Hasta fines de agosto puede visitarse en el Centro Cultural Borges (Viamonte y San Martín) la exposición “Albert Einstein, el hombre del siglo”. Luego de haber concurrido, tuve la necesidad de cubrir el evento de una manera diferente, donde más que contar lo que puede verse allí (lo cual recomiendo, ya que la entrada es accesible: dos pesos o uno para estudiantes), debía escribir sobre lo que me generó todo lo que vi. Y, como las explicaciones por lo general suelen estar de más, valga esto como breve introducción y también valga que finalice aquí.

 

ALBERT EINSTEIN, EL HOMBRE DEL SIGLO 

 

por Federico Piedras

 

Querida posteridad: si no te has vuelto más justa, más pacífica

 y generalmente más racional que nosotros (o lo que éramos),

 entonces, pues, vete al diablo. Habiendo –con todo respeto–

dado expresión a este piadoso deseo, soy (o fui).

Sinceramente

Albert Einstein.

 (Mensaje a la posteridad escrito en pergamino y guardado

en una caja de metal, herméticamente cerrada)

 

 

Mito posmoderno

El genio es un género rarísimo. Se caracteriza

justamente por el hecho de que escapa a la clasificación.

Era de noche. Era el 14 de marzo de 1951. Era, en esa noche del 14 de marzo de 1951, el 72º cumpleaños
de Albert Einstein. A la salida del lugar de los festejos, los fotógrafos esperaban capturar alguna imagen, un retrato que les permitiera tomar de Einstein un momento de lo que Einstein era. Y Einstein sale. Y los fotógrafos arrinconan. Comienzan a presionar sus endemoniados gatillos y las luces se encienden, encandilan y apagan. Una y otra vez, se encienden encandilan y apagan. Al fin Einstein consigue atravesar el camino de imágenes robadas, y junto a los dos amigos con los que iba, se suben, los tres, a un auto. Allí, en el asiento trasero, los tres comentan, hablan, ríen, y antes de que se cierre la puerta, alguien que creía que su trabajo aún no  estaba terminado le pide a Einstein que pose: “una pose de cumpleaños, señor Einstein”, dijo el fotógrafo. Y Einstein cumplió: Einstein sonríe y saca la lengua. Saca la lengua para el fotógrafo, le saca la lengua a la foto, les saca la lengua a todos. En ese momento, aunque Einstein no lo supiera (si bien seguro lo sabía), se inmortalizaba, para siempre, el mito.

 

            Pero volvamos a la lengua, a Einstein, y a Einstein sacando la lengua (sí, sacando en este caso está bien empleado, sacando, porque aún hoy la lengua continúa afuera). Por aquellos tiempos todos los rumores sobre su persona estaban a la orden del día: desde genio, hasta responsable de la bomba atómica (bomba que no creó, tampoco utilizó, ni mucho menos avaló, sino que desde que el hongo se inmortalizaba en Hiroshima, Einstein sufriría y lucharía contra el desprecio dentro de la misma humanidad). Santo o demonio, ciudadano del mundo o un simple judío, Einstein, mientras vivía como Einstein, tenía que soportar todas las habladurías que la fama le agregaba a lo que Einstein ya era, un Einstein que sólo él conocía (consciente desde temprano sobre este karma, Einstein decía: “Si mi teoría de la relatividad es exacta, los alemanes dirán que soy alemán y los franceses que soy ciudadano del mundo. Pero si no, los franceses dirán que soy alemán, y los alemanes que soy judío"). Entonces, a la salida de su cumpleaños, Einstein saca la lengua. Un gesto particular, que a la vista de los que estaban allí debió haber parecido gracioso, tierno, pero que luego, en la foto se convirtió en la imagen que retrataría el pensamiento de Einstein sobre el ser famoso. Y así es como ahora recuerdo a Cortázar, o, mejor dicho, a un cuento de Cortázar: Las babas del diablo. Allí, una persona, en París, un día sale y comienza a sacar fotos. Saca fotos a lo que le parece interesante, agradable, lindo. Saca fotos a todo lo que sus ojos le muestran como plausible de ser fotografiado y luego, al llegar a su casa, las revela. Y aparece el horror, o la verdad: de pronto advierte que la Máquina ve las cosas de una forma distinta a como el Hombre las vio. La Máquina es capaz de mostrarle las cosas tal cual son: el horror, que, por lo visto, el ojo humano no percibió. Cuando Einstein sacó la lengua ninguno de los que estaban allí comprendió que lo que Einstein quería decir era que nada de lo que en aquel momento lo rodeaba tenía importancia para él, que esa lengua no era un gesto gracioso, sino que significaba desprecio hacia la fama de los famosos, la fama hollywoodense que, como alguna vez Einstein dijo, “sólo me ha hecho más estúpido”.

