EDUCACIÓN Y DISCRIMINACIÓN

(Algunos aspectos de una vasta problemática)

 

 por Ricardo D. Rabinovich-Berkman

 

I. INTRODUCCIÓN

            La mera idea de la existencia de un derecho subjetivo, es decir, de una facultad susceptible de ser reclamada, de ser exigida, a la educación, es una relativa novedad. En la antigua Grecia, al igual que en Roma, los estudios solían estar signados por las posibilidades económicas y sociales de cada uno, y no hay esbozos de una idea de la educación como prerrogativa. Se asume, sí, la conveniencia de la educación, y de su difusión, pero generalmente se da como un hecho que ésta siempre estará limitada a un sector minoritario.

           Uno de los grandes vientos de cambio vendrá del lado judío, por la vía del cristianismo. Una característica de las religiones basadas en la Biblia es que propenden al aprendizaje de la lectura, para facilitar el acceso a su texto (y, en el caso del Islam, fundamentalmente al del Corán). El ingreso masivo en el judaísmo cristiano de paganos ajenos a las tradiciones hebreas,  desde el siglo II de nuestra era, impuso la necesidad de ser menos estrictos en materia de estudio y análisis directo de la literatura sagrada, y consecuentemente se relajó la exigencia de saber leer, insoslayable en todo niño israelita, y se reemplazó el contacto directo con la Biblia por su lectura pública en la iglesia (como se hacía también en las sinagogas).

             En esto fueron mucho más severos los musulmanes, que mantuvieron impertérritos la imposición de las escuelas coránicas públicas, incluso (y especialmente) cuando se incorporaron poblaciones enteras que no hablaban el árabe, a los efectos de que el Corán no debiera ser nunca traducido, y todo creyente pudiera leerlo, meditarlo y conocerlo al dedillo. Con todo, la difusión del cristianismo en Europa amplió notablemente las posibilidades generales de acceso a una educación básica.

            La Baja Edad Media preparó nuevas reacciones. La prosperidad de la burguesía, con su interés por convertirse en un grupo culto, el florecimiento de las universidades, y finalmente la aparición del libro impreso, infinitamente más accesible, se conjugaron con la difusión general del humanismo. Un nuevo concepto de la educación pública estaba en ciernes. Los protestantismos, sobre todo los de línea calvinista, retomaron como una de sus piedras fundamentales, la idea del contacto directo de cada fiel con la Biblia (que ahora era impresa, y mucho más fácil de conseguir). A su vez, la reforma católica tomó el guante, y también replanteó la cuestión de la educación masiva, característicamente mediante proyectos pedagógicos vastos, como el jesuítico.

            Sin embargo, aún la educación no aparecía claramente como el objeto de un derecho. Los primeros debates en tal sentido, parecen haber surgido, como tantas veces, a partir de la cuestión sexual o, como se le dice ahora, “de género”. En efecto, el siglo XIX será campo de debate acerca de la educación femenina. La mujer, tradicional y secularmente apartada de la educación superior, empieza, ella misma por un lado y muchos hombres por otro, a librar un combate por la igualdad de acceso a las aulas (y, consecuentemente, a las profesiones que requieren graduación). A su vez, la paulatina laicización de las universidades abre sus puertas a sectores que antes las tenían vedadas, como es el caso de los judíos, o de los cristianos de confesión diferente de la oficial en cada país. En España e Hispanoamérica, hasta el siglo XIX se requerían expedientes de “limpieza de sangre”, es decir, demostraciones de no descender en varias generaciones de israelitas o de moros, para poder estudiar en muchísimas instituciones públicas y privadas. Estas restricciones se levantarán en América tras las revoluciones, y en la Península contemporáneamente con la caída de la Inquisición.

 

II. EL PARADÓJICO SIGLO XX

            El acceso de estos sectores postergados a la educación, fue consolidando la idea de que existe un derecho de todos los seres humanos en tal sentido. Sin embargo, el siglo XX, que se esperaba fuese el gran momento de construcción de una sociedad nueva, trajo retrocesos impredecibles. Al calor de las ideologías nacionalistas, la educación se cerró a los definidos como “extranjeros”, aunque hubiesen vivido en el país en cuestión por siglos. La doctrina racista hitleriana expulsó de la enseñanza pública, como docentes y como alumnos, a todos los considerados "no arios", especialmente a los judíos, y llevó al diseño de planes de educación subalterna, con prohibición de la formación superior, para los pueblos de las razas “inferiores”, como los polacos. Al mismo tiempo, se establecieron cupos estrechos y rígidos para las mujeres en las universidades, acordes con el ideal nazi del ama de casa madre de familia sin otra ocupación que la de satisfacer a su esposo e hijos.

             Hitler fue derrotado, y los neo-nacionalismos europeos o se morigeraron, como el de Franco, o cayeron, como el de Mussolini. Pero nuevos fantasmas emergieron entonces. En los países musulmanes, donde el influjo occidental había desbrozado a veces el camino de las mujeres hacia una educación superior, se produjeron restauraciones tradicionalistas que, directa o indirectamente, condujeron a menudo a que se desanduviese el arduo trecho recorrido. Finalmente, también los racismos y los nacionalismos xenófobos regresaron a la escena.

            El panorama resultante es paradójico y desalentador. Por un lado, tenemos la idea de la educación pública masiva, que militó a lo largo de todo el siglo XIX al calor de las creencias liberales, y de la cual nosotros en Argentina tenemos una muestra paradigmática, que debe enorgullecernos, en la Ley 1420, que enaltece a la nobilísima provincia de San Juan, por cuanto su hijo dilecto, el eterno Sarmiento, fuera el mayor combatiente por esa normativa. Esa idea, por una parte, floreció en los países de Occidente desarrollando las escuelas primarias obligatorias y gratuitas. La educación pasó así a ser más un deber que un derecho. Y este fenómeno se hizo más notable aún en los Estados socialistas. La instrucción básica se convirtió en un paradigma compartido, real o declaradamente, por toda la comunidad internacional, y su mayor difusión, extensión y amplitud devinieron parámetros del desarrollo de un país. Y todo esto, al lado de cuanto mencionábamos antes...

            Pero lo más contradictorio del siglo XX, desde esta óptica que hoy nos reúne, es el hecho de que al mismo tiempo se desarrollasen dos cosmovisiones completamente antagónicas acerca de la integración social, en lo atinente a las personas con aptitudes físicas o –especialmente– psíquicas disminuidas con relación al promedio general, o a un parámetro abstracto elaborado a priori.

