Editorial


DE ISRAEL,
EL SIONISMO,
LA IGNORANCIA,
Y LA
INFAME
TENTACIÓN
ANTISEMITA

 

Hace dos años y medio, en nuestro Número 55, con este mismo color de fondo, que deliberadamente reiteramos como un símbolo del tedio que causa el permanente retorno de ciertas pestes sociales, bajo el título, creo que elocuente, de "De la irracionalidad israelí a la sandez antisemita", nos ocupamos del giro que había tomado, en la mente de algunas personas, por ignorancia en el mejor de los casos, la reacción contra ciertas actitudes que estaba tomando por entonces Israel. Actitudes que no dudamos en criticar (el término "irracionalidad" ya así lo indica). Pero que de ninguna manera habilitan la explosión de mensajes discriminatorios, de odio o de desprecio, dirigidos contra los descendientes de hebreos, o contra quienes practican la religión mosaica. Ni siquiera contra quienes sienten simpatía hacia Israel como país, porque los errores de un gobierno, o de una mayoría circunstancial que exista en un momento dado, no pueden jamás macular la esencia de una cultura.

Así como Hitler, Himmler, Goëring y sus amigos, con todo su horror y su asco, no podrían nunca borrar a Beethoven, a Goethe, a Brahms, a Kant, a Hegel, al placer de las fiestas tirolesas con cerveza rubia y al encanto de las plazas góticas germánicas. Así como mil Videlas, con sus cárceles clandestinas y sus violaciones y torturas en aducida defensa de la patria, no podrían ni aunque quisieran apagar el tango, la hermandad del mate amargo al atardecer, las discusiones filosóficas de eternos cafés porteños, la alegría del charango y la tristeza cósmica de la quena jujeña. Así como Alemania es un concepto que excede a los nazis, y Argentina es un concepto que excede a los usurpadores militares, y Rusia es un concepto que excede a los gulag de Stalin, y China es un concepto que excede a los campos de concentración para disidentes y al genocidio tibetano, Israel es un concepto que excede a los errores, crasos a veces, de algunos de sus gobernantes.

La reciente acción militar en Gaza ha sido infortunada. Merece rechazo mundial y condena. Tanto como debió haber merecido rechazo mundial y condena el permanente y cansino bombardeo con cohetes desde el territorio palestino contra objetivos civiles israelíes. Ataque perpetuado en el tiempo, documentado hasta el cansancio, denunciado por el Estado hebreo en los foros internacionales y ante la Autoridad palestina. En vano. Ahora, a posteriori, se escucha un argumento huero: que esos cohetes mataron menos gente que la ofensiva israelí. Es verdad, y eso sin dudas habla en contra de la acción de Jerusalén. Pero no basta para reivindicar retroactivamente los cohetes. También las tropas invasoras de Estados Unidos y sus aliados mataron en Irak varias veces el número de personas que ultimó el atentado del 11 de septiembre, pero esa ecuación no limpia de su atrocidad a este hecho horrendo. 

El conflicto por Palestina (porque "palestinos" son todos) no nació ahora. Es una de las regiones más conflictivas del mundo, arrasada por guerras tremendas desde la más remota Antigüedad. En sus recodos se enfrentaron las fuerzas hititas contra los ejércitos de los faraones. Vieron luchar a los asirios, a los persas, a los hebreos entre sí y con otros pueblos, a los griegos, a los romanos... Las dos guerras de Roma contra los judíos se cuentan entre las más sangrientas de la historia imperial. Luego llegarían los musulmanes a enfrentarse con Bizancio, y más tarde las cruzadas. La pobre "Ciudad de la Paz", Ier-u-Shalaim, Jerusalén, jamás consiguió hacer honor a su hermoso nombre. Los valles galileos están abonados por las sangres mezcladas de centenares de etnias.

La faceta más moderna del conflicto hizo eclosión con la Resolución 181 de las Naciones Unidas, de 1947,  que sugirió (no ordenó ni dispuso, la ONU no tiene ese poder) la partición del territorio otrora perteneciente al Imperio Turco Otomano (no a los árabes de la región) y por entonces bajo "mandato" británico, decidido con consenso internacional (un consenso colonialista, sin dudas, característico de la época en que los países europeos se entendían con un derecho innato a ser señores de tierras y personas en el resto del mundo).