 

            Mito posmoderno que la revista TIME posmodernizaría aún más al considerarlo el hombre de siglo. Y como todo lo posmoderno, su contenido se basa en reminiscencias del pasado o, directamente, en ningún contenido. Mito posmoderno de una postmodernidad que cree que todo es clasificable, que todo corresponde a algún lugar, a una moda, pero que es incapaz de comprender la complejidad de un hombre tan simple como complejo. Cómo me gustaría que Einstein hubiera vivido para ver ese titular, él como el hombre del siglo; cuánto que me hubiera gustado reírme junto a él…

 

No todo se discute entre adultos

            Conocida es la fascinación que tenía por los niños Albert Einstein. Durante su vida, le llegaron cientos de cartas de chicos de diversas partes del mundo, donde había preguntas de toda índole, incluso las que en vez de preguntar, sencillamente le aconsejaban: existe una carta de una niña que le propone, así, a secas, que cambie su apariencia para verse mejor. También es sabido que Einstein se tomaba el tiempo necesario para contestar todas aquellas cartas, cartas que tenían para él la misma importancia que cualquier otra carta. Se cuenta que redactaba las respuestas con sumo cuidado, deseando promover la curiosidad natural de los niños, así como también se dice que en su vejez, mientras caminaba por Princeton, Einstein siempre se detenía a saludar a los niños y balbuceaba con los bebés. Imagino que cualquier chico, ante la imagen de Einstein, se asombraría, lo vería como algo raro, extraño, y extrañado, el chico, o se acercaría a tocarlo para comprobar la veracidad de la imagen o se refugiaría detrás del adulto con el que iba y lo miraría asomando su cabeza por el costado de la pierna de la madre o padre o quien fuera. Sin duda, si de chico me hubiera encontrado con Einstein y visto ese blanco cabello despeinado, sus pies sin medias dentro de zapatos de seguro gastados, como también el abrigo demasiado grande para su cuerpo que dicen que llevaba, junto al gorro de lana que alguien debe haberle tejido, sin duda, conociéndome como me conozco, me hubiese acercado y estirado mi mano para que comprendiera que deseaba que él se agachase y de ese modo yo hubiera tocado su cabello, acariciado su rostro y luego me hubiera reído, mirado con complicidad a quien me estuviese acompañando y de nuevo a reír. Seguro que Einstein también se reiría conmigo.

 

            Como gran humanista que era, Einstein miraba en los chicos no sólo el futuro de la humanidad, sino que también los observaba como un mundo único, particular, con sus propias reglas, que no eran (son) ni más ni menos que las reglas de la imaginación, imaginación de la que Einstein se nutría en forma constante y por eso es que alguna vez dijo que “en los momentos de crisis sólo la imaginación es más importante que el conocimiento”. Sin embargo, también tendría algún conocimiento de la filosofía oriental y de su cultura (lo de “algún”, por las dudas, aclaro que es irónico; desde luego que Einstein conocería y mucho la filosofía oriental), por lo que entonces sabría que la vida es algo cíclico (y no lineal, como lo propone la cultura occidental) en donde se valora ambos extremos –el de los ancianos y el de los niños–, a la vez que se los protege, ya porque significan el futuro, ya porque representan la transmisión de conocimiento a ese futuro (no sé si alguien recuerda en el Episodio II de La guerra de las galaxias –El ataque de los clones– cuando Obi Wan Kenobi consulta a Yoda por un planeta que no aparecía en el mapa de la galaxia; éste, que daba clases a niños futuros Jedis, les pregunta por qué razón un planeta podía llegar a no aparecer, y uno de los niños tenía la respuesta).

