Editorial

 

TAMAN

 

 

 

 

"No habrá grandeza,

gloria en nuestra Creación y Formación,

sino hasta que sea el hombre"


POPOL VUH, Primera Narración


 

 

 

 

 

Enseña el antropólogo Robert Redfield, en El mundo primitivo y sus transformaciones, que los indios mayas designaban con la palabra taman al estado de armonía social, de los hombres entre sí, y de la humanidad con los dioses. Y vincula ese equilibrio con la pax deum romana, así como al loh de los ancestrales yucatecas, la ceremonia de restauración del cosmos alterado, con la lustratio latina.

Para los pueblos antiguos, en efecto, solía ser una preocupación esencial el mantenimiento de ese orden supremo, esa coordinación cósmica de los hombres entre sí, y de la humanidad con el entorno. Aún en civilizaciones con fuertes componentes de violencia, como las germánicas, la idea de la "restauración de la paz" era obsesiva, omnipresente. El poderoso terrateniente islandés Hrafnkel, en los remotos días de la colonización noruega de la remota isla nórdica, se presentaba a su humilde vecino, cuyo hijo había asesinado, y le ofrecía espontáneamente cantidad de servicios y prestaciones, para sí y para su descendencia. Y terminaba su propuesta, según nos lo refiere la hermosa saga que lleva su nombre, diciéndole: "con eso, estaremos en paz".

El "quiebre de la paz", tan repudiado por los juristas medievales, no convocaba a mayor violencia, sino a una restauración mística del equilibrio roto. La nueva sangre derramada potenciaba el dolor de la anterior, y se convertía a su vez en heraldo de atrocidades aún peores. Todas las sociedades humanas, en todas las geografías, en todas las épocas, han intuido primero, sabido más tarde, y llorado después, que la escalada del odio es imparable, que pretender frenar la espada de bronce con la de hierro, y a ésta con la de acero, sólo consigue convocar al arma de fuego. Que la mera represión es un dique puesto al Atlántico, un lazo arrojado para detener al sol.

Nuestro mundo bulle de violencia. De la de los unos, y la de los otros. De la de los terroristas ciegos, y la de los conquistadores soberbios. Cada uno, en su prepotencia salvaje, cree ser capaz de generar tanto dolor, que sepulte finalmente al enorme odio del otro bajo una montaña de odio todavía más alta. Ensayan asaltos de tristeza colosal, insuperable, extrema, y los ponen en ejercicio. Y se asombran y espantan, al rato, al descubrirse sobrepasados en saña y en impiedad por sus rivales. "Es que no fuimos lo suficientemente duros", se lamentan, y tornan a poner manos en obra. "Esta vez", se regodean, "sí daremos en el blanco". Nuestros cuchillos, nuestras lanzas, nuestras bombas, nuestros tanques, nuestros aviones que chocan edificios, nuestras cárceles con jovencitas de cara inocente que electrifican prisioneros y se divierten bastante, nuestros trenes que estallan, nuestros misiles inteligentes, nuestras decapitaciones, nuestros muros ciclópeos, nuestras muñecas que explotan, nuestros suicidas mártires, podrán más que los de ellos, y reinaremos, soberanos, impertérritos, sobre una dulce parva de cadáveres silentes.

Nuestro mundo crepita de injusticia, de destierro, de hambre, de suciedad y de lágrimas. En los salones donde se habla pausado, se rematan cuadros por cien millones de euros, mientras allí nomás, detrás del horizonte, se mueren en brazos de sus padres miles de chiquitos, por enfermedades que se hubieran podido evitar, o curar, con apenas unos cientos de dólares... Ah, Dios, Alá, Wakantanka, Viracocha, Tzacol, ¿cuándo harás brillar la tarde en que todo hijo sea el hijo de todos? ¿Cuándo nos regalarás el amanecer en que la muerte de un niño realmente nos conmueva?

En vano buscarán mi voz en el coro de los que piden por la mano de hierro, que vislumbran la represión como panacea, la intolerancia como meta. Clamaré, sí, y con fervor de paroxismo, en pro de una sociedad distinta. De una cultura cuya prioridad primera sea la sonrisa de los niños, cuyo himno solemne no se hinche de victorias y cañones, sino de amor al prójimo, de besos, y de sábanas humedecidas por la siesta de otoño.

Acabo de ver en venta, y con suceso, un libro triunfal, escrito por un hombre que se jacta de haber transformado a la ciudad más cruenta del mundo, en la más segura. Pero es, obviamente, botánico de árboles, no guardián de bosques. O yo debo repasar mi Geografía. Porque creía recordar que fue en esa misma urbe, y en plena tranquilidad de este autor, que dos aviones sicarios demolieron sendas torres gigantes, y en sólo una horas hubieron más muertos y heridos que en varios años de la inseguridad previa... ¿Que no tiene na' que ver? Well, my dear friend, allí es donde disiento. Y donde le invito a cambiar su lupa por un telescopio.

Esta civilización se funda en la violencia, y genera más violencia. Violencia interna y externa. La de las calles oscuras, y también la de las invasiones y misiles. Hija bastarda del fecundo árbol judeocristiano, se ha revuelto contra su mensaje de afecto, de caridad, de solidaridad, de Vida, y sólo pare fantasmas, quimeras y sangre. Descontento, vacío, drogas y suicidios. Esa violencia clama por la represión total, por la "tolerancia cero", por las políticas fascistas de rigor absoluto. No hay otra alternativa. Ayer, en Norteamérica. Hoy, en nuestras tierras latinas. Nos han contagiado la enfermedad, y ahora pretenden vendernos el remedio.

Si un camino es errado, andar más rápido, o llegar más lejos, no harán que el camino se enderece. Sólo un loh profundo, una lustratio visceral y sincera, podrían rectificar las sendas erróneas de una humanidad violenta, y avanzar en la difícil, tremenda, pero no inasequible, construcción del taman cósmico, que restañe las heridas, lave la sangre inútil, y presagie un futuro de justicia verdadera.

 

Muy cordialmente,

                                    Ricardo D. Rabinovich-Berkman