NUEVAS
CONSIDERACIONES
HISTÓRICAS
SOBRE
EL
CONSENTIMIENTO
MÉDICO

 

    por Ricardo D. Rabinovich-Berkman

 

 

I. INTRODUCCIÓN

            El consentimiento informado es una institución médico-jurídica. Como todas las instituciones jurídicas, se originó en un determinado contexto social y cultural, con cuyas características quedó impregnado. Si luego, como ha sucedido con el consentimiento informado, diferentes circunstancias llevan al trasplante de una institución a otras realidades socio-culturales diversas, pueden producirse inadecuaciones, rechazos (como en cualquier trasplante), y hasta generarse situaciones paradójicas, que terminen echando por tierra aquellos mismos objetivos que se pretendía defender al introducirla.

            De allí que sea fundamental no estudiar las instituciones como si fuesen meras construcciones lógicas, abstractas, levantadas racionalmente a partir de principios rectores, sino como lo que son. Es decir, como concretas respuestas humanas, dadas en determinadas coordenadas de espacio y de tiempo, a problemas específicos.

            Es imperativo, entonces, profundizar en la investigación de tales raíces, para tenerlas muy presentes a la hora de la adopción de soluciones gestadas en un ambiente foráneo, pues ha de ser con ellas bien presentes que se propongan las necesarias modificaciones y ajustes, a fin de que esas soluciones realmente aporten lo bueno que se esperaba de ellas.

 

II. UNA INSTITUCIÓN PURITANA 

            El consentimiento informado, tal como lo conocemos, es una institución típica y característicamente estadounidense. Para entenderla, debemos introducirnos en las peculiaridades de la sociedad que le dio origen: la de los colonos calvinistas, puritanos, de la Nueva Inglaterra.

            Estas gentes compartían una cosmovisión muy particular, que ha quedado plasmada en las bases culturales y jurídicas norteamericanas. En esa cosmovisión se nutren los dos pilares sobre los que se construirían los cimientos del consentimiento informado.

            La primera de esas columnas era la visión del médico como un artesano más. Un miembro de la comunidad, con un trabajo como todos los otros, que ofrece sus servicios específicos en el mercado, a cambio de una retribución.

            La otra columna, extremadamente vinculada con la anterior, era la idea contractualista de la sociedad. Según esa visión, todas las relaciones humanas aparecían fundadas en convenios entre iguales. Esos contratos eran concretados en presencia de Dios, y por lo tanto se suponía que no cabían en ellos las falacias ni los engaños, y que se celebraban de rigurosa buena fe.

            Creo que un tercer factor debería agregarse, aunque éste todavía parece mucho más oscuro que los anteriores, y amerita una investigación histórica ulterior. Se trata también de un elemento de cuño calvinista: me refiero al fatalismo, a la actitud de resignación ante la realidad (incluso la realidad biológica, como lo es la enfermedad).

            Esa resignación imponía la aceptación adusta y estoica de la realidad, por ser ella el resultado de la voluntad divina. El hombre no cuestiona a Dios. El Señor tiene sus razones, a menudo misteriosas, y sólo Él las conoce. Al hombre no le cabe ni siquiera inquirir en esas motivaciones divinas: lo suyo, es asumirlas.

             En varios trabajos me he ocupado de la visión del médico en la América Hispánica, demostrando cuán diferente era de cuanto venimos viendo1. Aquí, en efecto, cundía la problemática idea de que todos los galenos eran descendientes de judíos conversos o, en menor medida, de moros. De hecho, varios de los principales lo eran, como el gran Andrés Laguna. La Inquisición procesó a muchos médicos, algunos famosos, como Francisco Maldonado da Silva y su padre, ambos en Lima. Estos juicios retroalimentaban la imaginación popular, aunque la verdad es que la identificación era, siquiera en parte, bastante cierta2. Tanto, que los propios facultativos trataban de desmentirla permanentemente, con poco éxito3

