Editorial

 

ALGO
DE LO QUE
NADIE

QUIERE  HABLAR

    La reciente intromisión de unos espías informáticos en la correspondencia electrónica de destacados científicos, adalides de las restricciones al obrar humano en aras de la lucha contra el efecto invernadero, habría puesto en evidencia el falseamiento deliberado de datos, tendiente a mostrar el calentamiento terrestre como algo más grave, más inminente en sus efectos desastrosos, y (especialmente) más relacionado con las conductas humanas, de lo que realmente es. No se ha escuchado hasta ahora una desmentida contundente y verosímil por parte de los científicos en cuestión. Esto, y la actitud de sectores internacionales vinculados al tema, permitiría colegir que realmente hubo un fraude.

    A nadie escapa que el calentamiento global es hoy el pan de millones de personas a lo largo y ancho de todo el planeta. Directa o indirectamente abordado por innumerables "organizaciones no gubernamentales", es una excelente puerta abierta a la recepción de ayudas económicas locales e internacionales. Puestos de trabajo (esta palabra, a veces usada en un sentido muy generoso) se han creado en los sectores públicos y privados con tareas relacionadas al cambio climático, su estudio y prevención. A ello hay que sumar las guerras económicas entre industrias (por ejemplo, los productores de lamparitas "clásicas" contra los fabricantes de las de "bajo consumo") y la total dependencia del asunto que presentan algunas inversiones dedicadas a la disminución de la emisión de gases, pero con un correlativo encarecimiento de la producción.

    Los grandes colosos industriales, por su parte, como la India, China, los propios Estados Unidos, se niegan a mitigar un auge económico y de poder basado en la total falta de consideración para con el problema ambiental. Otras naciones protegen sus confines, pero no dudan en permitir, o favorecer, los emprendimientos perjudiciales de sus ciudadanos y capitales en el extranjero, especialmente en estados débiles, sobre todo aquellos donde la corrupción reinante, o la desesperación por la falta de trabajo, favorezcan la liviandad en materia ecológica. Algunos de estos países, incluso, tienen leyes bellísimas en defensa del clima y el medio ambiente, y días del calendario escolar dedicados a esas cuestiones. Pero la realidad se da de bruces con la teoría, y los funcionarios y jueces se tornan hábiles artesanos del desfase.

    Existen, por lo tanto, intereses creados en un sentido y en el otro. Sin embargo, los datos parecen ser incuestionables en punto al cambio climático en sí. Penínsulas enteras de hielo se derrumban en la Antártida. El Mar Glacial Ártico desaparece, mostrándose islas cuya mera existencia sólo era intuida. El nivel de las aguas crece aceleradamente. La temperatura varía a ojos vista. Las estaciones se reducen a dos, en muchas regiones, y se incentivan: invierno y verano. Sequías sin precedentes, inundaciones devastadoras, tsunamis... Los glaciares retroceden, suben en las montañas. Se reporta el fenómeno en la Patagonia, en el Ancash peruano, en la América del Norte... No hay lugar del mundo (y hoy estamos muy conectados) en que no cunda el asombro y se asome el miedo, ante las mudanzas, grandes y pequeñas, que se perciben sin necesidad de ser un geógrafo.

    La gran cuestión, entonces, no es si se están o no produciendo mudanzas climáticas mundiales en un grado preocupante. Ese punto parece estar fuera de debate. La pregunta (y los intereses creados) gira fundamentalmente alrededor de la influencia del ser humano en estos cambios. Y el corolario de tal interrogante: en qué medida se hace urgente e inevitable adoptar drásticas restricciones para una serie de actividades y reformular otras. Ello, si realmente se desea evitar un deterioro climatológico tal, que en pocas décadas la Tierra sea un lugar prácticamente inhabitable para nuestra especie, o por lo menos una importante parte de su superficie (la que quede tras el alzamiento de los océanos).

    En caso de considerarse que tales restricciones o suspensiones fuesen necesarias o altamente convenientes, como la mayoría de los especialistas actualmente piensan, estaremos ante un problema muy serio. Porque esas cortapisas implicarán, por un lado, la pérdida de la fuente de trabajo (y de alimento) de cientos de miles, quizás millones, de personas. Por otra parte, porque significarán pérdidas colosales para los capitalistas e inversores, públicos y privados. En el caso de estos últimos, una reducción enorme de sus ganancias, o incluso la desaparición de ellas.

    ¿Es de esperar que las empresas capitalistas recorten drásticamente sus lucros, o los eviten del todo, en aras de la preservación del mundo? Las personas humanas, cada una de ellas, poseen sensibilidad ética, principios, valores. Pero las empresas comerciales no, por definición, porque son entes artificiales, movidos por su voluntad de ganar dinero y poder. El gran problema de las personas jurídicas es que no tienen corazón.

