EL ROL DEL ESTADO
Y LA BIOÉTICA:

L
A VULNERABILIDAD SOCIAL
COMO OBSTÁCULO
A LA AUTONOMÍA
EN PROTOCOLOS
DE INVESTIGACIÓN

 

por Alberto Combi; Carlos Burger;
Amelia Franchi; Liliana Siede;
Susana Torres, Jorge Manrique
,
y María Inés Bernardotti

 

 

El desarrollo de la Bioética tuvo uno de sus pilares fundantes en la investigación en seres humanos, especialmente en relación con los acontecimientos históricos que demostraron la forma en que la dignidad humana fue avasallada ubicando al paciente en un lugar de objeto en beneficio de la ciencia, sin importar el real ejercicio de su autonomía para participar en  un ensayo clínico.

Hoy,  en las investigaciones, las diversas formas de limitar la autonomía han mutado, pasando las personas,  desde situaciones de  sufrimiento por la  coerción  física y privación de la libertad, como ocurrió en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, hasta llegar a métodos más encubiertos que en definitiva no son más que una forma de obligar al paciente a participar en un protocolo.

El propósito del presente trabajo es analizar cuál es el rol del Estado en materia de respetar la autonomía del paciente al participar en un ensayo clínico, y la vulnerabilidad social como un obstáculo para que la persona pueda, realmente, ejercer su autonomía al ingresar en un protocolo de investigación.

Para ello se identifica al Estado como la entelequia que debe principalmente, a través de un criterio de justicia, asegurar normas mínimas en que debe basarse la investigación y, garantizar a la vez, que el paciente será respetado en su autonomía para decidir si participa o no en un ensayo clínico.

 

Autonomía, Justicia y Vulnerabilidad

El principio de autonomía, rescatado a nivel internacional desde el Código de Nüremberg, implica que el paciente sólo será partícipe de una investigación en la medida en que autónomamente consienta en hacerlo, teniendo tanto el derecho  de ingresar al ensayo, como de retirarse. Implica el real ejercicio de una opción y por lo tanto, importa en esta instancia el procedimiento del Consentimiento Informado (C.I).

La Declaración de Helsinki toma esta doctrina y establece la obligatoriedad del C.I., por ser precisamente la prueba por excelencia de que el paciente ha optado por la participación en la investigación.

Ahora bien, corresponde entonces al Estado garantizar mediante normas de orden público, que precisamente, el C.I sea obligatorio en materia de investigaciones. Un ejemplo de ello es la Ley 11.044 de la Provincia de Buenos Aires, que menciona obligatoriamente la confección de un protocolo de C.I. La Resolución 5330 de ANMAT, si bien no reviste el carácter de legislación, también establece la obligatoriedad del mismo. ¿Pero es suficiente establecer la obligatoriedad del C.I para entender que el paciente en pleno uso de su autonomía ha optado por la participación en la investigación?. Dicho de otra manera, ¿la única forma que tiene el Estado para garantizar el respeto de la autonomía, es legislar sobre C.I obligatorio en investigaciones?

Creemos que no. Si entendemos al C.I como un proceso que, en el caso de una investigación, culmina con la suscripción de un  protocolo. Debemos aclarar que éste implica un proceso dialéctico entre el paciente y el investigador, mediante el cual debe existir un ida y vuelta de información y, a su vez, debe existir por parte del paciente la habilidad para comprender esta información. Y su opción para ingresar en el proyecto debe ser libre de toda coacción interior o exterior (entendiendo aquí por coacción a todo tipo de acontecimiento que puede implicar para el paciente un menoscabo en su libertad de elección).

Debemos entonces considerar que además de las limitaciones ya conocidas, actúa como obstáculo para el real ejercicio de la autonomía, el estado de necesidad del individuo, que lo obliga a participar de una investigación a la que no necesariamente ingresaría si no se encontrara en dichas condiciones. Obviamente, toda motivación humana reconoce cierto condicionamiento, por el cual se opta por una determinada conducta o curso de acción. En todo caso será autónoma aquella persona que en base a su propio proyecto de vida y sus propias valoraciones, posea la habilidad para ejercer con libertad una opción determinada y la ejerza sin ningún tipo de condicionamientos que vulneren su libertad.

