LA VISIÓN  DEL PENSAMIENTO DÉBIL
ANTE LA IMPOSIBILIDAD MANIFIESTA DE QUE “SEA JUSTICIA”

 

OSVALDO R. BURGOS*

 

 

“Un sistema legal que funciona es una fuente de incertidumbre”

Jon Elster

 

 

1- Una  visión del fenómeno jurídico desde el pensamiento débil

La noción de pensamiento débil se instaura en el espacio-tiempo delimitado por el heideggeriano fin de la metafísica y la constatación de la muerte de Dios, oportunamente difundida por Nietszche y de la que tanto, y tan libremente, se ha interpretado.

Es necesario considerar, para un mejor entendimiento de esta postulación, que Nietzsche no mata a Dios – como errónea e insistentemente se ha sostenido- ni, de modo alguno, propugna la necesidad de acabar con Él.

Por el contrario, sostiene que si Dios ha muerto, ha sido bajo la  mirada de sus propios fieles y que, muerto él, será la hora de que nazcan muchos dioses.

En su formulación, Nietzsche solo se limita a constatar un dato externo y preexistente a su voluntad, que aprecia como indubitable y digno de mención.

Idéntica postura adopta Heidegger: de ninguna manera se propone terminar con la metafísica; solo se asume como el mensajero de un final consumado ya, mucho tiempo antes de su llegada.

Es insoslayable considerar debidamente estas precisiones al margen, a los fines de comprender que, según puede leerse de las posiciones teóricas asumidas por el profesor Gianni Vattimo (anunciador de un pensamiento cuya debilidad se refiere, exclusivamente, a la constatación de los límites de la razón) el hombre no busca el pensamiento débil, ni se regodea en él.

Simplemente instaura en su huella –como espacio-tiempo, común, de juridicidad que lo justifica y determina aquello que será, para él, lo pensable- el trazo, fatalmente efímero y consecuentemente angustioso, de su presencia individual.

El hombre, dice Heidegger, es tiempo y libertad.

Y es, en cuanto ocurre, en la coexistencia de una presencia compartida.

El ser heideggeriano se apropia de su olvido y, en la amplitud del campo delimitado por esa apropiación es, también y en el mismo momento; lo que será, lo que pudo haber sido, lo que ya no es.

El hombre, dice Nietzsche, es, a la vez, la creación y el creador de sí mismo; la obra de arte que modifica su entorno y, en esa tarea, se modifica, creándose.

Si Kuhn había sostenido, ya en 1962[1], que ninguna teoría es válida o errónea, más allá de los límites del paradigma ocasionalmente utilizado para su evaluación; Vattimo y Pier Aldo Rovatti -más de veinticinco años después-[2] vienen a decir que muerto Dios y sin metafísica, no hay posibilidad ninguna de validación o falsación de hipótesis.

Ello no significa, claro está, que no exista la razón o que pueda prescindirse alegremente de ella en la estructuración de la coexistencia –intención que insistentemente se ha imputado, al menos dentro de los espacios académicos italianos, a quienes participaron de esta postulación-.

Por el contrario, la construcción permanente de la verosimilitud (grupal) y de la certeza (individual) -ante la inexistencia de una Verdad modelo a la que adecuarse o de una Verdad fin que perseguir- supone  la adopción, por el colectivo social, de una tarea de proporciones ciclópeas.

La precariedad de las estructuras exige, necesariamente, una mayor seriedad en el compromiso asumido respecto a la elección del Derecho como contención y referencia común ineludible.

 

En la con-versación está el conocimiento, sostiene el pensamiento débil.

El simple hecho de prescindir, en la enunciación de esta postura, de la exclusividad trasuntada por los conceptos de diálogo (sobre el que se prefiere el de conversación) y de saber (el que ha de sustituirse por la noción de conocimiento) envía, esta singular apropiación de la juridicidad, hacia dos planos de interpretación:

 

a)     La insoslayabilidad de lo plural.