Aquella partición proponía un gráfico exótico, supuestamente elaborado según la densidad poblacional que a ese momento mostraba en cada área cada uno de los dos grupos (otras minorías, como los drusos y los cristianos, no eran consideradas). El resultado era un diagrama impracticable para una división en dos Estados independientes, porque las zonas eran discontinuas, sin una mínima unidad geográfica. Quizás hubiera podido servir para establecer un sistema federal, con pequeños cantones autónomos integrados a un gobierno central. Cosa que, tal vez, se hubiese podido pensar en la década de 1920, cuando aún los musulmanes y los judíos coexistían en paz, pero ya era inimaginable en 1947. Inglaterra, presionada de todos lados, interpretó como imperativa la Resolución, y abandonó Palestina, que había perdido significación estratégica para ella en el contexto de la inmediata posguerra. Los países islámicos vecinos invadieron el territorio con la declarada intención de "arrojar los judíos al mar". El futuro de los hebreos palestinos era más que oscuro, pero consiguieron sobrevivir, lógicamente apoyados por Estados Unidos y varios países europeos (de lo contrario, hubiera acontecido una masacre), y de la ardua contienda nació el Estado de Israel. El resto del territorio del "mandato" quedó en poder de países vecinos, que no lo entregaron a los palestinos, sino que lo retuvieron.

El enfrentamiento entre los palestinos musulmanes y judíos, que impidió crear un país federal conjunto, había crecido a pasos agigantados en las dos décadas anteriores a la Resolución. No fueron ajenas a este incremento las abiertas intenciones imperialistas de diferentes naciones europeas, que deseaban enseñorearse de la estratégica región. Una de las maneras de hacerlo era asociarse con los colonos hebreos, fomentar en ellos las ansias nacionalistas autonomistas, apoyar la idea de un Estado judaico (bajo protección externa, se entiende) y preparar los medios para incorporar ese nuevo país a la propia red. En tal contexto se inserta la Declaración Balfour, sobre la que volveremos, que daba a entender la voluntad británica de constituir en Palestina un hogar israelita autónomo, aprovechando la buena imagen que por entonces tenía Londres en las comunidades mosaicas.

Pero también, mucho más sutiles, estaban los planes de Mussolini para captar el sionismo desde la égida fascista, basándose en la excelente relación de gran parte de los judíos italianos con el régimen instaurado en 1922, y el reconocimiento intelectual que merecían los hebreos de la península en las colectividades israelitas del mundo entero. Así, al tiempo que patrocinaba la candidatura de rabinos itálicos para los altos puestos religiosos en Jerusalén, el Duce cobijaba a los representantes de los sectores más extremistas del sionismo, identificándolos como fascistas judaicos, y entrenaba en campos militares cercanos a Roma a los cuadros guerrilleros que harían la vida imposible a los británicos en Palestina (grupos como el Irgún, ejemplos del terrorismo nacionalista israelita -recuérdese el sangriento atentado que voló el Hotel Rey David- que hoy muchos gustarían de olvidar). El plan era muy sagaz, la apuesta a los sectores extremistas no religiosos (muchos de cuyos exponentes admiraban sinceramente al fascismo) no podía ser más despierta. Imposible saber a dónde hubiera conducido, si el giro (esperable) de la política italiana no hubiese llevado a Roma al vuelco antisemita de 1938, consolidado por la alianza con Alemania y las leyes raciales. La Palestina hebrea itálica quedó en el camino, pero tanto estos proyectos como la Declaración Balfour exacerbaron la separación entre árabes y judíos en la región.

La Alemania nazi también hizo sus intentos de enseñorearse de la región, pero por el otro lado. El rol visceral del antisemitismo en la doctrina de Hitler le impedía cualquier acercamiento con los colonos judíos (aunque, al parecer, no faltó el extremista nacionalista de entre estos que soñara con que el régimen dejase de lado su odio hebraico, para establecer una alianza mutua). Entonces, Berlín se aproximó a los palestinos árabes, incentivando su rencor contra los judíos y prometiéndoles la ayuda germánica para una futura expulsión de éstos del territorio, si el mismo llegaba a caer en manos nazis. Es famosa, como hito de esta política aventurada del Reich, la reunión de Hitler con el mufti de Jerusalén, líder de los musulmanes palestinos.