En este aspecto, entendemos que la vulneración de la libertad puede provenir, en muchos casos, del ámbito más cercano al paciente, del mismo estado emocional o psíquico  y de la acción u omisión de terceras partes que con su actitud, colocan a la persona en un rol vulnerable frente a una decisión.

Otra importante forma de coerción, es la que sucede cuando el investigador (principal o secundario), que propone al paciente participar en un protocolo de investigación, es el mismo médico tratante (a pesar de que las normativas lo desaconsejan). Este es un hecho muy común en las instituciones de salud, ya que los mismos patrocinantes de las investigaciones seleccionan a los investigadores no sólo por sus aptitudes profesionales, sino además, porque cuentan con un buen número de participantes- pacientes con la patología de interés para el proyecto. En este caso, ya sea por respeto, o confianza, el paciente se siente obligado a aceptar, o simplemente, no se atreve a darle una negativa y, probablemente, firme el C.I sin analizar profundamente su contenido.

Cuando se analiza la autonomía de la persona como principio, se la suele ubicar dentro de lo que serían corrientes utilitaristas que buscan la realización de los intereses del ser humano, en principio identificado con la realización de la felicidad y el placer y actualmente con la satisfacción de los deseos o anhelos de la persona[1]. Se entiende entonces que, la autonomía es un principio privado por excelencia, respecto del cual al Estado y a la comunidad en general, se les exigirá la abstención de conductas que puedan vulnerar esta esfera íntima y privada. De hecho, este es el fundamento en el cual normas de corte constitucional se han basado para, por ejemplo, reservar las acciones privadas de los hombres “...a Dios...” (art. 19 de la Constitución Nacional).

Pero frente al ejercicio de una supuesta acción autónoma, el Estado, el régimen jurídico, ¿deben permanecer pasivos? ¿Cuál es el rol que el Estado debe jugar para que una persona pueda ser efectivamente autónoma en sus decisiones? En principio ubicamos un rol pasivo de abstención. Se ha dicho así que el derecho de autonomía implica el deber universal de abstenerse de acciones que impliquen el menoscabo de la libertad. Pero por otro lado, entendemos que existe un rol activo que consiste en garantizar a la persona todas aquellas opciones viables para que la elección sea realmente libre, caso contrario en uso de una supuesta autonomía el paciente opta porque en realidad no tiene otras opciones. No podemos pensar que se satisfacen ideales de excelencia humana cuando la elección supuestamente “autónoma” es realizada por error, confusión o bien cuando de haber existido opciones esta elección no se habría adoptado[2].

Es aquí precisamente cuando ubicamos al rol del Estado como garante del llamado Principio de Justicia, por el cual deberán darse suficientes opciones a la persona para que pueda realmente ejercer su autonomía y en realidad no actúe compelida por la necesidad. Por ejemplo, frente a una patología y ante la falta de aportes del Estado para asignar alternativas, la condicione al ingreso a un protocolo de investigación.

Frente a la esfera privada que implica el principio de autonomía, los principios de no maleficencia y justicia demandan un mayor rol de protección hacia la persona, mediante legislación o bien, políticas públicas que garanticen al individuo el real ejercicio de sus derechos y, en definitiva, el respeto hacia la dignidad.

La falta de asignación de recursos o bien la falta de campañas de políticas públicas en salud, pueden llevar a considerar al paciente que la única opción posible frente a una patología determinada, es  participar en un proyecto de investigación.

Planteado de esta forma, el Estado, mediante una política ausente en materia sanitaria, puede vulnerar la autonomía de la persona, obligando en cierta medida, a que participe en un protocolo, debido a la ausencia de alternativas que pudiendo ser generadas por el Estado, no las pone en práctica, o bien de ponerse a disposición del paciente,  éste no participaría en un protocolo de investigación.

La pregunta es: ¿Qué se le debe exigir al Estado frente a esta situación? El problema de la asignación de recursos, la aplicación de los mismos y el posible bienestar que pueda procurar hacia la población, es una materia que desde el punto de vista bioético implica un repensar acerca de qué debe ser satisfecho, a quién y en qué condiciones.