 

III. EL BIOLOGISMO

            Por un lado, entroncando en la corriente judeocristiana fundada en la consideración de la caridad como un valor, como una virtud, que impone la ayuda a los más débiles y necesitados, prioriza los aspectos espirituales por sobre los somáticos, y proclama la igualdad ontológica de todas las almas, más allá de las diferencias entre los cuerpos y las potencias mentales, se fue asentando el criterio del derecho de esas personas a desarrollar sus potencialidades, a autoconstruirse, a vivir una existencia positiva, y procurar la felicidad. Todo lo cual, por supuesto, implicó el acceso a la educación. A su vez, las vertientes socialistas de cuño más marxista, como la predominante en la Unión Soviética, con su conocido espíritu de entronque laico con las creencias e instituciones religiosas cristianas, también se enrolaron en esta tesitura. 

             Pero paralelamente creció otra óptica. En 1859, al aparecer el Origen de las especies de Charles Darwin, algunos antropólogos no pudieron evitar la tentación de vincular las ideas del gran biólogo inglés con la corriente francesa capitaneada por Jacques Boucher de Perthes, que ya para ese entonces había conquistado a sus más férreos opositores, Rigollot y Charles Lyell, y que consideraba al hombre muchísimo más antiguo de lo que hasta entonces se sostenía. Boucher de Perthes, ya desde 1838 venía sosteniendo la presencia de humanos en el pleistoceno, y en consecuencia la contemporaneidad de nuestra especie con varios mamíferos extinguidos, como el mamut o el megaterio, pues en los estratos geológicos donde se hallaban restos de estos animales también aparecían elementos que eran obviamente de hechura humana.

             Si el hombre era tan extraordinariamente antiguo, y había coexistido con criaturas extintas, la posibilidad de que hubiese estado él mismo sujeto a las grandes leyes macro-biológicas que determinaban los cambios y las desapariciones de las especies, resultaba cada vez más plausible. Sin embargo, los antropólogos aún no tenían una teoría concreta al respecto, y por eso se encaramaron en la de Darwin, cuando el Origen de las especies vio la luz. Nótese, aunque esto ha sido destacado ya un millón de veces, que Darwin no hace referencia a evoluciones posteriores del ser humano, una vez que llega a ser tal, en su obra principal, pero los antropólogos no pudieron evitarlo. Además, el libro apareció en un mal momento.

             Por un lado, las ideas de Auguste Comte, plasmadas en sus Principios de filosofía positiva, de 1831, habían convocado a los científicos a abandonar las especulaciones abstractas y las consideraciones metafísicas (ya denostadas por los racionalistas post-cartesianos, como Pufendorf), y a concentrarse en el estudio de las evidencias fenoménicas, de las pruebas concretas, tangibles. Obviamente nutrido en el empirismo del escocés David Hume, Comte, al tiempo que fundaba la Sociología, invitaba a los estudiosos a plantear, a partir de la contemplación de los fenómenos sensorialmente asequibles, reglas y leyes generales “de sucesión y de similitud” a las que tales fenómenos se mostrasen sujetos. Tales reglas o leyes debían propender a la mayor amplitud posible. De modo que los principios de Darwin venían al dedillo para interpretar aspectos de la flamante antropología social.

            La irrefrenable expansión colonial europea hacia el África, Asia y Oceanía, la comparación de las civilizaciones conquistadoras con las conquistadas (y el mero hecho de las derrotas de éstas), y un dejo del ya decadente romanticismo nacionalista de principios del siglo XIX, se conjugaron con las posturas filosóficas de Hegel y de Nietzsche (ambas peculiarmente interpretadas, es cierto) para dar nacimiento a las cosmovisiones racistas y eugenésicas, que son primas hermanas.

            La aplicación de los criterios darwinianos a lo social llega a ser tan impactante, que el gran neurólogo Cesare Lombroso, como es sabido, elabora en El hombre delincuente, de 1876, la tesis de que, si la adaptación social es un resultado de la evolución, entonces el delincuente, en tanto inadaptado, es necesariamente un ser que involuciona, que regresa hacia sus ancestros simiescos. Y a partir de estas premisas, siguiendo los criterios de Comte, se dedicó a estudiar las biotipologías de los criminales, para detectar signos físicos de su involución. Como resultado de estas investigaciones, que en su época fueron tenidas por brillantes, y le valieron a Lombroso una fama internacional casi indiscutida, elaboró sus famosas descripciones generales de tipos fisonómicos de delincuentes, que hoy son objeto de museos de cera y de bromas de mal gusto, pero por entonces recibieron entusiasmada acogida universal.

            En el extremo del delirio biologista, el insigne jurista y politólogo alemán Georg Jellinek, publica su Teoría general del Estado (del año 1900), donde llega a mostrar al Estado como una criatura orgánica sometida a la evolución darwiniana.  

                   Algunos espíritus inquietos, a fines del siglo XIX, empiezan a preocuparse, y a distinguir lo que, muy posiblemente, dentro de la Iglesia Católica y otras corrientes cristianas había sido intuido desde un principio. En el propio país de Darwin, Samuel Butler (1835 - 1905), quien lo trató asiduamente por muchos años, escribe la novela fantástica utopista Erewhon, o Allende las Montañas. En ella imagina un país donde la teoría de la evolución funda toda la vida socio-jurídica. Como resultado, la enfermedad es considerada el más grave de los delitos, y toda falla biológica es castigada severamente como crimen contra la especie humana.

                  En 1898, el periodista y escritor socialista inglés Herbert Wells publica su libro La guerra de los mundos, obra de ciencia ficción donde imagina una devastadora invasión marciana, que pone a la humanidad al borde de la extinción. Entonces, uno de los pocos sobrevivientes, en las ruinas humeantes de Londres, explica en términos darwinianos cómo el colapso, lejos de constituir una desgracia, ha de resultar una bendición para la humanidad. Extasiado, exclama: “No queremos idiotas ni incapaces. La vida vuelve a ser natural, y los inútiles, los engorrosos y los malos tienen que morir. Tienen que morir. Debieran morirse de buena voluntad. Después de todo, es una clase de traición el vivir para inficionar la raza. Y no pueden ser felices Además, la muerte no es cosa tan horrible: es el miedo lo que la hace antipática..."

 

IV. EL AUGE DEL DARWINISMO SOCIAL

            Sin embargo, el biologismo darwiniano, ya transformado claramente en teoría sociológica, ingresa en el siglo XX campante, y se beneficia del clima de desazón y vacío que sigue a la Primera Guerra Mundial. Tal vez, se piensa, la respuesta frente a semejante horror fuera la construcción de una humanidad mejor, más inteligente y sana. Las teorías eugenésicas se vuelven equipaje básico de los científicos de todo el mundo, lenguaje compartido a uno y otro lado del Atlántico. Si bien se desarrollan como en ninguna parte en Alemania, son aplaudidas en Harvard y en Sudamérica. La distinguida investigadora cuyana Susana Ramella ha demostrado acabadamente en su brillante tesis doctoral, intitulada Ideas demográficas argentinas (1930-1950): una propuesta poblacionista, elitista, europeizante y racista (Persona, XI, noviembre del 2002), cómo el darwinismo social influyó dramáticamente en la Argentina de aquellas décadas.