En cuanto el conocimiento se construye y muta en su continuidad, por propia definición, sin adjudicar lugares de poder a quienes pretenden su apropiación -como sí puede hacerlo el saber- y la con-versación implica una confrontación en lo inmediato, sin requisitos de admisibilidad a los debates (por ejemplo, sobre la conveniencia o no del dictado de determinada norma).

 

b)     La movilidad de lo real (y, consecuentemente, de su aprehensión).

En cuanto todo aquello que  es admitido (por ejemplo, como derecho positivo, pero también como regla moral) según ciertas necesidades del colectivo en un momento histórico dado, es –en la propia concepción del ser en cuanto ocurre en el olvido y en su reconstrucción esquemática- esencialmente efímero.

Desde esta perspectiva, toda prescripción jurídica encerraría, sobre sí, un debate latente de coherencia respecto a los modos de su instauración en la huella común de juridicidad referencial o marco de lo pensable.

Somos, también, el Derecho que vivimos.

La noción performativa de aquella huella de juridicidad en la que instauramos nuestro trazo individual y que, por ello, nos justifica; ocurre así, en tanto cada uno de nosotros, acaece, apropiándose de su referencia.

En el límite de lo inefable –que Rorty supo encontrar en la solidaridad prelingüística ante el dolor [3]pero que, acaso, podría resistir un envío válido hacia la apropiación angustiosa de la muerte, siempre personal- el Derecho no existe sin el hombre.

En la construcción de su identidad subjetiva –como creador y como obra de arte, diría Nietzsche- el hombre no puede prescindir del Derecho.

Desde estos mínimos presupuestos, el pensamiento débil construye para la libertad autonómica de los justiciables.

Su conversación incesante –sin metarrelatos ni jerarquizaciones ontológicas-  se afana en lograr una tendencia hacia la identidad entre la idea general –cosmovisión o referencia- y la idea particular –subjetividad propia- de lo justo; mucho antes que en perseguir definiciones de justicia.

La percepción sistémica se entiende, en él, preeminente a toda razón valorativa: ninguna norma funciona sin predisposición a la creencia de quienes han de cumplirla.

¿Es el derecho –como sostiene el pragmatismo, en una muy difundida apreciación- aquello que le parece tal a quien ostenta la potestad de juzgar?

Puede ser, dice  el pensamiento débil; solo que en la complejidad del fenómeno jurídico –y, en particular, en aquello que hará a la percepción que de él, pueda tenerse- no solo juzga el juez, sino todos y cada uno de los justiciables.

Además, como supo advertir H. L. A. Hart;

seguro que derecho no puede significar simplemente lo que los funcionarios hacen o lo que los tribunales harán, puesto que es menester una norma de derecho para que alguien sea funcionario o juez”.[4]

¿Es el derecho, por el contrario, la expresión positiva de una justicia natural que lo precede, excediéndolo?

Puede ser, en tanto y en cuanto se acepte que el hombre no es un ente de realización de valores que no existirían sin él.

Así, sin posibilidad de considerarnos como instrumentos o imágenes,  debemos aceptar que, en cualquier caso, toda pretensión valorativa acaece en coexistencia con el individuo material (y ya no con el ente) que la yergue

Para continuar con el planteo de Hart, entonces;

“La afirmación (agustiniana) de que ‘una norma jurídica injusta no es una norma jurídica’ no suena tanto a exageración y a paradoja, sino a falsedad, como (si se afirmara que) ‘las leyes no son derecho’ o ‘el derecho constitucional no es derecho’ [5]

El hombre es tiempo y libertad para su autorrealización como proyección y como ser proyectivo; no es un medio, sino un fin.

No es la imagen de una esencia, sino el constructor limitado de un concepto de “realidad” –entre tantos otros posibles- que lo incluye.

Sin embargo, es (esto es, acaece, ocurre y, luego, se apropia del olvido de sí), fundamentalmente, a partir de la visión de aquellos con quienes coexiste y según los modos en los que, cada vez, pretende plantear esa coexistencia.

La libertad –enseña  Kaufmann remitiéndose a Kant- es, siempre, libertad para la autonomía.

La autonomía, por definición, supone el reconocimiento del otro.