Las teorías económicas han aportado a la Bioética, la noción de costos y beneficios en la asignación de recursos y existiría en principio,  para una sector de la doctrina (Diego Gracia) la posición de reclamar al Estado por lo menos aquello que sea eficiente y no se constituya en un gasto superfluo. Se entiende que la persona en ejercicio de su autonomía podrá invertir en tratamientos, incluso ineficaces, pero ello no puede ser demandado al Estado, el cual como garante de la justicia debe administrar en beneficio de toda la población, mediante asignación equitativa, con prioridades, desde una realidad de escasez como suele suceder en países subdesarrollados. En este aspecto debemos distinguir aquellos sectores de la población que, por su condición de pobreza, son excluidos sociales de un sistema económico liberal a ultranza. El Estado  deberá procurar los recursos para que estos sectores vulnerables puedan contar con los tratamientos necesarios en salud, frente a la existencia de enfermedades con tratamientos aprobados y eficaces,  poniendo  a disposición de los pacientes el mejor tratamiento disponible. Si el paciente participa entonces en una investigación, cuyo fin primordial es poner a prueba un tratamiento con supuestos beneficios mayores, deberá saber que siempre cuenta con el tratamiento alternativo ya aprobado. Evaluadas estas posibilidades, la autonomía del paciente se pondría en juego entre la posibilidad de cumplir con la mejor terapéutica disponible y la de participar en un protocolo de investigación.

Si el Estado no proveyera de tales opciones, la persona posee un obstáculo para el ejercicio de su autonomía: el estado de necesidad que implica frente a una patología y la ausencia de todo recurso que le permite procurarse un tratamiento alternativo aprobado, porque el mismo Estado tampoco lo provee. Aparece entonces, la imagen de la investigación como el único camino posible para el paciente, no existiendo otras alternativas y por ende no pudiendo optar libremente en el ejercicio de su autonomía.

Al tratarse de enfermedades para las cuales no existen posibles curas, se entiende que el Estado debe siempre procurar como alternativa a una investigación, la existencia del mejor tratamiento aunque no implique la cura de la enfermedad.

Debemos destacar que sin llegar a extremos, como el de una patología que no cuenta con drogas probadas efectivas para su tratamiento, podemos observar a diario, que pacientes con patologías que sí cuentan con buenos tratamientos efectivos, aceptan participar en ensayos clínicos por no poder acceder a los mismos y porque además, se aseguran una atención personalizada y eficaz. De hecho, un participante en una investigación, pasa a ser un paciente especial, ya que por los requerimientos del protocolo cuenta con una serie de consultas y estudios preestablecidos, y un seguimiento estricto que probablemente, no sería de igual modo si concurriera como un paciente común.

Las consecuencias de la falta de opciones, siempre desde el rol activo que debe cumplir el Estado procurando una “ética de mínimos”, no sólo implica una posible transgresión a la justicia en la asignación de recursos, sino en definitiva, maleficencia para con un sector de la población cuya vulnerabilidad pasa no sólo por el estado de necesidad en que se encuentra, por ser portadores de una patología, sino por la exclusión social que implica para la comunidad. Nos encontramos así, ante un Estado ausente en las mínimas garantías a pesar de  responder a un modelo democrático.

 

Concepto de vulnerabilidad

La realidad socio-económica, la exclusión social, el corrimiento del Estado de sus roles protectores, llevan a considerar la existencia de nuevos grupos vulnerables, los cuales sin la debida protección pueden ser objeto de avasallamiento en sus derechos.

La situación socio-económica en América Latina ha extendido el concepto de vulnerabilidad, incluyendo no sólo a aquellos grupos que tradicionalmente se ubicó en la categoría de vulnerable, sino también, a clases sociales recientemente empobrecidas, que ya no cuentan con una cobertura social o médica, que dependen exclusivamente de la Salud Pública. Estos nuevos grupos vulnerables pierden, en cierta forma, sus derechos como ciudadanos, encontrándose con derechos socio-económicos no respetados y la figura ausente del Estado que lejos de proporcionar aquellos “bienes sociales primarios”, actúa por omisión redundando en maleficencia.