Obviamente, estos movimientos del Führer se enmarcaban en el proyecto de quitar poder al Imperio Británico, mandatario de la Sociedad de las Naciones para Palestina, y eventual futuro dueño del área. Sin embargo, también de hecho se oponían a los planes expansivos del fascismo italiano, al menos en la etapa previa al Pacto de Acero. Debe recordarse que la ortodoxia racista nazi era muy relativa, y extremadamente influenciable según las cambiantes conveniencias políticas. El único factor inconmovible era el antijudaísmo. Los japoneses, que originalmente en el Mein Kampf tenían un sitio secundario (raza "conservadora", no creadora, de cultura) pasaron después a la deseada categoría de "arios" (los ainu, etnia blanca nipona, ayudaron mucho a construir semejante collage) a tiempo para la antes inesperada alianza con Berlín. 

Por eso, el obvio parentesco étnico (por lo menos en términos históricos) entre los árabes y los hebreos (tan evidente que hasta en la Biblia se simboliza en la hermandad de Isaac e Ismael), fue olímpicamente ignorado. Tal como haría desde 1938 la revista italiana La defensa de la raza, la imagen de los árabes fue pintada con tintas románticas, exóticas y atractivas, muy contrastante con la de los israelitas, que era sórdida y horrenda. Ineptos para gobernarse solos, lógicamente inferiores a los indoeuropeos, los árabes eran mostrados, sin embargo, como personas leales, honestas hasta el sacrificio, místicas, poéticas y profundas. Súbditos ideales de un gobierno nórdico, que los atendiese y apoyase, respetando su cosmovisión infantil y apasionante.

Este caleidoscopio asombroso y problemático, donde las potencias especulaban con sus objetivos imperialistas, se plasmó sobre un escenario generado por el movimiento sionista. De éste se dicen grandes barbaridades, fruto de la más supina ignorancia. El sionismo nació como idea en la mente de Theodor Herzl, un jurista, periodista y escritor austro-húngaro de origen hebreo (1860-1904), sumamente culto y muy "asimilado" a la civilización laica europea. Tanto que, en su juventud, había militado en un grupo nacionalista alemán (el Burschenschaft), creado al calor de la guerra contra Napoleón, e integrado después por los nazis en los Kameradschaften. Ese germanismo se transforma en nacionalismo hebreo durante su estadía en París como corresponsal, al presenciar las manifestaciones que, motivadas por el "caso Dreyfus", gritaban "¡muerte a los judíos!" En 1895. Herzl escribe El Estado judío, que publica en alemán al año siguiente en Leipzig y Viena. Es el manifiesto del sionismo, en tanto movimiento nacionalista, con influencias románticas, socialistas y positivistas, dedicado a la creación de un país autónomo para los israelitas del mundo entero, como única respuesta viable al antisemitismo (que cree imposible de combatir). Este país sería construido sobre bases jurídicas (firma el libro como "Doctor en Derecho") de estricta igualdad y democracia, y pleno respeto por los derechos del hombre.

La idea original parece haber admitido que el Estado judío no fuese independiente, sino autónomo, dentro de un esquema imperial superior, fundamentalmente el británico. El primer proyecto, muy embrionario, fue la compra de tierras a la República Argentina, en la por entonces recién "conquistada" Patagonia. En Europa se hablaba mucho de los asentamientos de judíos rusos que la Jewish Colonization Association estaba concretando en el país sudamericano, cuyas enormes extensiones desérticas eran famosas. Sin embargo, de inmediato Herzl acaricia la idea lógica de un establecimiento en Palestina, y se entrevista con el sultán turco en tal sentido, con resultados contundentemente negativos. Es entonces cuando aparece la alternativa de un territorio en Uganda, u otra región del África inglesa. Allí se constituiría un país autónomo, integrante del conjunto británico y sometido jurídicamente a la corona. Ésta fue la opción que Herzl adoptó hasta su muerte, pero fue rechazada por el Congreso Sionista al año siguiente (1905). No deja de ser interesante que también algunos sectores de la Alemania nazi jugaron, treinta años después, con la idea de crear un Estado judío en África, bajo control germánico, como solución de la "cuestión judía" (Judenfrage, expresión muy amada por Hitler, que usara Herzl en el subtítulo de su obra de 1896).