 

            Para que vean la seriedad con la que Einstein respondía a los niños, traduzco y transcribo la siguiente carta donde le contesta a una niña que le había preguntado por la longevidad del mundo:

 

            Querida Monique:

                                               desde hace un poco más de dos mil millones de años que ha habido una Tierra.

            Como respuesta a la pregunta sobre el fin del planeta, te aconsejo: ¡espera y ve!

 
 

La religión y la causa judía

La ciencia sin la religión es renga.

La religión sin la ciencia es ciega

 

            La frase que antecede a este párrafo no es una frase mística hecha por un místico cualquiera, sino que la dijo un filósofo humanista que también era un verdadero hombre de ciencia al servicio de la humanidad. Einstein no creía en una religión que tuviera como base el miedo o la moral, como así tampoco creía en “una casta de sacerdotes que se hace pasar por mediadora entre el pueblo y los temidos entes, y funda posteriormente una supremacía” (Albert Einstein, Mi visión del mundo. Bs. As., Hamurabi, 1980, p 26). Creía en un tercer grado de experiencia religiosa, a la que llamó Religiosidad Cósmica. Para explicarla dijo que “el individuo siente la futilidad de los deseos y las mentes humanas, del maravilloso orden que se manifiesta tanto en la Naturaleza, como en el mundo de las ideas. Ese orden lleva a sentir la existencia individual como una especie de prisión, y conduce al deseo de experimentar la totalidad del ser como un todo razonante y unitario”, y será la función del arte y de la ciencia “despertar y mantener vivo ese sentimiento en todos aquellos que estén dispuestos a recibirlo” (Ob. cit. pp 27 y 28). Ni como castigo ni como recompensa en el más allá, sino como misterio a resolver, como capacidad de elevar a la persona tanto en el plano intelectual como en el espiritual y así llenar su existencia, ya que para Einstein el sentido individual de una vida es volver a la existencia de todos más hermosa y más digna, y precisamente por ser la vida sagrada es que representa el valor supremo del que dependen todas las demás valoraciones. La Religiosidad Cósmica se apoya en el asombro ante la armonía de las leyes que rigen la naturaleza, “en la que se manifiesta una racionalidad tal, que en contraposición con ella toda estructura del pensamiento humano se convierte en insignificante destello. Este sentimiento es la razón principal de su vida, y puede elevarlo por encima de la servidumbre a los deseos egoístas” (Ob. cit. pp 30 y 31). En lo que Einstein creía era en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía ordenada del Universo; en lo que no creía era en un Dios interesado en destinos y actos humanos.

 

            Asimismo, conocida es la conexión que manifestaba Einstein hacia el pueblo judío. Consideraba al judaísmo como una cultura con un pasado histórico y con valores éticos comunes, donde los más importantes eran la aspiración intelectual y la búsqueda de la justicia social. Por eso es que aspiraba a una depuración del judaísmo de los profetas, como también ansiaba un cristianismo que fuera sólo la palabra de Jesucristo, es decir, sin las adiciones posteriores de los sacerdotes. De esa manera, uno quedaría con las enseñanzas capaces de curar todos los males sociales de la humanidad.

 

            Un punto aparte merece el tratamiento de Einstein respecto al nacionalismo judío. Así como se opuso fervientemente al antisemitismo que comienza a expresarse en forma elevada luego de la primera guerra mundial, también se opuso a intentos similares por parte de los mismos judíos. Para Einstein, la razón de ser del establecimiento de un hogar nacional judío en la tierra de Israel era la creación de un encuentro espiritual y de una sociedad modelo. Hasta 1947, abogó por una solución binacional en Palestina. Después de la independencia de Israel, Einstein apoyó con firmeza al Estado, pero siempre mantuvo la crítica severa hacia el liderazgo político (“establecer una cooperación satisfactoria entre árabes y judíos no es problema inglés, sino nuestro. Nosotros, es decir judíos y árabes, nosotros mismos tenemos que ponernos de acuerdo respecto a las exigencias de ambos pueblos para una vida comunitaria.” –ob. cit., p 133). Según Einstein, el trato que dé Israel a la minoría árabe, servirá de examen de su integridad moral (¿Cómo se encuentra hoy su integridad moral, señor Sharon?).