En primer lugar, debemos definir el concepto de vulnerabilidad. Literalmente, vulnerabilidad es "la cualidad de vulnerable", que se aplica a lo "que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente". Para que se produzca un daño deben concurrir un evento potencialmente adverso -es decir, un riesgo, que puede ser exógeno o endógeno- , una incapacidad de respuesta frente a tal contingencia -ya sea debido a la ausencia de defensas idóneas o a la carencia de fuentes de apoyo externas- y una inhabilidad para adaptarse al nuevo escenario generado por la materialización del riesgo. Considerando estos tres componentes -riesgos, incapacidad de respuesta e inhabilidad para adaptarse activamente-, además de constituir un concepto o noción, la vulnerabilidad se torna en un enfoque útil y potente para examinar diferentes aspectos de la realidad[3].

Grupos o clases sociales que en determinadas realidades socio-económicas, como en el caso de Argentina, han crecido en el consumo de determinados bienes y el acceso al sistema de mercado al cual clases históricamente empobrecidas no acceden, hoy se ven con la realidad de que han perdido el posible nivel alcanzado.,

No sólo el Estado experimenta una erosión de su función de protección social, también otras instituciones, como la familia y las organizaciones representativas, sobre todo de los sectores populares decaen manifiestamente, con lo cual se agudizan asimetrías históricas entre grupos sociales[4].

 

La situación del Sistema Sanitario Argentino.

En un intento de clasificación, entendemos que el sistema sanitario en nuestro país se puede dividir según el origen de los recursos de cada clase[5].

El sector Público corresponde a quienes no cuentan con cobertura y a aquéllos que demandan atención por cualquier motivo. La crisis desatada en enero de 2002 (cese de la Ley de Convertibilidad) disminuyó la asignación para salud de 650 a 184 dólares per cápita y por año (descenso del 72% en dólares). Simultáneamente, se registró un 53% de la población en condiciones de pobreza, cerca del 80% de los menores de 18 años transitó alguna vez en la pobreza y el 16% de los jóvenes de 15 a 24 no estudian, ni trabajan. En marzo de 2002, la Nación decretó la Emergencia Sanitaria Nacional, imitada por las provincias. Se restringieron las Prestaciones Médicas Obligatorias derivando en Prestaciones Médicas de Emergencia. Hoy, muchos beneficiarios de Obras Sociales y prepagas son desatendidos y recurren a Hospitales Públicos.

Si bien la crisis socio-económica ha redundado en todos los sectores del Sistema Sanitario Argentino, es precisamente el grupo en el cual ubicamos al “sector público” el que más se ha visto agravado en los últimos tiempos. Este sector sería el de mayor demanda y en forma creciente incorpora cada vez más cantidad de pacientes, los cuales han perdido la cobertura privada o de la seguridad social, desempleados, profesionales independientes sin afiliación a entidades de salud, excluidos asimismo de la contratación privada y sectores pobres de la población para quienes el Estado no ha instaurado programas especiales.

Este cuadro de situación demuestra el grado de vulnerabilidad de aquellos pacientes ubicados en el sector público, no cuestionándose el derecho a la investigación, como así tampoco, el hecho de que el paciente en protocolo reciba la máxima atención como cumplimiento del principio de beneficencia (en el sentido de prevenir el daño); pero entendemos que ésta es una de las formas en la cual queda demostrado, que el ejercicio de la autonomía no es precisamente pleno cuando el paciente actúa bajo un estado de necesidad como el descripto, incluyéndose  de manera “casi obligatoria” en protocolos de investigación que “facilitan” el acceso a la salud.

Nuestra realidad socio-económica nos demuestra un acrecentamiento de la vulnerabilidad social, lo que implica mayores grupos sociales en situación de riesgo. La lógica consecuencia de ello es precisamente la existencia de grupos que por su propia situación como corolario de  la falta de recursos, pueden llegar a encontrarse en una situación sin salida sintiéndose, por ende, compelidos a participar en proyectos de investigación como la única solución para procurarse un posible tratamiento médico.

 

Conclusiones

En principio, todos los hombres son iguales y merecen igual consideración y respeto. Deben ser considerados fines en mismos y no medios. Si todos los hombres son iguales, deberían ser tratados con igual consideración y respeto. Es obvio que la selección de la muestra para los protocolos de investigación, no puede estar sesgada por ningún tipo de discriminación. En caso contrario, puede afirmarse que el ensayo clínico no cumple con los requisitos mínimos derivados del principio ético de "justicia".