    Las grandes multinacionales hoy manejan el orbe. Ponen y deponen gobiernos, controlan y descontrolan los servicios públicos, informan y desinforman a las masas. Hacen de todo: proporcionan ejércitos para la ocupación de Irak y Afganistán, regentean cárceles de alta seguridad en Europa, dosifican las vacunas contra las pandemias y elaboran las drogas para tratar el cáncer, operan satélites que orbitan el planeta y optimizan la conservación y transmisión de datos personales. Además de sus tradicionales funciones: los bancos, las comunicaciones de larga distancia, los transportes internacionales. El espacio telemático, y la cibernética en general, están en sus ávidas manos. Poseen más patrimonio que muchos estados, y se expanden sobre los cinco continentes, sin fronteras ni banderas, sin himnos ni patria.

    La teoría de la empresa como persona, construida modernamente a partir de las ideas de la escuela jurídica alemana de Friedrich von Savigny, tuvo como corolario la extensión de hecho a los entes ficticios capitalistas de algunos derechos humanos, con tanta sangre y esfuerzo conseguidos para los entes de carne y hueso, con corazón y lágrimas. La libertad, la intimidad, el honor, el control del propio proyecto de vida, eran prerrogativas de los Juanes y las Marías, no de las Sociedades Anónimas. En realidad, hasta podría decirse que eran para que las Marías y los Juanes se defendiesen de esas corporaciones, cuando virasen insaciables, poderosas y secas, viendo en cada hombre y en cada mujer una variable de ajuste económico, un consumidor potencial o actual, una herramienta al servicio del rédito.

    Hoy, la libertad de prensa, por ejemplo, es esgrimida a gritos por las grandes firmas comerciales propietarias de medios masivos, olvidando que fue creada para proteger a pobres grupos de cofrades ideológicos que deseaban publicar tranquilos en tímidas hojitas sus pensamientos y sus críticas. Hormigas desesperadas frente al Goliat del estado, precisaban de un apoyo legal. Pero no es el caso con las cadenas internacionales de televisión, ni con los grandes periódicos empresarios. Ellos son los poderosos. Nosotros somos las hormigas. El estado, antiguo enemigo, puede ser, debe ser, ahora el aliado principal de las personas frente a la fuerza colosal de estas corporaciones. Pero ellas exclaman "¡libertad de prensa!" Un derecho humano del que se han apropiado.

    Atención. No digo que deba impedirse a las grandes corporaciones lucrativas que controlen medios masivos actuar con libertad, al estilo de los regímenes totalitarios, antiguos y presentes. Lejos de ello. Pero debe ponerse esta prerrogativa en contexto, recordando siempre que, en definitiva, son empresas que buscan ganar dinero, y nada más que eso. Una empresa capitalista es siempre una empresa capitalista, haga lo que haga. Muchas veces son necesarias, o por lo menos convenientes. Merecen protección y respeto, mientras no se metan con el ser humano, que es a ellas superior en todo. Un niño (o un anciano), uno solo, con la más terrible de las enfermedades, es más importante y sagrado que la más rica de las corporaciones.

    SIEMPRE DEBE PREVALECER LA HUMANIDAD. Lo contrario sería un horror cósmico.

    Lo que puede decirse de la libertad, en cualquiera de sus formas, es extensivo a todos los demás derechos esenciales. La intimidad es algo que debe protegerse, pero sólo en los entes humanos la ampara un derecho fundamental. En las personas jurídicas, es sólo un factor a ser respetado siempre y cuando eso no cause el más mínimo perjuicio a un miembro de nuestra especie. Si ese daño se produjera, o fuera muy susceptible de producirse, la intimidad de la corporación debería ser desconocida, vulnerada sin reparos y sin asco. "Por causa del ser humano se constituyó todo lo jurídico" recuerda el Digesto del emperador bizantino Justiniano I, con palabras atribuidas al jurista Hermogeniano, del que poco se sabe. Nunca deberíamos olvidar esa regla de oro. Y después algunos dicen que el Derecho Romano no tiene nada para enseñar...

    Las grandes corporaciones no van a restringir sus lucros en aras del bien de la humanidad. Va a ser necesario obligarlas. Para eso se requiere de un poder más fuerte que ellas, que las ponga en su lugar, que las despoje de su disfraz de humanos gigantes, y las restituya a su verdadera naturaleza de meras ficciones toleradas por una conveniencia ocasional, nunca sustancial. Que les niegue derechos humanos, porque en realidad no les corresponden. Que las trate como lo que son: simples inversiones económicas.

    ¿Podrán los sistemas democráticos, basados en el compromiso y el equilibrio de poderes e intereses, poner ese cascabel a semejante gato? ¿Tendrán la fuerza suficiente como para imponerse sobre el gran capital internacional? ¿Querrán hacerlo? Esa es una incógnita horrible, que se evita en todas partes. Sin embargo, mal hacemos al ignorarla, porque forma parte de la realidad inminente. Hasta ahora, las democracias liberales, surgidas históricamente de un contexto de defensa de la empresa privada, connaturales a ésta, poco han podido hacer para sujetarla. Es cierto que tampoco los regímenes totalitarios han conseguido (o tratado siquiera, a veces) poner coto al desastre ambiental. El caso de la República Popular China es el más impresionante en tal sentido.