 

            Sabemos que Einstein mismo era un inmigrante en los Estados Unidos al haber huido de la Alemania nazi. Por ese motivo fue que se dedicó a encontrar nuevos hogares y empleos no sólo para numerosos judíos, sino también para refugiados políticos. En particular le preocupaba el compromiso con los intelectuales judíos de Alemania y de Austria, por lo que apoyó la fundación de la Universidad Hebrea, que sería la que al fin emplearía gran parte de esos intelectuales. Se cuenta que el conocer las verdaderas dimensiones del holocausto afectó muy en lo profundo a Einstein. Dolido por la magnitud a la que podía llegar la especie humana en el trato hacia otros humanos, nunca más pudo conciliarse con Alemania.

 
 

Einstein profesor

La alegría de contemplar y conocer es

el regalo más hermoso de la naturaleza.


                Su aprecio por los Derechos existenciales (o fundamentales
, o humanos o como uno desee llamarlos), no sólo se manifestó en su lucha política (como veremos más delante) o en sus creencias religiosas, sino que desde las aulas también manifestó ese aprecio. Es que Einstein comprendía muy bien que respetar los derechos existenciales del existente no era más que respetar al hombre mismo, a la vida, a la que ya vimos que consideraba como el valor supremo, del que dependen todas las demás valoraciones. En alocución a un grupo de niños, Einstein dijo: “piensen que las cosas maravillosas que pueden aprender en sus escuelas son el trabajo de muchas generaciones, que en todos los países de la Tierra las lograron con afán y fatiga. Las ponemos en sus manos como herencia, para que las respeten, desarrollen, y fielmente las entreguen a sus hijos. Así es como nosotros, los mortales, nos hacemos inmortales, transmitiendo el trabajo hecho por todos. Si piensan en esto, encontrarán a la vida y a sus esfuerzos, y podrán transmitir sus certeras convicciones a otros pueblos y otras épocas.” (Ob. cit., p 39).

 

            Einstein creía firmemente en una educación para una independencia en el pensar, ya que “no es suficiente enseñar a los hombres una especialidad. Con ello se convierten en algo así como máquinas utilizables pero no en individuos válidos. Para ser un individuo válido el hombre debe sentir con intensidad aquello a lo que puede aspirar. Tiene que recibir un sentimiento vivo de lo bello y de lo moralmente bueno. En caso contrario se parece más a un perro bien amaestrado que a un ente armónicamente desarrollado. Debe aprender a comprender las motivaciones, ilusiones y penas de las personas para adquirir una actitud recta respecto a los individuos y a la sociedad”. Einstein creía –como también nosotros creemos– que una educación válida sólo se conseguía con el desarrollo del pensamiento crítico e independiente de los jóvenes. Pero también veía el peligro que acechaba tal desarrollo: el exceso de materias que conduce necesariamente a la superficialidad y a la falta de cultura verdadera. “La enseñanza debe ser tal que pueda recibirse como el mejor regalo y no como una mera obligación” (ob. cit., p 37).

 

            En el libro Einstein, historia de un espíritu (Madrid, Espasa-Calpe, 1970), Desiderio Papp cuenta que cuando Abraham Flexner le propuso a Einstein sumarse al equipo del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Princeton –lugar en el que trabajaría por veintidós años–, este aceptó el puesto, pero no sin vacilaciones. Einstein no veía con demasiado agrado ver pagadas sus investigaciones. Estimaba que buscar la verdad equivale a satisfacer una noble pasión que incluye en sí misma una noble recompensa. Los frutos de la investigación constituyen un bien personal que no debería enajenarse, venderse. Para ganar su sustento el investigador debería dedicarse a alguna actividad útil, independiente de sus búsquedas, como lo hiciera Spinoza que ejercía el oficio de pulidor de lentes. Einstein concebía al conocimiento de la única manera en que el conocimiento debe ser concebido: independiente, puro, sin ningún tipo de influencia extraña; por eso, que alguien pagara por el conocimiento, ponía en grave duda la libertad. No obstante, tanto en Europa como en los Estados Unidos, Einstein supo lograr que el desarrollo de sus investigaciones se hiciera en un marco pura y exclusivamente científico, es decir, bajo una completa independencia.

