vida”, y en razón del cual
merecen ser beneficiarios de una serie de derechos.
[3] “El consecuencialismo”, de Philip Pettit, capítulo del libro Compendio de Etica...
[4] “Los animales”, de Lori Gruen, capítulo del libro Compendio de Etica...
[5] “¿Puede la Sociobiología fundamentar la ética?”,
capítulo del volumen colectivo La ética
en la encrucijada (