            Ese estado de cosas generó factores muy serios de tensión entre los médicos y la comunidad en la América española. Nada de eso pasó en las colonias inglesas. Allí, los galenos eran del mismo origen étnico, social y religioso del resto de los pobladores, y sólo se diferenciaban de éstos por sus tareas. Por supuesto, se acuñaban sobre ellos bromas sarcásticas, como sucedía con otras profesiones. No faltaban las típicas suspicacias que, desde la Antigüedad, los facultativos suelen despertar. Pero no había la sensación de diversidad, de alienación, que parece haber asediado a los médicos en el mundo hispánico.

             El galeno, colono calvinista entre colonos calvinistas, era visto y considerado como un igual. Con él se contrataba sin tapujos, mano a mano, en la común creencia de hallarse ante la implacable mirada de la divinidad, que castigaría cualquier artimaña, directamente o por medio de los tribunales. “El médico del pueblo era realmente un personaje importante, bastante equivalente al maestro de escuela o el posadero, y no muy inferior al ministro”, dice Henry Elson en su Historia de los Estados Unidos de América, “Se sentía en su casa con cada familia, y era altamente respetado por todas las clases. Estaba presente en cada  nacimiento y en cada funeral; se sentaba junto al ministro en el lecho mortal, y ponía su nombre con el del abogado en cada testamento”4.

            Se desarrolló, así, una tradición contractual de la Medicina, muy diversa de la hispánica. Además, al no haber órdenes monásticas, no aparecieron hospitales a cargo de éstas. Estos factores quedaron impresos en la cosmovisión norteamericana, y subsistieron incluso al alud migratorio del siglo XIX. Los recién llegados se fueron impregnando de estas ideas, a pesar de ser católicos, judíos, luteranos, ateos, etc.

            En esa tradición, el médico ofrecía sus servicios a los demás miembros de la comunidad, como el letrado, el posadero, el carpintero, y hasta el ministro religioso (que también era remunerado contractualmente por sus feligreses). Ninguno de ellos tenía nada que ocultar a sus contratantes, ni debía hacerlo jamás. Mentir era considerado un pecado grave, y la honestidad se proclamaba como un valor fundamental.

            Es decir que el médico debía ser claro, cuando informaba a su paciente las expectativas de curación, tal como el carpintero ante las posibilidades de que una mesa rota quedase mal reparada. El diagnóstico, aunque fuera triste, era la realidad. Y esa realidad era la voluntad de Dios, impuesta sobre uno de sus corderos por algún motivo cósmico.

            Del sujeto se esperaba que aceptase con aplomo el destino que la divinidad le deparaba. Que aprovechase su tiempo de vida restante para solucionar sus asuntos materiales, para reparar las injusticias y los pecados que hubiera cometido, y para implorar el perdón del Creador para su alma inmortal en la hora del Juicio Final.

            Ningún galeno hubiera sido tan falto de respeto y religión, como para ocultar un diagnóstico terminal al paciente capaz de comprender y de tomar decisiones. Hacerlo, hubiese sido un quiebre ilícito del contrato, y una ofensa contra Dios. Esto último, era lo que los antiguos norteamericanos más temían, lo que los obsesionaba hasta límites agobiantes: recuérdese el episodio de las “brujas de Salem”.

 

III. UNA INSTITUCIÓN ESTADOUNIDENSE, NO "ANGLOSAJONA"

             Así que el consentimiento informado no es, como creen algunos, una institución característica del “Derecho anglosajón”, o la “cultura anglosajona”, sino norteamericana, que es algo muy distinto. Dejemos de lado la impropiedad de llamar anglosajón a lo inglés, que es un desatino histórico. Porque las respuestas jurídicas británicas actuales derivan fundamentalmente de las construidas por los normandos, que invadieron la isla en 1066, destrozando el reino anglosajón para siempre, y trayendo consigo el Derecho Romano, que es, aunque a muchos les resulte asombroso, la base del inglés, como bien lo explica Maitland, el más importante historiador constitucional de esa nación5.          