            En esta misma revista (Persona, II, diciembre del 2001) ha aparecido también el trabajo de Nadia Branchini sobre el alemán Georg Friedrich Nicolai, a quien no vaciló en llamar “un enemigo del nazismo con ideas nazis”. Esta dura calificación, que le valió las agudas críticas del Dr. Héctor Sandler, tenía sin embargo su razón de ser. Nicolai, acérrimo opositor de Hitler, resolvió emigrar de Alemania en solidaridad con los científicos judíos perseguidos, y especialmente con su íntimo amigo Albert Einstein. Eligió para su exilio, que se tornaría definitivo, primero la Argentina, y luego Chile, donde finalmente se quedó, dedicado a la docencia universitaria. En nuestro país publicó un libro de título más que sugerente: La Eugenesia como gloriosa culminación de la Medicina  (Lanús, SAC, 1957).

            Actitudes como la de Nicolai no eran raras. No en vano el nazismo se presentaba en la década de 1930 como la única doctrina política realmente moderna, adecuada al estado de las ciencias. Obsérvese esta fotografía de propaganda donde los novios se someten felices al control eugenésico antes de casarse. En lo personal, como lo he sostenido con más desarrollo en otras oportunidades, estoy convencido de que fue esa fachada de actualidad epistemológica la que atrajo a tantos científicos de primer orden al redil de Hitler.

            Las explicaciones psicológicas de Erich Fromm resultan muy plausibles para lo atinente a los empleados de oficina de la media burguesía, pero no explican ni remotamente el nazismo del filósofo Martín Heidegger, el gran psicólogo Carl Jung o Konrad Lorenz, el Premio Nobel fundador de la etología, entre otros.

             Con razón acota el gran genetista Albert Jacquard que el nazismo “se sitúa en un período de la historia donde la matriz aportada por la ciencia había realizado progresos fabulosos. Los nazis la desviaron para ponerla al servicio de sus fantasmas. Los primeros descubrimientos de la genética fueron pervertidos por ellos para representar al racismo como científico. Un genetista, Von Verschuer, director del Instituto de Antropología de Berlín, felicitó a Hitler por ser el primer hombre de Estado que ha hecho de los legados de la biología hereditaria un principio director de la conducta del Estado" (Petite philosophie à l’usage des non-philosophes, Paris, Calmann-Levy, 1997, p 85).

             Era la idea que, en realidad, se vivía un tiempo extraordinario, donde la biología y la Medicina tenían por delante una tarea mesiánica y salvadora. Ya no se trataba de curar personas, sino de sanar a la especie toda. Hacerla fuerte, linda, perfecta, libre de taras y deficiencias. Se podían discutir aspectos secundarios, como el racismo o el antisemitismo, o el qué hacer con los discapacitados, si dejarlos, aislarlos, castrarlos o matarlos. Pero de la necesidad de echar mano de las nuevas posibilidades científicas para construir una humanidad distinta, no había dudas.

 

V. LAS ADVERTENCIAS DE HUXLEY

            Otra vez se yerguen voces de advertencia desde el lado de la novela inglesa. En la línea del utopismo fantástico, como el de Butler en Erewhon, y con una sardónica respuesta para los planteos de Wells en La guerra de los mundos, Aldous Huxley compone su Brave new world, que alguien tradujo como Mundo feliz, y así quedó en castellano. Esta obra extraordinaria, donde se juega con la idea de una sociedad biológicamente estructurada, fundada en la ingeniería genética y la reproducción fuera del cuerpo, es varios meses anterior a la toma del poder por los nazis, y en nada hace referencia a ellos ni a Alemania. En cambio, sí se mencionan como antecedentes de esa humanidad que ha alcanzado una supuesta e irónica felicidad en base a las castas genéticas, al socialismo y a los sistemas capitalistas, con su endémica inestabilidad.

            Es decir que Huxley obviamente parte de asumir, con razón, que los criterios biológicos que critica en su mordaz utopía son patrimonio común de su mundo contemporáneo, tanto en Inglaterra como en Alemania, Estados Unidos, Sudamérica, etc.

Su sociedad “feliz” carece de deficientes físicos, que han desaparecido gracias a la ingeniería genética, y en vez de contar con disminuidos mentales patológicos, exhibe sujetos que han sido deliberadamente “producidos” (en el estilo de fabricación en serie introducido poco tiempo atrás por Henry Ford, un adherente fervoroso del nazismo, al que los miembros de la comunidad descripta en el libro rinden respetuoso culto), producidos para ser idiotas en la estricta medida deseada, a fin de que cumplan pacíficamente funciones y tareas subalternas, maquinistas, desagradables para cualquiera con una inteligencia normalmente desarrollada.

Obviamente, en el mundo huxleyano, la educación como tal está reservada solamente para las castas más altas, especialmente para la superior, los “alfas”, que se forman desde la fecundación para ser los dirigentes de la comunidad. En las castas inferiores, la enseñanza se limita a lo estrictamente imprescindible para vivir en sociedad y cumplir con los trabajos asignados.

Incluso, en el pináculo de su ironía británica, Huxley emplea los descubrimientos de Pavlov sobre el condicionamiento de reflejos, para imaginar un adiestramiento de rechazo a los libros, poniéndolos al alcance de los niños “inferiores”, y aplicándoles descargas eléctricas cada vez que los toman en sus manos.

             Uno no puede dejar de pensar que el sistema de la educación limitada a los estadios inferiores y a las tareas físicas fue el proyecto nazi para la Polonia conquistada, cuya población era considerada inferior a la "aria" nórdica (eran “conservadores de cultura”, y no “creadores” de ésta, según la clasificación de Hitler en su libro Mi lucha), y sin dudas iba a ser el esquema general a ser impuesto en el mundo, si Alemania concretaba su sueño de conquista universal.

            En el lugar de las castas genéticas huxleyanas, el factor determinante del grado de acceso a la educación sería la raza, en base a las escalas desarrolladas por la biotipología inglesa y alemana, y adoptada parcialmente por Hitler y sus ideólogos. La formación superior quedaría reservada a los “arios”. Los eslavos, vistos como más cercanos a éstos, accederían a una instrucción subalterna. Posiblemente por debajo hubieran venido los latinoamericanos y los orientales no japoneses (recuérdese que los nipones habían sido declarados “arios” por razones estratégicas), luego los indios, y finalmente los negros, considerados próximos a los simios. Así, todas las razas “conservadoras de cultura”. Por supuesto, ninguna educación hubiera quedado reservada a los “destructores de cultura”, los "cánceres de la humanidad", los gitanos y, por sobre todo, los judíos.