La opción palestina se consolida definitivamente el 2 de noviembre de 1917, en la famosa carta del Ministro de Relaciones Exteriores británico Arthur James Balfour a Lord Walter Rothschild, noble inglés de origen hebreo y simpatías sionistas. Esta misiva pasaría a la histora como "Declaración Balfour". Decía así: "Tengo el gran placer de dirigir a usted, en nombre del Gobierno de Su Majestad, la siguiente declaración de simpatía con las aspiraciones judías sionistas que han sido sometidas a este Gabinete, y aprobadas por él: El Gobierno de Su Majestad ve favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío, y ha de usar sus mejores esfuerzos para facilitar el logro de este objetivo, siendo claramente entendido que nada será hecho que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y status político disfrutados por los judíos en cualquier otro país. Le agradecería si hiciera llegar esta declaración al conocimiento de la Federación Sionista". Esta Declaración se incorpora, terminada la I Guerra Mundial, a los acuerdos de paz concernientes al Medio Oriente. Es, en cierta medida, el documento fundacional del Estado de Israel, a la luz de la obra de Herzl y de sus seguidores. Máxime, por corresponderle a Inglaterra el mandato sobre la región a nombre de la Liga de las Naciones.

Así que el sionismo no es en sí una doctrina asesina, ni la expresión de un proyecto de dominación mundial, ni un programa de explotación, ni nada por el estilo. Que se pensara en la ocupación de territorios como la Patagonia, Uganda o Palestina era plenamente coherente con la visión positivista darwiniana que consideraba casi un hecho natural que las zonas ocupadas por pueblos "primitivos" fuesen usadas por las naciones más "evolucionadas" en su propio beneficio. Argentina misma, dentro del mismo contexto, llamó a su ocupación militar de las tierras indígenas australes "Campaña del Desierto", como si fuese tierra de nadie. En tal sentido, el asentamiento de los colonos judíos en Palestina y su posterior apropiación del territorio es tan ilícita como la realizada por los Estados Unidos en el Lejano Oeste, Brasil en el Amazonas, Rusia en Siberia, y Argentina y Chile en la Patagonia. En realidad, toda apropiación de tierras es antijurídica e inmoral, porque toda la tierra es de todo el género humano. Los argumentos de posesión histórica son todos falaces, y establecen un límite arbitrario en el tiempo. Si no, Francia debería ser entregada a los que acreditasen descender de la cultura de Aurignac, e Italia a los que demostrasen sangre etrusca, devolviéndose Buenos Aires a los hijos de los indios pampas, y Nueva York a los vástagos del jefe Manhattan.

La idea de la donación divina (la "tierra prometida"), contrariamente a lo que se cree, fue poco usada en la génesis del sionismo, integrado en gran medida por personas laicas, cuando no francamente hostiles a la religión en general, y poco proclives a dar mayor trascendencia a la Biblia como fuente teológica. Recuérdese las opciones de Argentina y Uganda, que ni siquiera aparecen (obvio) en las Escrituras. El apego romántico a "Eretz Israel", la tierra ancestral, creció mucho tras la Declaración Balfour. Sin embargo,  la idea de usar ese territorio ya la había tenido, como vimos, Herzl en 1896. Además, estaba en los pequeños movimientos nacionalistas que, desde la segunda mitad del siglo XIX, propugnaban la emigración,  recordando la antigua oración hebraica que dice "el año que viene en Jerusalén". Así, en 1878 había sido fundada Petaj Tikva ("apertura de la esperanza"), la primera ciudad judía moderna en Palestina. Y en 1882 un grupo de judíos ucranianos habían creado Rischón le-Tzion ("los primeros en Sión"), que es hoy la cuarta mayor urbe del país. Por su parte, en 1881 había llegado a Jerusalén Eliezer Ben-Yehudá, el gran artífice del renacimiento de la lengua hebrea, también imbuido de nacionalismo romántico.