            Pero el asunto es mucho peor cuando se llama anglosajonas a las instituciones estadounidenses. Porque no ha de olvidarse nunca que la cultura norteamericana se erigió, con pocas excepciones, en contra de Inglaterra, por oposición a ésta, no emulándola. Los inmigrantes puritanos, que dieron la base cultural al nuevo país (y al consentimiento informado), huían de su madre patria, la detestaban, y deseaban construir cualquier cosa, con tal de que no se le pareciera en lo más mínimo.

            La religión inglesa les parecía tan blasfema como la católica. La sociedad británica les resultaba injusta y prepotente. El sistema jurídico inglés, irrespetuoso de las leyes divinas. Las costumbres inglesas eran para ellos licenciosas, y los valores ingleses, huecos. Frente al clero anglicano, tan vertical como el de Roma, ellos oponían ministros contratados por sus fieles. Ante una nobleza opulenta y orgullosa, propugnaban la igualdad absoluta. En lugar de las normas del common law, preferían la Biblia.

            Enfundados en sus trajes negros cerrados y sus cofias, observaban con desprecio los escotes y los terciopelos londinenses. En sus pueblos, hasta mirar a una mujer era motivo de reproche, y los juegos de azar estaban prohibidos, mientras las ciudades inglesas bullían de prostitución y vicios...

             Algunas instituciones jurídicas inglesas pasaron a América y arraigaron, aunque transformadas. La más característica es el jurado. Pero absolutamente ninguna institución se desarrolló paralelamente a ambos lados del océano. ¿Por qué? Pues, por la simple y sencilla razón de que se trataba de dos civilizaciones diferentes.

            Los ingleses, cuyo anglicanismo es una variante tardía del catolicismo romano, son más parecidos a los latinoamericanos que los estadounidenses. Besan a sus hijos, se abrazan en público, las mujeres usan minifaldas. Por eso, a nosotros nos pueden interesar mil veces más las experiencias jurídicas inglesas que las norteamericanas.

            De allí que el consentimiento informado, adecuado a los Estados Unidos como un zapato a su horma, fuera más tardío y menos exitoso en Inglaterra. En cambio, entró más en Escocia, quizás porque entroncó mejor con la cultura presbiteriana, más semejante a la de América del Norte. Juristas escoceses como Mason y Mc Call Smith, ven al consentimiento informado con más simpatía jurídica, y más naturalidad que muchos especialistas ingleses6. Estos últimos, como la mayoría de los no calvinistas, suelen destacar más los aciertos filosóficos de esta institución, desde una óptica abstracta, principista.  

 

IV. UNA INSTITUCIÓN REACCIONARIA

            Por eso, creo que la aparición tan temprana, en la jurisprudencia estadounidense, del germen del consentimiento informado, no debe asombrar a nadie. Por el contrario, mis investigaciones me llevan a pensar que ella debe ser interpretada como una reacción contra las nuevas realidades. En otras palabras, postulo la tesis de que el consentimiento informado nace como una institución reaccionaria y conservadora, y no como un factor progresista.

            En cambio, en los demás países, donde el consentimiento informado ingresó, siempre, como importación, éste se presentó como una novedad extraña, con pretensiones de imponerse sobre el sistema preexistente. En los Estados Unidos, el consentimiento informado nace en la realidad social cotidiana. De ella, pasa a los tribunales, y sólo de estos a los libros y las aulas. Y nunca como cosa nueva, sino como respuesta de un orden tradicional en crisis frente a un escenario cambiante. Como solución antigua que debe ser preservada, porque hace al tipo de Medicina que se desea seguir teniendo.

            En tal contexto, no asombra que la primera decisión importante que evidencia este estado de cosas haya tenido lugar en la ciudad de Nueva York, uno de los sitios más impactados por la nueva forma de vida.