En este reconocimiento,  el “yo” –sea individual o colectivo, es decir, ya dispersándose en el nosotros- afronta la tragedia kierkegaardiana de su elección constitutiva.

 

 

2- La imposibilidad de “que sea justicia”.

Desde el pensamiento débil, la tradicional oposición iusnaturalismo-positivismo –que tantas y tantas páginas memorables insumió- se circunscribe a una simple confusión lingüística en torno al campo de significado abarcado por los términos “derecho” y “justicia”.

El modo de aprehensión de este conflicto exhibe, entonces,  una notoria cercanía con el planteo alguna vez propuesto por Carlos S. Nino,  según los siguientes términos:

“Los iusnaturalistas sostienen que es imposible identificar al derecho positivo sin tomar en cuenta consideraciones valorativas –como las que se refieren a la justicia de sus disposiciones-, en cambio,

Los positivistas arguyen que el orden jurídico positivo de una sociedad puede identificarse sobre la base de propiedades puramente fácticas –como la institucionalización y la coactividad-, sin que sea necesario, para esa identificación, adoptar un compromiso valorativo.”

 

Al fin, decía Nino, “la verdad de una u otra posición depende del concepto de derecho que se emplee”, porque:

Puede adoptarse –y de hecho así se hace en algunos contextos- un concepto de derecho puramente descriptivo que responda al ideal positivista; pero también puede adoptarse en otros contextos un concepto normativo como el que propugnan los iusnaturalistas, que solo identifica como normas jurídicas a juicios que derivan de normas jurídicas válidas. Como no hay razón para ejercer un imperialismo conceptual y pretender que se use un solo concepto de derecho, esta vieja controversia se disuelve en una mera diferencia sobre el uso de la palabra ‘derecho”.[6]

Es precisamente a partir de esta postulación, desde donde aprehende, el pensamiento débil, el fenómeno jurídico y luego emprende su construcción, continua y  compleja.

Tales características del fenómeno jurídico –complejidad y continuidad- devienen de su irrupción como huella o expresión discriminatoria que,  instaurada por un modo eventual de apropiación de la juridicidad común, ha de reconocer –y, justamente, lo hace en la instancia de su imposición como referencia- a:

Incluídos: para quienes es siempre posible hacer valer sus acreencias jurídicas.

Marginales: quienes disfrutan, solo ocasionalmente, del ejercicio de sus derechos como dádiva o toma de conciencia de aquellos en posición de disponer tal posibilidad extraordinaria. 

Marginados: absolutamente ajenos a cualquier posibilidad de afirmación.

De modo que, si no hay razón para ejercer un imperialismo conceptual –y, verdaderamente no creemos que la haya-; ninguna elección puede válidamente proponerse como  ontológicamente superior a otra.

La clasificación es, así, necesaria pero su jerarquización se construye en el reconocimiento de la arbitrariedad que conlleva.

Cada elección es válida solo dentro del cono particular de luz que define su temporalidad y, sea cual fuere la extensión de aquello que será lo pensable para la cosmovisión que determina, siempre ha de resultar tributaria del paradigma que la hace visible y no pasible de traspolación hacia ideas de lo justo forjadas por fuera de ella (puede extenderse hacia los marginales, pero no es susceptible de imponerse, por la fuerza, a los marginados)

 Desde tales presupuestos, la exigencia de que sea justicia con la que los abogados solemos coronar todos nuestros escritos, deviene apenas como una formulación simplemente retórica que, desde el momento de invocarse, exhibe su fatal imposibilidad.

Sabemos que no será justicia y sin embargo, construimos el simulacro de pretender la realización de aquello que conocemos, sobradamente, que no ha de ocurrir.

Acudimos al sistema instaurado de juridicidad positiva, sea como excusa (cuando, en condición de víctimas, aspiramos realmente, a una venganza que no llega jamás en su integridad) o en busca de una función de velo (cuando, en condición de dañantes, pretendemos la obtención de una sombra justificatoria que oculte lo que asumimos como una tragedia)

Y sabemos que la justicia no ha de ser (esto es, que no ha de ocurrir, que no puede acaecer ni apropiarse de su olvido de sí) en razón de haber verificado –desde la intuición heideggeriana y luego, desde la constatación correlativa de Friedrich Nietzsche- la actual inviabilidad de la adecuación y de la fidelidad que la antigua seguridad de la falsación – sujeta a la aceptación pacífica de metarrelatos unívocos- nos proponía.