 

            Y si hablamos de Universidad y de Einstein, no puede soslayarse el papel que  jugó en la creación de la Universidad Hebrea. Deseaba que la Institución se convierta en el núcleo del futuro centro espiritual judío en la tierra de Israel. Se encargó de recaudar fondos en los Estados Unidos, y en 1923 dio el discurso científico inaugural de la Universidad en Jerusalén. Luego de la fundación en 1925, Einstein se convirtió en miembro de la Junta de Gobernadores de la Universidad y al mismo tiempo fue presidente del Primer Consejo Académico.

 

            Cabe recordar que en los tiempos nefastos del macartismo, Einstein fue completamente solidario con los colegas que eran perseguidos por sus ideales. En un escrito que llamó “métodos modernos de inquisición” dijo: “La inteligencia de este país tiene que enfrentarse con un problema muy serio. Mediante la simulación de un peligro externo, los políticos reaccionarios han logrado que el público desconfíe de todas las actividades intelectuales. Basándose en este éxito pueden oprimir la libertad de enseñanza y expulsar de sus puestos a todos aquellos que no sean dóciles. ¿Qué debe hacer la minoría de los intelectuales contra esta manera de obrar tan injusta? Yo sólo veo abierto el camino revolucionario de negarse al trabajo en común, en el sentido de Gandhi. Todo intelectual citado por un comité tendría que negarse a declarar, es decir, estar dispuesto a dejarse encarcelar y arruinar económicamente, en resumen, sacrificar sus intereses personales a los intereses culturales de su país. Esta actitud de negativa no debería basarse en el conocido truco de la autoacusación, sino en que para un ciudadano íntegro es indigno ponerse en manos de una especie de Inquisición que además atenta contra el espíritu de la Constitución. Si se encontraran suficientes personas dispuestas a emprender este camino tan duro, el éxito las acompañaría. Si tal no es el caso, entonces los intelectuales de este país no se merecen nada mejor que la esclavitud que les estaba destinada.” Veinticinco años después de su muerte, se hizo público que Einstein mismo había sido investigado por las autoridades norteamericanas.

 
 

Einstein, zoon politikon

Cundo me preguntan sobre algún arma capaz

de contrarrestar el poder de la bomba atómica,

yo sugiero la mejor de todas: la paz.

 

        Defensor de la vida, de la libertad, luchador incansable por la paz mundial; intelectual comprometido con los males que en su época aquejaban a la sociedad (tal vez demasiado similares a los males de hoy día: guerras, muerte, hambre, genocidios silenciosos, democracias fascistas); humanista con todas las letras de la palabra, la obra política de Einstein es, quizá, tan importante como su aporte a la ciencia (lo que no es otra cosa que un aporte a la humanidad misma). Muchas veces he escuchado la frase “Hombre de Derecho” o, cuando se desea enaltecerse aún más a la persona, “Verdadero Hombre de Derecho” (como si pudiera existir un Hombre de Derecho que sea menos Hombre de Derecho o, directamente, un Hombre de Derecho falso: se es o no se es; sencilla es esta cuestión). Y, por lo general, las veces que escuché a alguien decir “con ustedes un Hombre de Derecho”, aparecía una persona, precisamente, relacionada con el Derecho, es decir, que había hecho carrera como jurista, abogado, fiscal, juez, etcétera.

