Editorial

 

LA ANTORCHA
EN BUENOS AIRES
(no nos quedemos sin fiesta)


"Tratemos de escindir el significado del juego olímpico
de todo movimiento social, político, cultural y étnico...
el mundo no va a cambiar pero nosotros nos vamos a quedar sin fiesta"
(Alicia Morea, Vicepresidente del Comité Olímpico Argentino)


   La antorcha olímpica está teniendo un viaje bastante poco feliz a lo ancho del mundo. En algunas partes se le ponen delante, en otras intentan apagarla (lo han conseguido ya varias veces). En ciertas ciudades su pasaje generó desastres, en otras se la hizo discurrir casi en secreto. Quizás la gran excepción fue Buenos Aires. La prensa internacional, en efecto, destacó el "suave" (el adjetivo fue empleado en diversas lenguas) periplo de la tea roja por la capital del Plata. Organizada por el gobierno municipal, que dedicó ingentes recursos al asunto (mientras se está despidiendo personal por falta de presupuesto), la procesión involucró a notorios deportistas y a otras personalidades locales (músicos, intelectuales, etc.). Bajo un inusitado operativo de seguridad, que requirió 5.700 personas (más del doble de fuerzas que las empleadas en los más peligrosos partidos de fútbol), y con actos en la salida y la llegada, la cuestionada llama paseó por la urbe del tango vitoreada por miles de espectadores. Sólo faltó Maradona, que se suponía que inauguraría el cortejo. Pero no se crea que el Número 10 estuvo ausente por razones de fondo: él se ocupó muy bien de desmentir una semejante hipótesis. Un simple problema de viajes, nada más.

     Desde el día anterior a la procesión de la llama olímpica, poco concurridas y escasas manifestaciones de oposición al festejo se observaron. Tres ejes destacaron en tales convocatorias. Por un lado, el "Relevo Mundial de la Antorcha de los Derechos Humanos", que trajo su prédica desde el exterior. Unas lindas jovencitas vestidas de diosas griegas (aún hacía calor en Buenos Aires) y unos muchachos deportistas, llevaron esas teas contestatarias por las principales avenidas porteñas, con muy flaco séquito y generando tibio entusiasmo. Más férreos, ya que no numerosos, se mostraron los seguidores locales de la doctrina budista Falun-Gong, tan horriblemente perseguida en China, y cuyo centro de reclamo estaba, como era de esperarse, en el cese de tales hostigamientos. En tercer término, los adherentes al movimiento "Free Tibet", que se mostraron sumamente activos, y se distinguían fácilmente por llevar la colorida bandera del pobre país del Himalaya.

     Faltó toda referencia al gravísimo tema de la intervención china en el genocidio de Darfur. Al asunto de la verdadera máquina de abortar que el imperio comunista ha construido, sólo se dedicaron tímidas menciones (tal vez, porque se lo sintió políticamente poco correcto). En cambio, sí hubo muchas alusiones a los campos de trabajos forzados para opositores, a la sangrienta represión de estudiantes, budistas, musulmanes, católicos (hay cinco obispos presos o desaparecidos), a la venta de órganos de detenidos para trasplantes, a las masacres cometidas en la infeliz Lhasa... Se recibieron algunas adhesiones, no demasiadas, y un escueto apoyo del gobierno nacional, personificado en la Directora del Instituto contra la Discriminación, María José Lubertino, que expuso con fervor en la manifestación conjunta de los tres grupos frente al obelisco. Un diputado habló también. No hubo más personalidades públicas.

     Esa manifestación, la única significativa contra el festejo, dio inicio en la Plaza de la República, al costado del tradicional obelisco. Amenazadores, grupos de jóvenes, muchos de ellos parecían chinos, uniformados con gorras rojas y chaquetas del mismo color, y llevando enormes banderas del país asiático, formaban en orden y entonaban cánticos y consignas, que Confucio sabrá lo que dirían, pero no sonaban a canción de cuna. Su agresividad pasó, mientras tenían lugar los discursos en la demostración opositora, de las poesías a los puños. Cruzaron la avenida Corrientes, y atacaron un ala de la reunión contraria, con golpes, empujones e insultos. Yo estaba allí, con mi cartel en alto, que hacía referencia a los muertos que carga el régimen de Beijing a sus espaldas, y realmente fui presa de zozobra. Ver cómo una formación de choque de la juventud comunista china, o algo muy parecido, se lanzaba encima de un grupo de budistas de aspecto hippie, con una sensación de absoluta impunidad, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, me sobresaltó. Más allá del surrealismo de la escena (como fondo estaban los carteles del McDonald's, auspiciante principal de estas olimpíadas), ponía la piel de gallina. Los organizadores comenzaron a dar gritos, y la policía entró en acción, alejando a los agresores.