 En la re-presentación del proceso, el acto puro permanece inefable y ajeno (tanto al lenguaje como a la atribución de juridicidad que de él se sirve) y debe entonces, hundirse en la metáfora de la re-presentación (que es el proceso en sí, en tanto él también ocurre) para acaecer, luego, como ser-representado.

En el espacio de verosimilitud –que importa la distancia entre el ser inefable y el ser representado, superpuesta al acto de representación pero que, sin embargo, no resulta idéntica a él- la pretensión de justicia deviene en la aspiración hacia el - tal vez más básico y primordial-, reconocimiento de lo justo.

La hipótesis de su realización –no factible, en tanto aquello que, se sabe que no será, mal puede realizarse- exhibe una precariedad evidente, al abandonarse la pretensión del imperialismo conceptual.

Sin supuestos de “Verdad”, sin realizaciones de Justicia, el Derecho en su plano genérico de afectación cognitiva (esto es, como marco de pensamiento, en cuanto imposición de juridicidad y situación individual ante su huella y no ya como metáfora de re-presentación en la que lo inefable resurge y se modifica) renace como idea endógena y performativa.

Es parte del hombre y, en cuanto tal es, también y fundamentalmente, tiempo y libertad.

Tal y como supo constatar Jon Elster, en su estudio relativo a la justicia transicional, tanto la aceleración como el retardo en la imposición de lo justo suponen, sin más, formas de su denegación.[7]

Denegación de lo justo que, de verificarse ante un supuesto puntual de juzgamiento, impulsará una percepción disfuncional de un sistema que, claro está, necesita de la creencia de los justiciables en su búsqueda de la libertad autonómica.

 

3.- Palabras últimas.

La complejidad y la continuidad de las con-versaciones en torno del Derecho imponen la imposibilidad de fijar conclusiones definitivas, respecto a sus posibilidades de conocimiento.

Toda detención del relato es, apenas, una decisión del narrador; una necesidad del esquema de re-presentación utilizado y no de lo representado en sí.

Ante la orfandad de las supraestructuras validatorias –de uno y otro signo-, a partir de la  exposición y consideración de la inmanencia fatal que, para el individuo, propone el pensamiento débil; queremos simplemente dejar asentada algunas anotaciones:

a)     Toda cosmovisión es una forma de discriminación que establece los límites de aquello que será, para quienes transiten su huella, el marco de lo pensable.

b)     El Derecho, en cuanto marco de pensamiento posible desde la instauración de la juridicidad, configura una idea performativa que aspira a garantizar la libertad autonómica de cada justiciable.

c)      Ese afán de libertad autonómica que todo Derecho expresa se dirige hacia aquello que será lo justo en cada eventualidad de juzgamiento, más allá de concepciones teóricas de un valor justicia naturalmente inefable y, entonces, siempre imposible como acto.

d)     Desde la perspectiva del pensamiento débil –que propone la abdicación de la autoarrogada atribución colonizadora de la razón- el iusnaturalismo y el positivismo solo se oponen en términos de apreciación lingüística, en cuanto consideran diversos campos significativos para el término derecho.

e)     Toda instancia de juzgamiento supone la consideración –sucesiva y simultánea en su sucesión-  tanto de principios como de normas positivas, sin necesidad del respeto a jerarquizaciones apriorísticas establecidas entre ambos.

f)        En cuanto acción colectiva que transcurre en el tiempo –la definición es de Nino[8]- el fenómeno jurídico trasciende y contiene el tránsito del individuo, naturalmente inmanente, dentro de una huella de juridicidad común de la que no puede prescindirse.

g)     En la búsqueda de lo justo para la libertad autonómica, no solo los jueces juzgan; la percepción que tengan los justiciables respecto a la funcionalidad del sistema importará la predisposición a la creencia que cualquier orden de re-presentación (en cuanto metáfora) requiere para su imposición y sus posibilidades de eficacia, dentro de los límites fijados.