 

VI. QUEMAR LOS LIBROS

             En cuanto al mecanismo pavloviano de una seudo-pedagogía del rechazo a los libros y a la cultura en general, presenta un interés enorme. Siglos de censura bibliográfica, a cargo de la Inquisición en el mundo católico, de las iglesias locales en las comunidades protestantes, y del Estado en todas partes, se habían probado ineficaces. La gente seguía tratando de leer, y de leer cosas prohibidas. Pronto Hitler pondría en práctica el viejo expediente inquisitorial de quemar libros (tristemente reiterado tras la cordillera por el gobierno de Pinochet).

Terminada la Segunda Guerra, el brillante y oscuro George Orwell, otro inglés notable, escribió la más descorazonadora de todas las utopías negativas del siglo XX, 1984, y allí retomó la idea de una restricción abrumadora del acceso a los libros, implementada por un Estado totalitario y omnipresente (inspirado en la Unión Soviética de Stalin, con pinceladas fascistas).

Con menos profundidad, pero con una óptica ya adecuada al mundo de la Guerra Fría, regresó sobre esta línea el norteamericano Ray Bradbury, en su propia utopía negativa, Fahrenheit 451, donde quemar libros es la función de los bomberos, y no hay peor delito que tenerlos y leerlos.

En realidad, el utopismo negativo estadounidense ya registraba un antecedente poco conocido en la novela Himno, de Ayn Rand, aún no traducida al castellano que yo sepa, que describe una sociedad tanto o más agobiante que la de Orwell, donde la educación está absolutamente limitada, y la lectura prohibida.

Paradigmáticamente, en las tres utopías de Orwell, Rand y Bradbury, el “despertar” de los protagonistas, y el desarrollo de sus individualidades, y al propio tiempo de su rebelión contra el sistema, se van dando en la medida en que acceden a los libros, leen, descubren la cultura escrita, y se educan. La identificación entre libros, educación y posibilidad de autoconciencia y de libertad es mayor en Bradbury, pero está presente en Rand y, en menor medida, en 1984.

         Los bomberos incendiarios de Fahrenheit 451 no fueron necesarios, y las telepantallas invasoras de Orwell tampoco. En cambio, sí progresó la idea pavloviana, pero en forma infinitamente más sofisticada, creando desde los más tiernos años en los niños una adecuación dependiente de la imagen y el consecuente rechazo a la lectura de libros, especialmente cuando se trata de libros que implican la construcción de abstracciones no matemáticas, o del empleo de la imaginación creativa, de la crítica razonada o de la investigación en fuentes. Bradbury, en Buenos Aires, poco tiempo atrás, exclamó: “los niños no precisan de computadoras, sino de maestros”, y a la pregunta de una periodista sobre su opinión de Internet, respondió con una sola y elocuente palabra: “bullshit”, que no requiere traducción.

En varios aspectos, Umberto Eco se ha mostrado coincidente. La televisión y las computadoras personales, más allá de su utilidad innegable, han hecho más daño a la cultura del libro y a la educación profunda, con todas sus consecuencias, que un millón de bomberos bradburyanos...

 

VII. EL TRIUNFO DE HITLER

Ahora bien, los nazis fueron derrotados, por lo menos eso dicen los libros de Historia. Y por unos años, tras la victoria aliada, pareció que sus ideas también, sobre todo al revelarse en toda su magnitud los horrores de la que con razón Robert Jay Lifton, en su libro Los médicos nazis calificó de “dictadura médica”, porque todo su corazón residía en las concepciones biológicas neo-darwinianas. Pero, como lo he sostenido ya en varias oportunidades, y desgraciadamente estoy cada vez más convencido, su cosmovisión, sus criterios sociales, su abordaje de la vida y de la humanidad, lejos estuvieron de perder en el conflicto, y no sólo permanecen en nuestras mentes hoy, inoculando las creencias de base del mundo actual, sino que han desarrollado brotes nuevos, al calor de las flamantes tecnologías biológicas, y alcanzan alturas que ni el mismísimo Hitler se atrevió a soñar.

         La eugenesia, tan acariciada por los científicos de la segunda y tercera décadas del siglo XX, procuraba una humanidad sin enfermos, sin deficientes, sin discapacitados ni deformes. Por la vía de la esterilización y del aborto, se evitaría que los portadores de taras tuviesen descendencia. Aún no existía la tecnología para detectar las falencias al nivel del embrión, así que sólo podía trabajarse en base a los datos y antecedentes de los padres. Hoy, las cosas han cambiado. Los análisis tempranos, las ecografías, etc., permiten conocer la presencia de anomalías desde los primeros momentos de la gestación. Cada vez más países permiten el aborto eugenésico en los primeros tres meses del embarazo. En otros, como el nuestro, si bien continúa incriminado, es muy posible que se realice, disfrazado como limpiezas o legrados, incluso en sanatorios de lujo y cubierto por la Medicina prepaga. Mucha gente se asombra por la obvia disminución de chicos con síndrome de Down. Algún iluso cree que ya se ha descubierto el modo de curar en el embrión esa terrible enfermedad. Dios, que todo lo ve, pero a quien no todos temen, sabe que la respuesta, desgraciadamente, es muy distinta.

         También la eutanasia, que venía discurriendo por carriles simpáticos desde Santo Tomás Moro y Francis Bacon, quienes la propusieron para los enfermos terminales muy sufrientes, se desbarrancó desde fines del siglo XIX, ante los empujes darwinianos, y llegó con el nazismo a niveles insospechados.

            La suerte de los discapacitados mentales bajo el régimen nazi es conocida. Lifton se ha ocupado con mucho provecho de ese tema (Lifton, Robert Jay, The Nazi Doctors, Medical Killing and the Psychology of Genocide, EEUU, Basic, 1986, pp 22 ss). Ya en 1923, una década antes del ascenso de Hitler al poder, el genetista alemán Fritz Lenz (que luego adhirió al nazismo con fervor), fustigaba a sus compatriotas por el atraso en que se hallaba la política de esterilización de criminales y de personas con deficiencias consideradas hereditarias, frente al comparativamente mucho mayor desarrollo del tema en los Estados Unidos. La Constitución de Weimar había operado como fuerte defensa de los derechos básicos. Fritz Lenz (Human heredity, New York, Macmillan, 1931, cit. por Lifton, p 23), admirador de Norteamérica, ponía sus esperanzas eugenésicas en ese país .