Debemos recordar, lo que ha venido sucediendo a todo lo largo de la historia de la medicina. Las personas sobre las cuales se han experimentado casi todas las técnicas de diagnóstico y tratamiento, han correspondido,  por lo general, a grupos sociales muy desprotegidos: enfermos mentales, presos, soldados, etc., para beneficio exclusivo de grupos más privilegiados socialmente. Como reacción ante ello, las legislaciones actuales de muchos países, así como los códigos internacionales, exigen que en los ensayos clínicos no  participen minorías que sufran algún tipo de marginación.

En la práctica, sabemos que a pesar de las regulaciones desde el Código de Nüremberg hasta la actualidad, múltiples centros académicos del Primer Mundo efectuaron estudios en comunidades vulnerables, para citar, el ejemplo más reciente, el ensayo de regímenes  contra placebo en la transmisión del VIH en 1997 en países pobres.

La enfermedad es un mal que coloca al ser humano en una situación de necesidad y si se suma la vulnerabilidad socioeconómica, genera una realidad que se confronta con la ética.

Por lo tanto ante esta realidad que se origina ¿Cómo conciliar el tan mentado conflicto de intereses que surge entre los investigadores, las personas partícipes en la investigación y la Industria Farmacéutica en un Estado casi ausente como garante del llamado principio de Justicia, no sólo por la ausencia de recursos terapéuticos y asistenciales elementales, sino también ante la falta de una Ley Nacional que regule las investigaciones biomédicas?.

¿Cómo equilibrar la balanza hacia los más vulnerables de este trinomio, los partícipes en un ensayo clínico? ¿Qué papel juega la Bioética en su marco más práctico reflejado en aquellos que conformamos un  Comité de Bioética?

Desde ya que la respuesta no pasa por la limitación de ensayos clínicos. La investigación constituye uno de los pilares fundamentales para el avance biotecnológico y el desarrollo de medios que, en definitiva, podrán actuar en beneficio de la humanidad y de los mismos grupos afectados por patologías que  hoy en día no presentan curas posibles.

Como en todo dilema ético, quizá la respuesta no pasa por la prohibición o prescripción de tal o cual conducta sino en todo caso por la regulación, por cómo desarrollar la actividad en cuestión.

La propuesta surge de la intervención “bioeticista” en los principales actores sociales: el Estado, el investigador y el paciente.

 

 1*) El rol del Estado: Como hemos expuesto, la situación de la Argentina no dista mucho del resto de países en los cuales como consecuencia del modelo neoliberal se ha producido una paulatina disminución de programas públicos de protección a los pacientes. La política necesariamente requiere del discurso bioético, de lo contrario  puede caer en un discurso teórico, utópico frente a la realidad de la asignación de recursos en salud.

La figura del estado de bienestar ha desparecido pero no por ello todo recorte en salud o toda redistribución estatal de recursos son éticas. Destacamos la importancia de la ética discursiva, dialógica, que supone ciudadanos responsables que participen en la toma de decisión del aparato estatal. Si bien actualmente existe un descreimiento de la población respecto de la actividad política, deben existir actores nacidos de la misma sociedad que representen las valoraciones sociales concretas en un momento determinado. Toda política pública debe contar con la voz de los principales afectados por una decisión  y además debe garantizar los llamados dos momentos “éticos” en la asignación de recursos y políticas públicas[6]: 1) el deontológico, por el cual son obligatorios todos los Derechos Humanos (de primera, segunda y tercera generación), en un pie de igualdad a la manera de principios “prima facie” (conf. David Ross) y 2) el teleológico, que mida las consecuencias de efectuar una redistribución “equitativa” de los recursos, de tal forma que se busque el menor daño posible (no maleficencia) y la opinión de los sectores vulnerados por tal política pública.