 

V. EL  CASO SCHLOENDORFF

              Comenzaba la segunda década del siglo XX. La entonces joven Estatua de la Libertad veía bullir las modernas calles de inmigrantes con tradiciones nuevas, que discurrían entre automóviles, tranvías automotores, y hasta trenes subterráneos. En vísperas del inicio de la Primera Guerra Mundial, la otrora conservadora Nueva Amsterdam estaba irreconocible.

            La parte demandada en ese primer juicio sería el Hospital de la Ciudad. Y no creo que fuera por casualidad, sino porque representaba, para ese momento, una forma de Medicina nueva, masiva, no contractual, y por lo tanto absolutamente extraña a los criterios tradicionales norteamericanos. Como explica el fallo, "en el año de 1771, por carta real de Jorge III, fue organizada la Sociedad del Hospital de Nueva York, para el cuidado y cura de los enfermos. Durante los más de cien años pasados desde entonces, se entregó a tan alta finalidad. No tiene capital, no distribuye lucro, y sus médicos y cirujanos, visitantes y residentes, sirven sin paga. A quienes procuran salud en él, no se les cobra, si son necesitados, ni por la internación ni por el tratamiento. A los pudientes, sus estatutos les requieren un pago de siete dólares por semana por internación, monto insuficiente para cubrir el costo per capita del mantenimiento. Cualquier ingreso así recibido, se agrega al derivado de la fundación hospitalaria, y ayuda a hacer posible que el trabajo siga adelante. El propósito no es lucro, sino caridad, y la ganancia incidental no cambia que el demandado se presente como una institución de caridad".

             La señora Mary E. Schloendorff acudió a este hospital en enero de 1908. "Sufría de algún desorden estomacal. Preguntó al superintendente, o a uno de sus asistentes cuál sería el costo, y se le dijo que serían siete dólares por semana. Quedó internada en el hospital y, tras algunas semanas de tratamiento, un médico interno, el Dr. Bartlett, descubrió una protuberancia, que resultó ser un tumor fibroide. Consultó al cirujano visitante, Dr. Stimson, que recomendó una operación. Según el testimonio de la actora, el carácter de la protuberancia, según le informaron los galenos, no podía determinarse sin un examen con éter. Ella consintió a tal examen, pero, así lo dice, notificó al Dr. Bartlett que no debía haber operación alguna. Fue llevada de noche desde el área médica a cirugía, y preparada por una enfermera para una operación. Al día siguiente se le administró éter y, mientras estaba inconsciente, fue removido un tumor. Ella aduce que esto fue hecho sin su consentimiento o conocimiento". Como consecuencia de la operación, prosiguen los fundamentos del decisorio, "se desarrolló una gangrena en el brazo izquierdo; algunos de sus dedos debieron serle amputados, y sus sufrimientos fueron intensos. Ahora, ella procura endilgar al hospital la responsabilidad por el perjuicio"7

            Corría el explosivo 1914, pocos meses antes del fatídico pistoletazo de Sarajevo, que  daría lugar a la Primera Guerra Mundial, cuando la causa llegó a estudio de la Suprema Corte neoyorquina. El año anterior, había sido designado para este alto tribunal Benjamín Nathan Cardozo (1870-1938).

            Cardozo era un hombre muy consustanciado con la vida local. Su familia descendía de Aarón Núñez Cardozo, un judío sefardí que había inmigrado a Nueva York en 1752, integrándose plenamente. Algunos de sus parientes habían llegado, incluso, a luchar en la Guerra de Independencia.