              Y tenía motivos. En 1920, ya eran veinticinco los estados norteamericanos que tenían leyes autorizando la esterilización de criminales, dementes y personas consideradas genéticamente inferiores. En realidad, si consideramos que el Derecho estadounidense es eminentemente judicial, la cantidad era mayor. En 1932, Jacob Landman (Human Sterilization: the history of the sexual sterilization movement. N.York, Macmillan, 1932, p 4) advertía sobre la “eugenesia alarmista"  estadounidense, que mezclaba profilaxis con racismo. Nueve años antes, en efecto, el norteamericano Albert Wiggam, en su Nuevo decálogo de la ciencia (New Decalogue of Science, Indinapolis, Bobbs-Merril, 1923, pp 25/6), había advertido algo muy semejante a lo que, casi al mismo tiempo, Hitler escribía en Mi lucha: que la moral judeocristiana, con sus mensajes de caridad y amor al prójimo, genera una civilización suicida, autodestructiva, que “en lugar de mejorar al hombre, está acercando la hora de su destrucción”. La biología, re-creada por Darwin, venía a despertar a la humanidad.

                             Pero Lenz se equivocó. El gran triunfo inicial de la nueva eugenesia-eutanasia se dio en Alemania. El 30 de enero de 1933, Hitler juró como canciller, y el 22 de junio, ya su Ministro del Interior, Frick, remitió al Congreso un proyecto de ley de esterilización masiva compulsiva, aprobada tres semanas después. Se estimó entonces que serían esterilizados 410.600 pacientes ya internados (200.000 deficientes mentales, 80.000 esquizofrénicos, 20.000 maníacos depresivos, 60.000 epilépticos, 600 con mal de Huntington, 4.000 ciegos, 16.000 sordos, 20.000 deformados, y 10.000 alcohólicos). Para eventuales litigios, sea crearon los Tribunales de Salud Hereditaria, integrados por dos médicos y un juez letrado (Lifton, p 27).

                             Ya antes de Lenz, en 1920, el prestigioso jurista Karl Binding, cuyas ideas se citan hasta hoy en los libros argentinos de Derecho Penal, y el psiquiatra Alfred Hoche habían publicado en Alemania un trabajo en cuyo título se empleaba la expresión lebensunwertes Leben (“vida que no merece –no vale la pena– ser vivida”), y en cuyos párrafos se proponía el homicidio “piadoso” de los enfermos incurables, los dementes, los deficientes mentales (incluidos los retrasados) y los niños deformados. Estos autores destacaban la importancia de que la muerte fuese concretada por médicos, con control jurídico, y planteaban la cuestión del costo que para la comunidad sana significaba la manutención de estos “balastos humanos”, argumento económico que luego sería muy del gusto del nazismo.

               Entre 1933 y 1941, fue cobrando fuerza la idea de que la esterilización no era suficiente. Los "balastos" debían ser muertos. El punto de inflexión lo dio el “caso Knauer” (1939) en que el propio Hitler aceptó la eutanasia de un bebe nacido ciego, sin una pierna y parte de un brazo. En 1940 se dio inicio al exterminio médico de niños (primero, de hasta tres años). Al año siguiente, se abarcó a niños mayores, adolescentes y algún adulto joven, y se incluyó al síndrome de Down. Ya por lo menos 5.000 habían sido muertos. En 1939 se había puesto en marcha el proyecto T4, para matar pacientes psiquiátricos adultos. En 1940 se construyó para ellos la primera cámara de gas de la historia, y por la cantidad de cuerpos se habilitaron los primeros crematorios masivos.

             Como vemos, esta idea de la eugenesia-eutanasia, que ya se veía esbozada en la Guerra de los mundos de Wells, y en el Erewhon de Butler, estaba bien afincada antes de Hitler, y lo sobreviviría. En la actualidad, subyace a la concepción de una humanidad bella y fuerte, sana e inteligente, verdadera y única dueña del planeta, habilitada para decidir quiénes pueden nacer y quiénes deben morir.

            Para tranquilizar su conciencia, lógicamente muy inquieta, se repite que es perfeccionista pero no racista, y por eso hace una esbelta amiga negra para la muñeca Barbie, y los estudios de Walt Disney dibujan una exuberante Pocahontas con tez cetrina y nariz ligeramente indígena, y una hermosa Mulán de características chinescas.

             Pero, más allá de que el racismo sigue gozando de óptima salud, lo cierto es que son muy, muy pocos (y otra vez mis respetos para Benetton), los que se animan a quebrar el paradigma de una humanidad hermosa y perfecta.

 

VIII. LA EDUCACIÓN EN LA ERA DEL SUPERHOMBRE

En ese contexto darwiniano, que nos bombardea desde la televisión, el cine, la publicidad, los parámetros generales compartidos; en esa sociedad de arquetipos esbeltos y supuestamente inteligentes, ¿qué lugar puede caber para los que no han sido asesinados caritativamente antes de nacer, y están allí, mostrando sus cuerpos deformes, sus cerebros dañados, sus miembros inertes, sus órganos inútiles, con horrenda desvergüenza, como manchas, rémoras, vestigios de un pasado desagradable que tanto cuesta barrer? “Deberían morirse de buena voluntad”, suspiraba el militar loco de la Guerra de los mundos. Cada paso que demos en favor de ellos, de su integración, de su desarrollo, incluso de su eventual reproducción, será, nos advierten Lenz, Wiggam, Hitler, y hasta el propio Nicolai, una trampa suicida, un paso en falso por el plano inclinado jabonoso de la caridad cristiana. Entonces, ¿cómo hablar siquiera de reconocerles un “derecho” a la educación?

             De modo que uno de los mayores desafíos del momento es el que nos ocupa, porque se debe cobrar conciencia –y esa es la razón de mi largo prolegómeno- de que la lucha por el reconocimiento del derecho a la educación de las personas que se apartan notablemente de la norma, por así decirlo, del humano esperado en nuestra sociedad contemporánea, es un remar contra una corriente poderosa y arraigada. Las dificultades de asignación de recursos y de dedicación de infraestructura que padecen en la comunidad actual los que tienen su movilidad restringida, o sus facultades psíquicas afectadas por alguna enfermedad o disminución, no son factores contingentes, superficiales. Son epifenómenos de la diabólica cultura de la perfección biológica, el más terrible de los muchos legados fatídicos que las cosmovisiones nazis y pre-nazis nos legaran. Y jamás se solucionarán mientras no se combata de frente y de cuajo contra el neo-darwinismo social, y se asuma sincera y radicalmente la belleza y magnificencia de toda vida humana, y su facultad inherente a conseguir la mayor felicidad posible.