Creemos conveniente el dictado de normas nacionales que regulen la actividad de la investigación, protegiendo a los grupos vulnerables, como así también la necesidad de contar con una Ley de Derechos de los Pacientes, que genere obligaciones del Estado hacia los ciudadanos y “eduque” al paciente en su rol de ciudadano para tener conocimiento de cuáles son los mínimos indispensables que se le debe proporcionar, destacando desde ya el derecho a la información, al C.I libre y esclarecido y a la necesidad de contar con opciones frente al real ejercicio de la autonomía, entre otros principios fundamentales.

 

2*) El rol del investigador: Entre los dilemas frecuentes que encontramos es el doble papel que juega el médico como tratante  e investigador.

El investigador deberá  tener una metodología crítica de todo conocimiento médico, de acuerdo con su grado de evidencia. La educación “antropológica” de la medicina debe proporcionar al investigador aquellos valores que sirvan para entender al paciente en situación socio-económica vulnerable.

Entendemos que en este sentido el rol del médico-investigador debe ser de precaución y protección al paciente, tratando de evitar que este estado de necesidad actúe como disparador para el ingreso del paciente en un protocolo de investigación.

 

3*) El rol del paciente: Es quizá éste uno de los principales aspectos educativos de la Bioética, siendo el desafío la educación del paciente y  la promoción de valores que lleven a que, en el momento de decidir, sean capaces de defender el derecho de acceso a los servicios de salud (John Rawls). Uno de los mecanismos es promover en los pacientes el derecho que ellos tienen al conocimiento total de los riegos y beneficios de una investigación, a  través de la educación  en la  promoción de  sus derechos en cuanto a la atención de su salud, la constitución de agrupaciones de pacientes afectados por iguales situaciones, a fin de poder instaurar mecanismos de defensa y promover una verdadera “ética del diálogo”. La promoción de valores, como la solidaridad, se entiende como un proceso de educación del paciente, que debe tener en cuenta el proyecto personal, la dimensión comunitaria y la capacidad de universalización[7].

Nuevamente destacamos aquí la necesidad de contar con una Ley de Derechos de los Pacientes, inclusive con proyección del tratado internacional que se integre al plexo normativo de Derechos Humanos explayado en el art. 75 inc. 22 de nuestra Constitución Nacional.  Asimismo la problemática planteada no es sólo del paciente en protocolos de investigación sino que es el cuadro de situación de vulnerabilidad general en que se encuentra el ciudadano-paciente, por lo cual se demanda la urgente necesidad de que el Estado asuma obligaciones indelegables, que nunca debió haber abandonado.

Solamente con educación, conocimiento y  reflexión podemos ejercer libremente nuestra autonomía. “...La educación para la salud, en los diferentes niveles de escolarización, las campañas de prevención en sentido amplio, la erradicación del analfabetismo, son elementos indispensables para mejorar la calidad de vida de las poblaciones, señala grandes diferencias entre desarrollo y subdesarrollo”.[8]

Creemos que la mejor defensa ante la vulnerabilidad social y económica de los participantes en una investigación médica, es el conocimiento y reconocimiento de esta problemática a fin de garantizar los Derechos Humanos, y de la responsabilidad ética y solidaria de quienes estamos convencidos que podemos transformar esta realidad.

             

Bibliografía:

        * Siede, Liliana Virginia - Sorokin, Patricia - Torres, Susana - Singh, Yolanda. Perspectivas éticas en investigaciones clínicas. en "Sexto Congreso Mundial de Bioética: Poder e Injusticia". Brasilia, 2002.


[1] Cortina, Adela: Etica Mínima, Madrid, Tecnos, 1986,  Capítulo I

[2] Nino, Carlos: Etica y Derechos Humanos, Bs As, Astrea, 1989,  Capítulo V

[3] Siede, Liliana V - Sorokin, Patricia - Torres, Susana, en Congreso Mundial de Bioética, Brasilia, 2002

[4] Siede-Sorokin-Torres, op cit

[5] conf. Manrique, Jorge - Pelisch, Marcelo, El derecho a la salud en Argentina: obligaciones morales y éticas derivadas. Bs. As., Asociación Argentina de Cirugía.

[6] Gracia, Diego, Estudios de Bioética, Madrid, El Búho, 2001

[7] Cortina, p 15

[8] Mackinson, Gladis J, Sobre la dignidad y la calidad en la vida, en Jurisprudencia Argentina, Buenos Aires 1999, N* 6166