EL ACTO DE LAS "MADRES DEL DOLOR"

 

por Federico Piedras

 

            Disculpe que la moleste, pero por el cartel que lleva supongo que va al Acto de “las madres del dolor”, ¿no?, le pregunto a una mujer que acaba de sentarse junto a mí en el colectivo, de largo cabello rubio, con el flequillo que le llega hasta la mitad de la frente y con un rostro un tanto arrugado pero con arrugas que salieron antes de tiempo; en sus ojos, puedo percibirlo, se mezclan el dolor y el intento de superarlo. Debe ser una lucha constante, diaria, en especial porque los recuerdos han de ser varios y tan persistentes como esa lucha contra el dolor. Sí, me contesta como si no entendiera muy bien el por qué de mi pregunta; yo también, digo y le explico en forma resumida quién soy y qué hago allí.

            Concluida la presentación, aquella línea invisible que divide a los asientos del colectivo se rompe y, pronto, las palabras van de territorio a territorio, de mi asiento, al de una madre que reclama, al de una abuela que sufre y se emociona, al de una suegra que ayuda y acompaña. Porque también estaban el hijo y la esposa de Faby (así es como se llamaba el hijo que hoy es la insignia de una lucha, entre tantas otras, por justicia), que rápidamente acuden al llamado de la abuela. Miralo que bonito que es, me dice la abuela orgullosa, se parece al padre: el mismo pelo, la misma sonrisa, tan bueno como él era. Permanezco en silencio, dejo que hable; creo que en determinadas ocasiones eso, sí, el silencio, es la mejor compañía a las palabras de ciertas personas; o al menos consideré que en ese momento lo era.

            Desde Liniers hasta Olivos me lleno de recuerdos, de realidades, de estado de causas judiciales, de nombres de mal vivientes y cobardes que no se atreven a reconocer lo que hicieron, siento una extraña conexión hacia ellos, y creo que lo mismo sucede de ellos para conmigo. Reímos, nos ponemos serios, pero, en especial, conversamos, como si fuéramos tres (no incluyo al niño, casi no habla, ríe, se mueve de un lado a otro, no se queda quieto, por lo que cada tanto recibe algún reto) personas que desde hace tiempo se conocen, pero que, en verdad, son unos completos extraños. Entonces pienso, mientras oigo lo que me dicen, que cuando hay alguien que reclama justicia y existe otro que lo oye, desinteresadamente pero interesado, no es un diálogo entre completos extraños, son humanos, personas cualesquiera, unidas por palabras, sentimientos distintos, pero, en fin, humanos, que sienten y son capaces, aunque sea por un momento, de proyectarse junto al otro.

            Llegamos a Avenida Maipú, frente a la Quinta Presidencial, y, en forma instantánea, el cartel de Faby se une con los demás. Comprendo que todos los carteles son uno, que todos los pedidos también se unifican, que las distinciones se hacen en los juzgados y en los periódicos sensacionalistas, pero que la realidad es que cada madre siente lo mismo, que todas acompañan a todas, con dolores personales, sí, pero que duelen lo mismo.

            Escucho, entre cacerolazos y el ruido de las bocinas, las palabras de Viaviam Perrone, la madre de Kevin Sedano (aquel chico que fue atropellado y abandonado cuando huía de una patota, ¿recuerdan?). Luego es el turno de Raquel Witis, madre de Mariano (asesinado por balas policiales al ser tomado como rehén en un asalto), que lee dos bellos poemas dedicados a la memoria de su hijo. La emoción es grande, los cuerpos la sienten y la exteriorizan con el grito de “presente”, que sigue al nombre de cada uno de los hijos de las madres del dolor.

            Así, después de reclamos, deseos, agradecimientos y, en especial, recuerdos, comienza la música. Acaba la música, porque bien se sabe que todo principio tiene un final. Poco a poco, la gente se desconcentra, se despide con besos y abrazos, cariño, afecto, que nunca falta, siempre está alerta para ser utilizado, sin duda, como una de las armas más eficaces.

            Yo también emprendo la retirada, mi caminar por Avenida Maipú hasta la parada del colectivo. Y hacia allí iba cuando de pronto oigo que alguien me grita chau, es una vocecita dulce, que, con un tono agudo, todavía no pronuncia bien las palabras. Giro para ver quién era y, entonces, los veo, lo veo: el hijo de Faby me saluda con su manito, la abuela ríe, la madre también; respondo las sonrisas con otra, me acerco, saludo con un beso, y me voy, me fui.