            Benjamín había nacido en Nueva York, hijo de un magistrado de la Suprema Corte del Estado, forzado a renunciar en 1872, frente a la amenaza de un juicio político. Se había graduado en la universidad neoyorquina de Columbia. Su carrera judicial estaba llamada a ser brillante. En 1932, el presidente Hoover lo llevaría a la Suprema Corte nacional, en reemplazo del gran Oliver Wendell Holmes. Al igual que éste, Cardozo tenía profunda inclinación hacia la filosofía jurídica. Además, era un apasionado de la historia antigua clásica, y cultor del griego y del latín. Su personalidad humanista se trasluce en sus dos obras principales, La naturaleza del proceso judicial (1921) y Derecho y literatura (1931)9.

            A los 44 años, pues, Benjamín Cardozo emitiría el voto central del fallo Schloendorff, uno de los más famosos de toda la historia norteamericana. Desde el comienzo de sus fundamentos, evidenció abierta simpatía hacia el hospital neoyorquino, y manifestó compartir plenamente la línea jurisprudencial que consideraba a ese tipo de entidades benéficas exentas de responsabilidad por negligencia. Sin embargo, aclaró: "En el caso de marras, el hecho productor del perjuicio que genera el reclamo no es una mera negligencia: es una transgresión deliberada [trespass]". 

            Explicaba esa afirmación el párrafo sustancial del voto, que sería reproducido rigurosamente en cuanta obra sobre consentimiento médico se ha escrito en el mundo. En él decía Cardozo: “todo ser humano de edad adulta y mente sana tiene un derecho a determinar qué debe hacerse con su propio cuerpo; y el cirujano que realiza una operación sin el consentimiento de su paciente, comete un asalto a consecuencia del cual es responsable por daños. Esto es verdad, excepto en casos de emergencia, cuando el paciente está inconsciente y cuando es necesario operar antes de que pueda ser obtenido el consentimiento”.

            Esa expresión quedó como doctrina. En lo atinente al caso en sí, Cardozo propuso (y así resultó la sentencia) confirmar el decisorio que rechazaba la demanda contra el hospital, principalmente por considerar que éste no debía responder por las conductas ilícitas de sus médicos (a quienes consideró externos al nosocomio, y que no habían sido demandados), y respecto de las enfermeras, no halló que hubiesen obrado en forma reprochable. No fue ajena a esta resolución la circunstancia de tratarse de un hospital de caridad8.  

            Cardozo era un hombre mesurado. Por eso, no habló de un derecho sobre el cuerpo, como lo haría la jurisprudencia posterior. En su visión, se trataba más de una facultad general de decisión, donde el cuerpo no era lo importante, sino el proyecto de vida del sujeto, tomado en conjunto. Estaba más en la línea del concepto de privacy, tal como lo desarrollarían los tribunales estadounidenses más tarde. De esa prerrogativa, el magistrado deducía la necesidad del consentimiento médico.

            El galeno cometía “asalto”. Esta figura es definida por Steven Gifis, en su clásico diccionario jurídico, como: “Un intento, con fuerza ilícita, de inflingir un daño físico a otro, acompañado por la aparente habilidad presente de hacer efectivo el intento, si no se lo evita [...] es tanto un ilícito civil como un delito penal, y puede en consecuencia dar base para una demanda civil o una acusación penal”10. En el Código Penal de Nueva York, el asalto criminal incluye el daño físico real, que el common law llama battery. Por eso, en Schloendorff la intromisión sin consentimiento en el cuerpo del paciente fue conceptuada como asalto, mientras que en otros Estados, y en el contexto británico, se la caratulará como battery.

            El asalto se cometía al realizar la operación sin consentimiento, aunque ella resultara exitosa. Es decir, que se trataba de un acto ilícito autónomo, con un perjuicio independiente, no físico, consistente en la violación del derecho de decidir del paciente, no en el daño a su salud. Esa es la clave de Schloendorff.

            Finalmente, el otro factor que se vislumbra ya en este fallo líder es que el consentimiento, en realidad, estructura una teoría del derecho al rechazo. Esa posibilidad de negarse a recibir terapias, basada en la autodeterminación del destino del propio cuerpo, es la que, en la óptica de Cardozo, fundamenta la necesidad del consentimiento, la que le da razón de ser, y la que justifica la sanción al médico que interviene sin haberlo obtenido.