    Las mega-corporaciones internacionales son monstruos que están destruyendo el mundo en aras de un afán de lucro que ya ha perdido toda dimensión lógica, porque se ha deslizado hacia la posición del parásito que acaba con su huésped y causa así su propia muerte. Este Golem terrible que hemos creado, esta criatura de Frankenstein insaciable, devora a sus propios padres. En un universo de personas jurídicas sedientas, los seres humanos se transforman en esclavos de ellas (incluso esclavos de lujo) o en sus víctimas, y generalmente en ambas cosas. El planeta de las empresas lucrativas es un sitio de exclusión y de tristeza, donde los valores trascendentes son objeto de mofa, las verdades se compran y se venden, y la droga y el delirio fundamentalista parecen las únicas salidas, aún siendo falsas y suicidas a conciencia. La Tierra de las grandes corporaciones comerciales es, más pronto o más tarde, una Tierra desierta.

    Muchas películas de trasfondo serio (no las bazofias como El día después de mañana o la reciente 2012) que abordan desde el ángulo de la ficción futurista (a corto plazo) el problema que se acerca, juegan con la idea de la instauración de regímenes dictatoriales, presentada como única opción para preservar la humanidad (o los países). En diferente medida, V for vendetta (James McTeigue) y Children of men (Alfonso Cuarón) son dos buenos ejemplos. En general, la literatura de los últimos ciento y tantos años ha visualizado al porvenir en forma autoritaria, desde los planteos del suboficial loco en La guerra de los mundos de Wells, pasando por la disimulada opresión del Brave New World de Huxley, la insoportable tiranía del Himno de Ayn Rand, la horrenda trampa del 1984 de Orwell y la sofocante soledad del Fahrenheit 451 de Bradbury, entre innumerables muestras. El cine aportó lo suyo con obras de arte como el Alphaville de Godard, Logan's run (Michael Andreson), la asfixiante Soylent Green de Richard Fleischer, y muchas otras. Dicho sea de paso, este último film fue el primero en profetizar, en su impecable presentación, el problema del calentamiento global (1973).

    La ciencia ficción, cuando transmite ideas, es una voz que debe ser escuchada. No necesariamente seguida, es lógico, pero nunca descuidada. Es un recurso extraordinario para formular escenarios posibles. En este caso, como en varios otros, la literatura, el teatro, la televisión (desde algunos capítulos de la serie Star trek, en la década de 1960) y el cine han tenido el coraje de expresar lo que en los cenáculos científicos nadie dice y todos callan, aunque lo piensen y lo teman. Que el presente camino nos conduce a dictaduras totalitarias, únicas que, si no aplicamos el freno antes y revertimos la situación ya mismo, van a presentarse como idóneas para luchar contra las corporaciones gigantes. De ahí a que realmente estén en condiciones de hacerlo, hay mucho trecho. Los autoritarismos son mucho más débiles en la verdad de lo que suelen mostrarse. Y la corrupción los mella fácilmente. De modo que seguramente ellos también terminarían fracasando, pero lo disimularían más por mayor tiempo. Quizás por el tiempo necesario para que se produjera el colapso final.

    La solución al rompecabezas en que nos encontramos es terriblemente compleja. No la imagino siquiera. Pero que el presente sentido de marcha debe ser cambiado, no puedo dudarlo. Es imperiosa la superación del mega-capitalismo, antes de que éste termine de destruir el planeta. Es urgente la construcción mundial de una sociedad humanista, basada en la dignidad, más allá de las discusiones alrededor de este concepto. Se necesita una concertación global de las personas físicas para poner límites estrictos, aunque duelan, a las personas jurídicas, que se han salido de todo cauce. Las Naciones Unidas, a falta de otra herramienta, deberían canalizar esta epopeya. ¿Podrán hacerlo? Es una institución desacreditada y tambaleante, pero aún goza del prestigio suficiente. La Corte Internacional de La Haya sigue disfrutando de enorme respeto. Ella tendría que tomar este toro por las astas.

    Mientras los síntomas del desastre crecen, estamos idiotamente enfrascados en discursos bélicos y gastos militares, seguimos produciendo cajitas felices y celulares que reconocen la voz del dueño, automatizados como robots, hipnotizados por el dinero y el consumo. Aceptamos en silencio, o con alborozo, un mundo de exclusión, de desigualdades lacerantes, de hambre masivo y tragedia infantil. Nos encogemos de hombros frente a las miradas implorantes de millones de niños sufrientes, pretendemos arreglar todo con fuerzas represivas, muros y cárceles. Ese camino autista, soberbio y necio, conduce inexorablemente al colapso ambiental y a la dictadura totalitaria, inútil y sangrienta como todas ellas, que probablemente constituya el epílogo de la Humanidad como la conocemos.     

 

                            Ricardo D. Rabinovich-Berkman