Al fin, el pensamiento débil se evade de lo apriorístico (tributario del ser incólume parmenideano) tanto como de los consecuencialismos utilitarios.

Desde su perspectiva, uno y otro han sido excesos de la razón y su pretensión conquistadora; lo importante, para él, es el hombre –comprendido en sus deseos, en sus necesidades, en su dolor coexistente y en su resistencia solidaria al mismo-

Hombre que ya no es el optimista animal racional que fuera y que -en cuanto debe disponer autonómicamente de su libertad,  por el limitado tiempo de su tránsito en la huella común-; ha de entenderse como el centro y el fin de toda imposición  de juridicidad.

 


BIBLIOGRAFÍA.

ELSTER, Jon; “Rendición de Cuentas. ‘La justicia transicional en perspectiva histórica”, trad. de Ezequiel Zaidenwerg, 1ª Ed., Bs. As., Katz, 2006.

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HEIDEGGER, Martin; “Tiempo y Ser”, trad. Manuel Garrido, José Luis Molinuevo y Félix Duque, 1ª ed., 2ª reimpresión, Tecnos, Madrid, 2006.

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VATTIMO, Gianni y ROVATTI, Pier Aldo (eds.); “El pensamiento débil”, trad. Luis de Santiago, 5ª ed., Cátedra, Madrid, 2006.

 

 

* Abogado, PosGrado en Derecho de Daños (Universidad Católica Argentina, 1996), Doctorando en Derecho por la Universidad Nacional de Rosario (Argentina), desde 2006. Autor del libro “Será Ficción. De Hamlet, Nietzsche y la (in)justicia del ser representado. El derecho en la sociedad desestructurada”. Estudios de pensamiento jurídico occidental, Rosario, Argentina, 2008


[1] KUNHN Thomas S.,  enuncia su teoría de los paradigmas –a los que equipara con las lentes de un microscopio ‘en cuanto sirven para ver, porque precisamente ellos no se ven’ en su obra “Estructura de las revoluciones científicas” con primera edición en castellano al año siguiente.

[2] VATTIMO, Gianni y ROVATTI, Pier Aldo; editores del libro “El pensamiento débil”,  publicado en 1988 y que, contara, además de sus propias investigaciones sobre el tema, con la inclusión, por orden de publicación, de ECO, Humberto, ‘El Antiporfirio’; CORCHIA, Gianni, ‘Elogio de la apariencia’; DAL LAGO, Alessandro, ‘La ética de la debilidad. Simone Weil y el nihilismo’; FERRARIS, Mauricio, ‘Envejecimiento de la escuela de la sospecha’; AMOROSO, Leonardo, ‘La lichtung de Heideeger como locus (non) lucendo’, MARCONI, Diego, ‘Wittgenstein y las ruedas que giran en el vacío’; COMOLLI, Giampiero, ‘Cuando sobre el pueblo cubierto por la nieve aparece, silencioso, El Castillo’, COSTA, Filippo, ‘El hombre sin identidad de Franz Kafka’ y CRESPI, Franco ‘ausencia de fundamento y proyecto social.

[3] RORTY, Richard, postula este límite del discurso en “Contingencia, ironía y solidaridad” con primera publicación en 1989, es decir, al año siguiente de que apareciera en Italia la recopilación que dio en llamarse ‘El pensamiento débil’

[4] HART, H.L.A., El Concepto de Derecho, trad. de Genaro Carrió, 2ª Ed. (reimpresión), Bs. As., Abeledo Perrot, 2004, p.2.

[5] Ib idem, p. 9.-

[6] NINO, Carlos S. Derecho, moral y política I “Metaética, ética normativa y teoría jurídica” 1ª ed., Bs. As., Gedisa Editorial, 2007, p. 170

[7] ELSTER, Jon; Rendición de cuentas.” La justicia transicional en perspectiva histórica.”, trad. de Ezequiel Zaidenwrg, 1ª ed.,  Bs. As., Katz., 2006, p.109. 

[8] NINO, Carlos S., ob. cit. p. 107.