En tal sentido, es fundamental encarar la educación como objeto de un derecho subjetivo, de una prerrogativa de todos los sujetos, y no como una concesión graciosa y tolerante de la comunidad. No se trata de agradecer, se trata de exigir y recibir lo que por Derecho se merece. No es que los “normales” se compadecen de los pobres discapacitados y condescienden paternalmente a brindarles un poco de instrucción. El paso elemental es reconocer a todos los seres humanos, absolutamente a todos, los mismos derechos esenciales, entre los que está el de recibir una educación satisfactoria. Algunos, por obvias razones, podrán ejercer esas prerrogativas propias por sí solos. Otros, requerirán de asistencia o de representación, por parte de personas imbuidas de los intereses del asistido o representado. Pero siempre serán los respetabilísimos derechos de éste los que estén en cuestión, y no una mera concesión social elogiable.

En varias oportunidades anteriores me he ocupado de ese precepto magnífico que es el viejo art. 51 de nuestro Código Civil. Tomado por Dalmacio Vélez Sarsfield del proyecto preparado para Brasil por Augusto Teixeira de Freitas, y muy poco comprendido por nuestra tradición doctrinaria civilista, procuró sin dudas, en su tiempo (la década de 1860), dejar asentada la personalidad jurídica de los descendientes de africanos. Dice que "todos los entes que presentasen signos característicos de humanidad, sin distinción de cualidades o accidentes, son personas de existencia visible". Es decir, que gozan -por ese solo hecho de su personalidad- de todas las prerrogativas esenciales de cada miembro de nuestra especie. Esas “cualidades o accidentes” que nuestro ordenamiento declara expresamente irrelevantes a los efectos de la titularidad de derechos existenciales, han de ser interpretadas en forma histórica, en consideración a la realidad científica y social de cada momento, pero manteniendo siempre como horizonte la intención integradora que es y siempre fue la finalidad del precepto.

             En consecuencia, las diferencias físicas y psíquicas, sean cuales sean, mientras se trate de seres portadores de un patrimonio genético humano, no disminuyen un ápice la titularidad de derechos básicos. Tan obligado está el Estado a garantizar la educación (así como la salud, la intimidad, el honor, etc.) de una persona con síndrome de Down, o que padece una severa disminución física, como de quien posee un coeficiente intelectual apabullante. La alternativa es de hierro: o adherimos a la cultura de la seudo-perfección biológica, y entonces nos enorgullecemos, por decirlo de algún modo, y con todo el respeto, de nuestras modelos y nuestros atletas, y de vez en cuando de algún premio Nobel o de un actor famoso, y escondemos con vergüenza a todos los “inferiores”, hasta que, con el progreso de la ciencia, nos hagan el favor de desaparecer definitivamente, o asumimos en todas sus consecuencias la premisa de la unidad ontológica de nuestra especie, y actuamos en consecuencia. 

            Hoy en día, siguiendo al maestro peruano Carlos Fernández Sessarego, y al jurista argentino Santos Cifuentes, de quien tuve el honor de ser adjunto por varios lustros en la Universidad de Buenos Aires, hablamos de un derecho básico (“existencial”, en mi terminología y “personalísimo” en la más corriente) al propio proyecto de vida. Yo lo vinculo con la potencia de autoconstrucción de todo existente, en sí mismo y en los otros, cuyo reconocimiento y amplificación considero debe ser el norte de todo sistema jurídico actual.

Obviamente, la autoconstrucción de todo existente requiere el acceso a una educación adecuada, tan amplia, eficaz y profunda como sea posible, idónea para el desarrollo de sus posibilidades físicas, psíquicas y espirituales, sean cuales sean, y para su inserción social como ser individual, tanto como se pueda según las peculiares características de cada sujeto. De allí que podamos plantear con seguridad al derecho a la educación como una prerrogativa existencial.

Como bien lo desarrolla la psicóloga Paula Marcolino en su artículo Educación - discapacidad - discriminación (Persona, XVIII, junio del 2003), otra es la cuestión acerca del tipo de solución que se diseñe, y si ésta propenderá a una educación integrada o diferencial. La referida especialista opta por la primera alternativa, con sólidas razones. En lo personal, si bien me inclino por esa solución, carezco de la formación necesaria como para ingresar seriamente en el debate, y por ello he de soslayarlo. Es, sin dudas, muy importante, pero al fin y al cabo accesorio a la gran cuestión de la educación como derecho para todas las personas.

Un derecho no es tal si no se lo pone en práctica. Ello implica la búsqueda concienzuda de soluciones, la diagramación científica y ejecución de planes, y como es lógico, la asignación de recursos presupuestarios, sin los cuales nada es realmente factible en estos terrenos. Muy bonito hablar del derecho de todas las personas a la educación, y debatir sobre formas de integración pedagógica, pero si no se dedica dinero a infraestructura material y a formación de recursos humanos idóneos, no pasaremos de la dulce perorata. Un país no evidencia su verdadera escala de valores por medio de sus discursos, sus proclamas o los preceptos broncíneos de sus Constituciones. Hechos, no palabras, es lo que la lucha contra la discriminación educativa exige. Y “hechos”, en grande (aunque no única) medida, se lee “dinero”.

 

IX. ENSEÑANZAS DE RICKY

Como corolario de esta cuestión, deseo plantear un principio que creo debe ser objeto de reflexión profunda, y plataforma de despegue para un cambio de actitud general. Como muchos lectores de Persona saben, porque esta humilde revista se gestó a inspiración de él, a fines del 2001 me tocó ver partir a uno de mis hijos, que tenía quince años, y padecía un sarcoma.

Ricky luchó contra su enfermedad atroz durante un largo y terrible año, en cuyo curso me enseñó muchas cosas, y otras las aprendí por el solo hecho de estar allí, inmerso en esa atmósfera épica y abrumadora, triste y magnífica a la vez. Algunas de esas lecciones fueron nuevas, otras reforzaron creencias que ya traía conmigo (téngase presente que llevo lustros dedicado a las cuestiones bío-jurídicas). Entre estas últimas hay una enseñanza que quiero destacar aquí: la de que toda vida, absolutamente toda vida, en cualquier circunstancia, puede tener momentos de felicidad y de realización personal, porque toda vida, absolutamente toda vida, es un proceso valioso de autoconstrucción existencial.

En otras palabras: no hay lebensunwertes Leben, vidas que no valen la pena de ser vividas. Hay vidas más breves que otras, más duras que otras, más tristes que otras. Pero no hay vidas “de descarte”.

           Por eso, una de las cosas que más me impactó desde mi ingreso en ese mundo distorsionado, fue la poca o ninguna importancia que se le daba a la continuidad de los estudios escolares o universitarios por parte de los chicos con cáncer. Inclusive, algunos médicos parecían ver mal esa prosecución, y otros la desaconsejaban expresamente. “En este momento, ellos no tienen otra prioridad que la de curarse”, me respondió un facultativo una vez cuando le expresé mi preocupación por el tema.