 

            Sin embargo, aquella apreciación siempre la consideré injusta, o, mejor dicho, limitada, porque parecería que la única persona capaz de ser llamada Hombre de Derecho es aquella que hace una brillante carrera dentro del Derecho –en el ámbito que fuese– en beneficio de la sociedad. Sucede que para mí el Hombre de Derecho no sólo es aquel que creció y se formó en el ámbito de las leyes –incluso creo que ese crecimiento y formación es de lo menos importante–, sino que el Hombre de Derecho es aquel que dentro suyo, y no porque lo diga un libro o una Constitución, siente profundo respeto por los derechos existenciales de todas las personas y además los internaliza, se los apropia, sabiendo que es tan dueño de ellos como el resto de la humanidad. Entonces, el Hombre de Derecho bregará por ellos todas las veces que sea necesario, levantará su voz cada vez que alguno de los derechos se vea socavado, sin importarle el peso de su voz, sin interesarse por cuántos oídos escuchen sus gritos. Tomás Moro, Mahatma Gandhi, Albert Einstein y miles de otros hombres y mujeres que supieron –y saben– cuáles eran –y son– los pilares de la sociedad humana y lucharon y luchan por su vigencia (y contra esto realmente me rebelo y enfurezco, contra que todavía existan necios que consideren a la paz y a la libertad como meros valores, palabras lindas en un discurso, y no como verdaderas realidades posibles) fueron, son y serán los “Hombres de Derecho”.

 

            “Consolidar la paz mundial fue una meta de los hombres verdaderamente importante de todas la generaciones. Pero el desarrollo de la técnica transforma este postulado ético en un problema existencial para la humanidad civilizada de hoy. La participación activa a fin de resolver el problema de la paz es una responsabilidad moral que ningún hombre consciente puede dejar de lado”, decía Einstein respecto de la paz. Opositor del fascismo desde la primera hora, defensor de la democracia, activo líder del movimiento antibélico y desde luego defensor de la paz, su ardiente humanismo lo llevó a luchar infatigablemente por las causas políticas de su convicción. Se cuenta que el hecho de que los nazis tomaran el poder, produjo un cambio sustancial en la actitud de Einstein: empezó a abogar por las necesidades de que las democracias europeas estén preparadas para afrentar la amenaza del nazismo. Hasta la hora-cero Einstein tuvo la esperanza de que el aflujo del odio pronto finalizaría. Pero esa esperanza resultó un error trágico, y la tragedia fue mucho mayor cuando Einstein comenzó a saber de qué se trataba la segunda guerra mundial.

 

            Muchos por mucho tiempo vieron en Einstein al padre de la bomba atómica. Pero ver como un ciego no es ver la historia. Incluso la famosa carta a Roosevelt, considerada como punto de partida del programa nuclear norteamericano, no jugó un papel tan trascendente como se piensa en la creación del proyecto Manhattan. Al igual que la mayoría de la humanidad, Einstein se enteró por la radio de la tragedia de Hiroshima.

 

            Cuando se inició la era atómica, Einstein comprendió que las armas nucleares representaban un grave riesgo para la humanidad: podía llegar a ser el fin de la civilización. Será, por lo tanto, ese motivo el que lo lleve a dedicar los últimos diez años de su vida a establecer una cooperación internacional efectiva para prevenir la guerra. Vio en la formación de un gobierno mundial la posibilidad de controlar los armamentos y de establecer una fuerza internacional para proteger la paz. Para Einstein, los científicos tenían una responsabilidad especial de informar a sus ciudadanos sobre los peligros de la guerra nuclear. Criticó tanto a los Estados Unidos como a la Unión Soviética por su política de guerra Fría y por la propagación del mutuo temor y sospecha. Por eso, también en sus últimos diez años, haría todo lo posible para fomentar la cooperación entre los científicos de ambos países. El 28 de abril de 1948, al aceptar el One World Award, Einstein advierte sobre los peligros de la militarización y la carrera armamentística de la siguiente manera: “La sugerida militarización de la Nación no sólo representa una amenaza inmediata de guerra, sino que también socava, lenta pero seguramente, el espíritu democrático y la dignidad del individuo en nuestro país (se refería a Estados Unidos)”.

 

            Así como Petrarca le escribía a la posteridad para que ésta supiera quién había sido el poeta del que le habían hablado, Einstein le escribe –nos escribe– para que sus deseos, que no pudieron ser cumplidos en vida, se hagan realidad después de su muerte… Todavía retumban en mis oídos las palabras “vete al diablo”…