Del lado árabe, el argumento de que Palestina fue dada a los musulmanes por Dios es más reciente aún, y creció al calor del brote de fundamentalismo islámico de las últimas décadas. Pero hoy, en los círculos cultos de ambos lados, esta postura es en general acallada, porque se la sabe insostenible. De hecho, entre los judíos, los sectores más fanáticamente religiosos siguen negando el reconocimiento al Estado de Israel, porque no se han cumplido las profecías bíblicas previas al regreso de los hebreos a su hogar ancestral (especialmente, la llegada del Mesías).

La referencia a "Sión" (monte de Jerusalén) en relación con los judíos no es privativa, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, del movimiento sionista. La comparte, en forma casi contemporánea, con el título más corriente del que quizás pueda considerarse el documento antisemita más pernicioso y falaz de todos los tiempos, Los protocolos de los sabios ancianos de Sión, supuesta compilación de actas de reuniones secretas de los jerarcas del aducido complot judeo-masónico universal, en que éstos convenientemente revelarían sus planes para apoderarse del mundo. Se trata de un fraude tan patético y obvio, que asombra que alguien alguna vez, con un mínimo de neuronas en funcionamiento, haya podido tomárselo en serio. Su falsedad es tan evidente que, ya en la década de 1930, muchos antisemitas notorios (como Preziosi y Evola) la daban por aceptada, limitándose a defender su "veracidad". Las únicas dudas pueden plantearse alrededor de la exacta fecha de su construcción, y el ámbito en que fue concretada, aunque hoy suele asumirse que fue fraguada en la última década del siglo XIX por orden de la policía secreta zarista, para justificar la política antisemita rusa. Sin embargo, Hitler adoptó los Protocolos como artículo de fe, han gozado de traducciones a infinidad de lenguas, y hasta la actualidad pueden conseguirse en cualquier gran ciudad del mundo, y se siguen editando.

Curiosamente, en los Protocolos, como en la inmensa mayoría de las fuentes antisemitas previas a la terminación de la II Guerra Mundial (Mein Kampf incluido), el peligro judaico internacional es sustentado en la imagen del hebreo apátrida, desparramado por el mundo, ora asimilándose por fuera para engañar, ora manteniéndose tercamente separado en medio de los gentiles. Es justamente en esa diáspora, en esa difusión universal, en esa carencia irremediable de un terruño nacional propio, que el israelita aparece fundando su supuesto poder y su nefasta conspiración. Incapaz de sentir afecto por el suelo, de gozar con las tareas del campo, de apasionarse por un país como propio, el hebreo sólo se contentaría con el delirante deseo de una extraña dominación mundial sin sentido posterior (al estilo de Pinky y Cerebro, o del Emperador Ming de Flash Gordon). Hitler, en el Mein Kampf, se ve obligado a usar la imagen del parásito, que al matar al organismo huésped se aniquila a sí mismo, echando mano del recurso retórico de emplear las metáforas como seudo-justificaciones. El "judío eterno" es pintado así como una criatura sin patria ni razón de ser, que obnubiladamente sigue un programa de autodestrucción con el que, en definitiva, no acabaría ganando nada, fuera de una fugaz y hueca lujuria de poder. Es una figura inverosímil, contradicha hasta el cansancio por la historia, pero tuvo un éxito notable, y todavía conserva algunos adeptos.

De modo que el mito de la conspiración mundial sionista cambia diametralmente con la creación del Estado de Israel. Esto no es raro en los mitos, que son construcciones despreocupadas de los datos empíricos y de la historia. Después del triunfo del flamante país en la guerra de 1947-1948, la figura del judío apátrida que busca infiltrarse para dominar los países en que vive, se transforma en la del hebreo ultra-nacionalista de Israel, que sólo vive para apoyar su nueva patria, y transformarla en un centro imperialista mundial (aliado de los Estados Unidos), comenzando con los pobres árabes que lo rodean. La lógica simpatía de los hebreos del orbe por el novel Estado, tan comprensible como la que los brasileños descendientes de italianos sienten por la hermosa península, o los argentinos hijos de gallegos por las poéticas rías de sus ancestros, es debidamente convertida en muestra de infidelidad al país de nacionalidad y compromiso total con Israel. El comprensible apoyo material que los judíos de todas partes envían al Estado hebraico, es de inmediato mudado en nueva versión del proyecto universal de dominación.