Pero esa actitud desconoce una faceta importantísima de la realidad. Por un lado, que tanto para Ricky como para la mayoría de los jóvenes pacientes oncológicos, y de otras enfermedades graves de pronóstico difícil, pocas alegrías son comparables a la de poder seguir estudiando, incluso asistir a clase, rendir exámenes, presentar trabajos. Me he referido largamente a esto en mi librito Ricky, un guerrero de la Vida (Buenos Aires, Quorum, 2002), porque es algo sustancial, e ignorarlo me parece tonto y miope. El regreso a la escuela posee para un chico en estas condiciones un significado colosal. Es la demostración de que continúa en el mundo, de que no es un fantasma, un cadáver que anda. Es la reafirmación de su autoestima, de su poder de construirse a sí mismo, de su legítimo orgullo y de su dignidad, que tan golpeados y humillados se hallan entonces. Es el mantenimiento de su contacto con los demás, con su entorno social “normal”, con el o la que era, y que lucha por, en la medida de lo posible, volver a ser. Yo no tengo el honor de ser médico, pero creo que hoy, después de "Patch" Adams, ya no caben dudas acerca de los efectos terapéuticos del sentirse espiritualmente bien...

         Sostener que los chicos gravemente enfermos sólo deben pensar en sanar, y que estudiar es algo muy secundario importa un concepto ciegamente somático de la enfermedad y la curación, y además olvida (o parece querer olvidar, por lo molesta) una dura verdad: que muchísimos de esos muchachitos y muchachitas, como sucedió con Ricky, no se curan, sino que fallecen. Entonces, como es posible, desgraciadamente, que esos meses o años sean los últimos, todo lo que pueda hacerse por liberarlos del monopolio del catéter, el estetoscopio y la jeringa, debe ser bienvenido. El acceso a la educación de los niños en esas circunstancias no sólo no debe restringirse, sino que ha de ser incentivado, garantizado, promovido. Infelizmente, no me estoy refiriendo a una ínfima minoría. Cada vez, por razones que intuimos pero aún no conocemos (y no estamos haciendo demasiado por conocer tampoco), el número de pacientes oncológicos pediátricos aumenta (el Senador Nacional Dr. Luis Falcó ha presentado al Congreso, a sugerencia nuestra, un Proyecto de Comunicación pidiendo al Poder Ejecutivo informes sobre la existencia de estadísticas atinentes a los casos de cáncer infantil en la Argentina -actualmente se halla en trámite-).

        En consecuencia, se trata de una discriminación educativa tan importante como soslayada hasta ahora.

 

X. LA DISCRIMINACIÓN RELIGIOSA

He dejado dos aspectos más de la discriminación educativa para el final de esta exposición. Es imposible, en una conferencia, tratar con un mínimo de profundidad todas las facetas de un tópico, máxime cuando es de tantas aristas y bemoles como el que nos reúne. Por eso, he optado por desarrollar más lo relativo a las discriminaciones educativas de raíz biológica o bío-psicológica. A otros de los restantes sólo podré acercarme a vuelo de pájaro, y muchos quedarán sin siquiera mencionar.

El primer aspecto que deseo abordar ahora es el inherente a la discriminación religiosa en la educación. Una larga tradición, que hunde sus fecundas raíces en Santo Tomás Moro, y no es por tanto ajena al propio pensar católico, como algunos creen, viene bregando desde hace centurias por la definitiva terminación de las inquisiciones y cortapisas, persecuciones y desmedros, en materia de credo, y la efectiva instauración de la libertad de tener la religión que se desee, o de no tener ninguna, o incluso ser ateo. La lucha por esa libertad es una de las más duras y magníficas epopeyas de nuestra especie, y está muy lejos de haber terminado.

El sistema educativo público argentino venía exhibiendo un bastante aceptable pasado en este terreno. La presencia, desde fines del siglo XIX, de educadores no católicos (maestras judías de las colonias en Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y el Chaco; docentes socialistas y filo-anarquistas emigrados de Italia y España; etc.), y el carácter laico del proyecto sarmientino, tal vez funcionaran como eficaz vacuna contra ese tipo de discriminaciones, por lo menos al nivel de la escuela primaria. Pero una nueva problemática se ha presentado ahora, ante la presencia de alumnos, docentes y estudiantes de magisterio testigos de Jehová. Y no estamos mostrándonos capaces de dar respuestas válidas.

El problema fundamental se presenta porque los adherentes a esa creencia, fundada en 1872 por el pastor estadounidense Charles Taze Russell, sobre la base de líneas cristianas que se remontan al arrianismo del siglo IV, y que hoy son millares en el mundo, rechazan toda forma de reverencia a los símbolos patrios, por considerarlas adoraciones contrarias a los mandatos bíblicos. Concretamente, se niegan a cantar el Himno Nacional, aunque adoptan una actitud silenciosa de respeto, y se ponen de pie, y no izan la Bandera. Con motivo de tales actitudes, los niños testigos de Jehová fueron objeto de feroces reacciones en las escuelas públicas argentinas durante el último gobierno militar, como es suficientemente sabido (sobre este tópico, ver el artículo DISCRIMINACIÓN EN LA EDUCACIÓN -La Resolución N° 100 de la Provincia de Neuquén y los Testigos de Jehová-, publicado en este mismo número de Persona).  

         A más de dos décadas de la restauración democrática, las abogadas e investigadoras Patricia Falcón y Josefina Rita Sica, ésta última además reconocida docente universitaria, y ambas activas testigos de Jehová, y permanentes luchadoras por los derechos religiosos, han reportado, en su comunicación a las Jornadas Internacionales de Derecho de Daños, reunidas en Buenos Aires en el 2002, la continuación de las conductas discriminatorias contra alumnos y docentes de esa creencia, por las razones referidas. Esto es algo que no puede ni debe tolerarse, que nos ensucia a todos, seamos fieles de la religión que sea, o de ninguna. Que debe ser denunciado, señalado y combatido, no sólo por los testigos de Jehová, sino por la comunidad toda.

         Los testigos de Jehová no van a arredrarse ante estas muestras de prepotencia, en las que, al parecer, lleva la cabecera la provincia de Neuquén. No se amilanaron ante las exigencias semejantes de Hitler, en su momento, y eso les ocasionó por lo menos cuatro cosas: la persecución, el campo de concentración, para muchos la muerte, y para todos mi humilde y sincera admiración. Creo que es excelente que nuestros estudiantes reciban lecciones de coherencia, de valentía, de sacrificio por valores y principios respetables (aunque no se los comparta). Además, es esencial, si deseamos alguna vez construir un país de cara al futuro, que los jóvenes crezcan nutriéndose en la diversidad real de la sociedad en que viven, y no encerrados en maquetas fascistas de una uniformidad falsa y supuesta, que por otro lado es estéril y seca, yerma como un erial.