 

VI. CONCLUSIÓN

            ¿Fue éste un fallo revolucionario? A menudo se asume que sí...

           Tal vez una de las razones de tal presunción, sea el hecho de que Cardozo era un hombre progresista. Es cierto, aunque también sumamente moderado. Sucede que, cuando llegó a la Suprema Corte federal, integró, junto a Harlan Stone y Louis Brandeis, el trío conocido por su permanente defensa de los derechos humanos y del intervencionismo del presidente Roosevelt ("new deal").

            Pero hay que tener presente que el Cardozo de 1932 ya no era el de 1914. Tantos años no pasan vacíos en la vida de un hombre inquieto, de un jurista pensante, de un intelectual estudioso. Y, además, la defensa de los derechos humanos, especialmente de las mujeres y de los niños, frente a las grandes corporaciones, en los votos de Cardozo, Holmes, Stone y Brandeis, encuadraba perfectamente en los ideales y criterios de la vieja sociedad norteamericana. Es decir, no se trató de una línea “de avanzada”, sino más bien tradicionalista11.

             Brandeis, que había accedido al supremo tribunal en 1916, también provenía de una vieja familia judía, y fue asesor y compañero ideológico del presidente Woodrow Wilson, hijo de un pastor presbiteriano de Virginia. Ambos habían sido criados en la vieja tradición norteamericana. Harlan Stone, por su parte, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era Chief Justice de los Estados Unidos, votó por la naturalización de los pacifistas religiosos, aunque se negasen a prestar el juramento de armarse en defensa de la patria. Y lo hizo basado en viejos criterios calvinistas.    

             En suma, Schloendorff, la partida de nacimiento del consentimiento informado, parece haber sido un decisorio conservador, muy lejos de todo intento revolucionario. Un fallo por medio del cual los antiguos conceptos tradicionales puritanos se afirmaron frente al avance del ejercicio médico masivo y "positivista", si se quiere.

            Cardozo lanzó una visión trascendente, metafísica, la del derecho del hombre a determinarse, contra la óptica materialista cerrada del sujeto enfermo que debe ser curado, si la ciencia lo permite. Ésta última visión fue la de los doctores Bartlett y Stimson, los médicos que operaron a la Sra. Schloendorff en contra de los deseos de ella. El juez, sin dudarlo, los califica de delincuentes, sin jamás dudar que obraron en el mejor interés físico de su paciente.

            Esa, pues, es la profundísima doctrina de este fallo señero, cuyas semillas se esparcirían, beneficiosas, a los cuatro vientos.

 

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1 Rabinovich-Berkman, Ricardo, Medicina y antisemitismo (jurídico, social y religioso) en el mundo hispánico (siglos XVI al XVIII) (¿Raíces de un peculiar trato al médico y a la Medicina?) Apuntes para un desarrollo ulterior, en Persona, XIV, 2/2003 (http://revistapersona.4t.com/14rabinovich.htm)