Como después de conocerse la magnitud abrumadora del genocidio hitleriano, asumirse abiertamente antisemita dejó de ser una gloria (como lo había sido en gran parte de Europa hasta entonces) o una simple declaración de ideas asépticas (tal era el caso en los Estados Unidos y otros países de América), los que nutrían odio contra los judíos pasaron a pronunciarse "antisionistas". Incluso, con profesiones de fe en punto a su falta de prejuicios contra los hebreos en general. Recuerdo un infausto profesor de Economía Política que debí soportar, en tiempos de la usurpación militar, en mi querida Universidad de Buenos Aires, que anunciaba a los alumnos: "Yo no soy antisemita, soy un férreo antisionista". Claro que, poco después, el estudiante veía que para este docente los judíos tenían una tendencia lógica e irrefrenable a ser sionistas, porque ese era su nacionalismo natural. Con lo que, en la práctica, el antisionismo resultaba antisemitismo, que es lo que suele suceder en la mayoría de los casos. Para quien aún abrigase dudas, estaba uno de los textos de este personaje, en cuya tapa se mostraba un grotesco hombrecillo, con las trazas típicas de la caricatura antisemita (joroba, nariz ganchuda, etc.) crucificando a la Argentina con unos clavos cuyas cabezas eran estrellas de David...

Israel, en definitiva, es un país, como cualquier otro. Tiene gente, fuera de sus fronteras, que lo quiere y se siente afectivamente vinculada con él. Como pasa hoy con la mayoría de los países del mundo, porque hoy hasta Costa del Marfil tiene diáspora. Es un Estado vinculado con una religión, como gran parte de los Estados del orbe. Tiene la peculiaridad de que esa religión es sólo de él, pero también Japón, por ejemplo, es el único país sintoísta del mundo. Y hoy se encuentran sintoístas en todas partes (piénsese sólo en la ciudad de San Pablo). El sionismo, como tal, es un movimiento exhausto, que ya cumplió sus objetivos. Es mucho más recordado por los adversarios de Israel y por los antisemitas que por los propios judíos. Israel enfrenta hoy serios problemas derivados de la superpoblación, especialmente después de la inmigración masiva de judíos rusos tras la caída de la Unión Soviética. De modo que mal podría incentivar el desplazamiento de más grupos hacia sus fronteras. Es un país minúsculo, con poca tierra fértil y escasa riqueza natural. La antigua idea de la "aliáh" (ascensión), el regreso a Israel de los hebreos de la diáspora, es cosa de dos generaciones atrás. Los aviones e Internet han cambiado el mundo diametralmente. Hoy los judíos suelen visitar Israel y mantienen estrechos contactos con él, pero no les atrae mudarse. En suma, su relación es prácticamente análoga a la que mantienen todos los descendientes de inmigrantes para con el país de sus ancestros.

Gustar de Israel, considerar que se trata de un país que ha realizado innumerables cosas loables, en el marco social, agrario, médico, literario, universitario, etc., reconocer que ha mantenido un sistema esencialmente democrático desde su nacimiento hasta hoy, que ha pugnado por defender los derechos humanos de sus habitantes, judíos y no judíos (aunque a veces no lo haya conseguido, como sucede con otros países), no es ser sionista, no tiene nada que ver con ser sionista. Ni siquiera es sionista el que está de acuerdo con las atrocidades cometidas por Israel en sus últimas campañas militares. Muchos de los que ensalzan esas acciones deplorables sólo ven en Israel una herramienta útil al servicio de proyectos imperialistas, o despliegan a partir de estos episodios sus prejuicios contra los musulmanes. Pero de sionistas no tienen un pelo, porque ni les interesa realmente el sueño de Herzl, ni lo conocen. Además, muchos de ellos no son judíos, y el sionismo es, desde sus orígenes, un movimiento esencialmente hebreo y para hebreos.