    Pero fue necesario que la marcha de nuestro escuálido grupo, al que se sumaron algunos transeúntes que, como en mi caso, no respondían a ninguna de las tres entidades convocantes (incluso varios extranjeros: un par de brasileños, tres personas que hablaban en inglés...) fuese estrictamente custodiada por una guardia policial. Los agentes, pertrechados con armaduras, cascos y escudos, en cerrado cerco, nos rodearon a lo largo de la peregrinación por la Diagonal Norte, atosigada de brigadas uniformadas de rojo con gigantescas banderas chinas, que entonaban sus cánticos, blandían sus puños a nuestro paso, y nos clavaban unas miradas susceptibles de amedrentar al más pintado. Ese cordón protector, desgraciadamente, y la permanente amenaza de los grupos bermejos, impidió que muchos que tal vez hubieran querido incorporarse a la columna lo hiciesen. En cambio, estallaron algunos aplausos, no muchos pero sí efusivos, desde los balcones y ventanas al vernos.

 

    Cuando arribamos a la histórica Plaza de Mayo, otra de aquellas falanges rojas, más numerosa y ruda que las del trayecto, se colocó delante de la manifestación, para impedirle el paso. Hubo un rato de incertidumbre, de cánticos cruzados (los nuestros en castellano, los otros en una lengua distinta, presumo que mandarín). Luego, la policía (que exhibió en todo momento una conducta intachable y gran profesionalismo) consiguió que pudiésemos llegar a la pirámide, para darle una simbólica vuelta. En todo momento nos rodeaban, amenazantes, las gavillas de uniforme y colosales banderas. En un momento, escuché a uno de los manifestantes decir: "Caramba, los argentinos estamos reclamando por los derechos humanos de los chinos, y los chinos nos atacan..." Claro, no eran todos los chinos. Con nosotros estaba, por ejemplo, la directora local de Falun Gong, exiliada, que heló la sangre de los presentes con sus breves y sentidas palabras (pronunciadas en muy buen español), al recordar la odisea que viven hoy los practicantes de esta disciplina budista en aquel país.

     Al terminar el rodeo de la Pirámide de Mayo, y ante la amenazadora y permanente presencia de los equipos de bandera y uniforme colorado, que no cesaban de moverse y gritar consignas, los oficiales a cargo de la protección policial de los manifestantes se aproximaron a los que encabezaban la marcha. Preocupados, rogaron que la desconcentración se produjera en forma individual, o en pequeños grupos, sin símbolos ni pancartas (es decir, del modo más discreto y disimulado posible), y hacia el sector menos destacado de la plaza (la calle Defensa), y más alejado del recorrido que pocos minutos más adelante iría a hacer la antorcha olímpica. Tales instrucciones fueron transmitidas a los presentes, y cumplidas con rigor. Al alejarme, junto a dos alumnos míos de la Universidad, pude observar cómo a lo largo del futuro camino de la llama de Beijing, se habían dispuesto decenas de jóvenes con las gorras rojas y las banderas chinas gigantes ondeando al viento. Algunos, me pareció, nos miraban con un sonriente aire de triunfo.

    A no muchas cuadras de allí, en un festivo escenario, el jefe de gobierno de Buenos Aires, que llegó a ese alto cargo tras haber sido presidente del importante club de fútbol Boca Juniors, recibía oficialmente la tea olímpica, y daba inicio a su fastuoso desfile por las avenidas y parques porteños. Exultante, rodeado de las autoridades olímpicas argentinas (entre ellas la autora de la frase que inicia este editorial) y de funcionarios de la República China, Mauricio Macri llamó al disfrute. “Estamos a favor de los derechos humanos, pero no tenemos que transformarlo en un evento político. No hay que mezclar la violencia con esta actividad que ha estado por encima de cualquier evento en la historia”, había expresado al respecto poco antes, sin aclarar a qué violencia se refería, si a la de las represiones, los homicidios, las torturas y los abortos en China, o a la de los que habían intentado apagar la antorcha en París. Del contexto, sin embargo, surge que hablaba de estos últimos.

     Las olimpíadas poseen una carga política e ideológica enorme. Berlín 1936, que tanto se parece a esto, es un paradigmático ejemplo. La masacre de Munich, desde otro ángulo, también dice al respecto. La República Popular China ha empleado políticamente esta edición desde el principio, y lo sigue haciendo. No calculó, al parecer, que los sucesos del 10 de marzo en el Tíbet acabarían poniendo su proyecto de show-off en jaque, y desatando un desafío mayúsculo. La cantidad de banderas rojas y de uniformes comunistas, llamativa más aún ante la ausencia de banderas olímpicas, en las avenidas de Buenos Aires, resultó elocuente, aunque el señor jefe de gobierno no se percató de ello. Las brigadas que agredieron, al son de consignas en mandarín, a los pacíficos manifestantes contrarios al desfile de la antorcha, no habían escuchado los discursos de Macri y de las autoridades olímpicas argentinas.

     Guste o no guste, el significado político está allí. Y la "suavidad" del pasaje de la llama olímpica por Buenos Aires, y el cuidado en no mostrar facetas de discordia, de oposición, de crítica, y en cambio exhibir un gran jolgorio, despreocupado e idílico, me trajo el feo recuerdo de aquel mundial de fútbol, treinta años atrás, en que esas mismas avenidas se llenaron de alegres festejantes, debidamente adobados por la propaganda, mientras en los centros de detención clandestina, ahí nomás, se torturaba, se violaba y se segaban vidas, y las opacas aguas de ese río sin límites engordaban de jóvenes cuerpos.

    Y me dio mucha tristeza. Casi asco.

                                                                                   Ricardo D. Rabinovich-Berkman