2 Los primeros galenos israelitas llegaron en el primer viaje de Colón: el cirujano Marcos y el médico Bernal, reconciliado en 1490 por judaizante (Roth, Cecil, Historia de los marranos, Bs.As., Israel, 1941, p 222; Margolis, Max - Marx, Alexander, Historia del pueblo judío, Bs.As., Israel, 1945, p 466). En 1605, en el auto de fe en que fue quemada la efigie del hermano del obispo de Tucumán, Francisco de Vitoria, salieron por judaizantes los médicos Álvaro Núñez, de Tucumán, y Diego Núñez de Silva, de Córdoba (Monin, José, Los judíos en la América española, 1492-1810, Bs.As., Yavne, 1939, pp 104/105). En 1619 se impidió el ingreso desde el Brasil de “un judío italiano muy docto en medicina llamado Don Diego Manuel” (Idem, p 106). ¿Cuántos habrán conseguido entrar, burlando los controles? En el siglo XVII, Rogelio Enrique de Fonseca (o Diego Sotelo) se estableció en Santiago de Chile como médico. Él y toda su familia fueron detenidos por judaizantes en “1656 y remitidos a Lima donde después de un largo proceso fueron quemados” (Idem, p 135). Uno de los primeros denunciados ante la Inquisición de Lima, en 1570, fue el médico Juan Álvarez, por participar en “cosas y ceremonias de la ley de Moisés” (Medina, José Toribio, Historia del Santo Oficio de la Inquisición en Lima, Santiago de Chile, 1887, II, I, p 29). Sin dudas el más famoso galeno rioplatense judaizante (sobre todo tras la novela biográfica La gesta del marrano, de Marcos Aguinis) es Francisco Maldonado de Silva, hijo del ya mencionado Diego Núñez, y “de oficio cirujano”, como su padre. (Monin, pp 108 y ss).

3 El Real Protomedicato español, en memorial elevado a Carlos II en 1691, solicitaba se exigiese limpieza de sangre (ausencia de antepasados hebreos o moros) para ejercer la medicina: “Señor, esta gente es de perdición, abominable a los ojos de Dios, extraños a estos Reinos. Su presencia causa horror, su trato y conversación cauteloso y doloso, pues siempre están en actual discurso para engañar a los cristianos y privarlos de la vida. En estos reinos se crían admirables médicos, son limpios y seguros; ciérrese la puerta a la admisión de estos enemigos declarados para que la profesión médica tenga la estimación que merece y sus profesores [es decir, quienes la profesan] se libren de la nota que se causa de los individuos indignos de este nombre” (Domínguez Ortiz, Antonio, Los judeoconversos en España y América, Madrid, Istmo, 1971,  pp 232 – 234)

4 Elson, Henry William, History of the United States of America, N.York, MacMillan, 1904

5 Maitland, F. W., The Constitutional History of England, Westford, Cambridge, 1979

6 Mason, J.K. - McCall Smith, Alexander, Law and Medical Ethics, Londres, Butterworths, 1987

7 El fallo se encuentra publicado en: 211 N.Y. 125; 105 N.E. 92; y 1914 N.Y. LEXIS 1028

8 "Sería realmente un decisorio desafortunado aquel que constriñese a las instituciones de caridad, como medida de autoprotección, a limitar sus actividades. Un hospital abre sus puertas sin discriminación, a todo aquel que busca su ayuda. Reúne en sus pabellones una compañía de galenos experimentados y entrenadas enfermeras, y pone sus servicios para responder a los afligidos, sin contemplar las características o la riqueza de aquellos que apelan a él, sin considerar nada y sin preocuparse por nada, más allá del hecho mismo de su aflicción. En esta labor benéfica, no se sujeta a responsabilidad por daños, ni siquiera cuando los ministros de la salud que ha seleccionado demuestran se infieles a tal confianza", termina el fallo.

9 www.cardozo.org/genealogy/cardozo.html

10 Gifis, Steven, Law Dictionary, N.York, Barron’s, 1975, p 16

11Era corriente entonces el empleo de argumentos tradicionalistas para defender las novedades. Por ejemplo, se decía que Molly Brandeis, antepasada del juez de la Corte, al quedar viuda, anunció que saldría a trabajar. Los miembros de la pequeña sinagoga del Medio Oeste, horrorizados, le hicieron notar que las mujeres judías permanecían en casa. “No sé”, contestó ella, “yo creo recordar a una judía llamada Ruth, que quedó viuda, y espigaba entonces los campos para ganarse la vida, y aún así los vecinos guardaron silencio. Por todo aquello, parece ser bastante respetada, hasta el día de hoy” (www.literaturepage.com/read/fanny-herself-10.html).