Los padres no testigos de Jehová a menudo charlan, sacan fotos y se pasean en los actos durante el canto del Himno. Los alumnos aprenden de memoria una letra que no meditan, y que ciertamente se cumple muy poco en la práctica. Sólo nos ponemos de pie y en actitud respetuosa en público y en determinadas circunstancias, lo que muestra que nuestro fervor es más de exportación que de pecho adentro. La Bandera es tratada como un paño cualquiera, y a menudo está desvencijada, o sucia, o anda por el piso. Los docentes suelen contribuir muy poco a mejorar ese estado de cosas, del que normalmente participan. Pero no es grave, porque, como decían los viejos incas, “hacen la mocha”, rinden la adoración de gesto y de palabra, y no son testigos de Jehová.

Algún día tal vez aprendamos que el respeto de los derechos existenciales es un millón de veces más importante que el canto del Himno y el izado de la Bandera. Que, como lo enseñaron los dos Santos Tomases ingleses, Beckett y Moro, el Honor de Dios es mucho más relevante y va infinitamente antes que el honor del Rey. Las prerrogativas básicas no son para ser respetadas en estas o aquellas circunstancias: la medida real de su vigencia la da el hecho de que sean defendidas y reconocidas siempre, para todos los que no lastiman a los demás, aunque no pensemos como ellos, o justamente porque no pensamos como ellos.

         Dicho sea de paso, la cuestión de si a los cristianos es lícito reverenciar símbolos del poder temporal, no fue siempre clara y unívoca, ni lo es ahora. Desde antiguo, el tema fue objeto de debates profundos, y de posturas encontradas, y en razón de esa negativa fueron muchos seguidores de la religión de Jesús al martirio en tiempos anteriores a la conversión del Imperio Romano. Que los testigos de Jehová no canten el Himno ni icen la Bandera no daña efectivamente a nadie. Que se los discrimine, lesiona a nuestro ordenamiento jurídico. Es decir, nos daña a todos.

         Que un país donde la mitad de la población sobrevive por debajo del nivel de pobreza grite en su Himno reiterada y frenéticamente “¡Libertad, libertad, libertad!”, eso es escandaloso. Que la letra reverenciada hable de la entronización de la “noble igualdad”, cuando algunos cobran del Estado sueldos o jubilaciones de varios miles de pesos, y otros se ven obligados a medrar con un par de cientos, cuando los jueces se obstinan en negarse a pagar impuestos, y los funcionarios manejan coches con chapas de colores que garantizan su impunidad, eso es una vergüenza. Y podría seguir...

 

XI. LA DISCRIMINACIÓN ÉTNICA

Y la última cuestión a la que deseo acercarme es la de la discriminación étnica. Sólo voy a referirme a ella en forma extremadamente veloz, pero no quiero dejar de mencionarla. Tenemos que aceptar de una buena vez que nuestro país, como la inmensa mayoría de los países, está integrado por una población heterogénea, con diferentes orígenes, tradiciones y costumbres, y hasta a veces idiomas, que se conservan y coexisten con el castellano. Creo que podemos ya considerar bien perecido el delirante sueño fascista, autoritario y prepotente, de una población uniformada, unicultural, con una única identidad grupal. El mayor error de esa cosmovisión consistió en creer que tal homogeneidad era algo bueno, algo valioso, y que toda diversidad, étnica, religiosa, lingüística, era una desgracia. Mil veces escuché decir que “en Argentina no tenemos el problema de la población negra”. O aquel mito asombroso, grato a algunos totalitarios argentinos, de que “en este país los problemas comenzaron con la inmigración”.

         Por el contrario, la diversidad cultural, la heterogeneidad étnica, son extraordinarias bases de respuestas sociales, colosales bancos de datos de experiencia acumulada, magníficos vehículos de transmisión de caudales artísticos, literarios, poéticos, y científicos. La destacada jurista argentina Teodora Zamudio se está dedicando, por ejemplo, en los últimos tiempos, a la apasionante cuestión de la propiedad intelectual de las medicinas indígenas, con cuyos principios activos se confeccionan hoy muchas de las drogas más vendidas y eficaces (y económicamente rendidoras) del orbe.

         Lejos de combatir esa amplitud, como lo hemos estado haciendo por décadas, y tal vez por siglos, lo lógico es que la apoyemos y la aprovechemos. Es perfectamente compatible con la construcción de un campo cultural común, que de ese modo resulta mucho más rico y agradable. Eso, por un lado. Por el otro, en forma coincidente, está el derecho existencial de los integrantes de cada etnia, portadores de su propio patrimonio tradicional, de autoconstruirse, de proyectarse, en forma acorde con esos principios, y respetuosa de ellos. Una vez más, no estamos ante concesiones graciosas de un poder público tolerante y amigo. Se trata de prerrogativas exigibles, que conllevan la obligación jurídica para el Estado de satisfacerlas.

         No es una tarea sencilla, y habrá que dedicarle mucho tiempo, dinero y esfuerzo, para pensar, crear, y desarrollar, los canales y terrenos de encuentro cultural que permitan la mayor diversidad étnica posible, y cumplan tanto como se pueda con la facultad de educarse sin perder las propias raíces. El empleo de las lenguas indígenas, y su enseñanza, junto con la del acervo literario respectivo, es un punto fundamental, por ejemplo. El replanteo del lugar de los aborígenes en nuestra historia, es otro. Tal vez estas cosas ayuden, de paso, a que Argentina empiece a sentirse un poco más americana, que ya es hora...

 

        Discriminación educativa biológica, religiosa, étnica. Son todas caras de un mismo problema, de una sola realidad ominosa y triste. La de una cultura de la prepotencia, de la violencia, del autoritarismo, una civilización que se vuelve contra la espiritualidad y la trascendencia de lo humano, y sueña drogada con supuestas perfecciones físicas y sociales. La verdad, estimados amigos, es que los pobres descendientes de Eva y de Adán, si algo de magnífico tenemos, es la cósmica diversidad de nuestras formas de ser. Extasiarse ante ese milagro, el milagro de las infinitas diferencias, y adorar en esa flameante variedad a nuestra especie, amándola profundamente en cada uno de sus miembros, es el camino que lleva a una Cultura de la Vida. Y una Cultura de la Vida es, sin dudas, una cultura del amor, sin desprecios, sin soberbias y sin discriminaciones.