Que grupos y líderes de la supuesta izquierda, a lo largo y ancho del mundo, hayan denostado a Israel (como país) en razón de los recientes hechos de Gaza, es muy triste, y muestra hasta qué punto el socialismo ha ingresado también en la superficialidad que caracteriza a nuestros tiempos. Quizás no sea más que la contra-cara del apoyo socialista a gobiernos fundamentalistas teocráticos que deniegan los derechos más básicos a las mujeres y enarbolan Códigos penales construidos a partir de libros religiosos. Verdadero galimatías que hubiera escandalizado al viejo Marx, y haría al Lenin de 1918 mesarse los pocos cabellos que aún tenía. Israel, un país erigido por socialistas laicos, de formación filo-marxista en muchos casos, donde la izquierda moderada ha tenido siempre una presencia, tanto ideológica como política, importante, y en cuyas prestigiosas aulas universitarias se estudia y debate abierta y libremente a toda la pléyade de los pensadores contemporáneos, no puede ser objeto del ataque cerrado del socialismo mundial, que a su vez defiende regímenes basados en cosmovisiones religiosas proféticas, condenando autores por demoníacos, y obligando a las chicas a vestirse con ropones negros...

El antisemitismo, como todas las discriminaciones, es una tentación enorme. El judío es un blanco fácil. Hay una costumbre de atacarlo, de reírse de él o de insultarlo, de tejer fábulas a su alrededor y de temerle. Es algo que han hecho los mayores, que viene desde la Edad Media. La Iglesia católica misma, si bien desde el Concilio Vaticano II mudó su posición oficial, por siglos prefirió, en el mejor de los casos, la distancia, y a menudo puso fuego al pasto seco del antisemitismo. Las terribles matanzas españolas de 1391 fueron atizadas por un cura, y hasta el propio San Francisco tenía actitudes de poca simpatía para con los hebreos. Este triste episodio actual del sacerdote que se obstina en negar el Holocausto, y no obstante es reivindicado por el Papa, que tardíamente le pide retractación, es una simple muestra de las rémoras antisemitas que quedan en la propia Iglesia. La canonización ortodoxa de Nicolás II y Alejandra Fedorovna, notables y activos antisemitas, evidencia que otro tanto sucede del otro lado. En suma, el antisemitismo está, y se enciende fácil, y estos horribles hechos de Gaza, que hablan de Israel (hoy, no siempre) y no de los judíos, lo han encendido.  

El ataque a la sinagoga de Caracas, correctamente condenado por el presidente Chávez, se enmarca en una escalada antisemita local muy ayudada por las posiciones pro-iraníes y anti-israelíes de ese mismo gobernante. Manifestaciones contrarias a la incursión israelí en Gaza, acabaron en todo el mundo con cánticos espantosamente antisemitas, incluidas incitaciones a matar hebreos, reivindicaciones del nazismo (aunque identificando al sionismo con éste, lo que es, como vimos, un disparate), y cosas por el estilo. Y todo esto con la tolerante o simpática presencia de grupos y dirigentes de izquierda. Boicots a negocios de propiedad de judíos han sido convocados en varios países, al mejor estilo hitleriano. Esto no puede ni debe ser aceptado ni aguantado. No sólo es una estupidez, es altamente peligroso.

Las voces serias del mundo, las mismas que llaman a los pueblos de Palestina, judíos, árabes, cristianos, drusos, todos, a lograr una paz definitiva, con el reconocimiento mutuo del derecho de existir en paz y libertad, las mismas que condenan los excesos indefendibles de Israel en la reciente campaña de Gaza, tanto como condenan los bombardeos con cohetes sobre territorio israelí y los atentados terroristas, deben alzarse al unísono para gritar que el antisemitismo es un delito atroz contra la humanidad entera, y que nada que pudiera hacer Israel, por grave que fuera, lo justificaría.

Humildemente, y aunque fuera en soledad, daremos el modesto ejemplo. 

                                                                                                                                                                  Ricardo D. Rabinovich-Berkman