Editorial

 

LO QUE
LOS HURACANES
SE LLEVARON...


 

            Nunca, jamás, a pesar de estar yo mismo, como decían los viejos juristas romanos, “entre las cosas humanas”, voy a entender la insondable psicología de nuestra extraordinaria especie. ¿Se puede acaso?

 

            Tras la devastación horrenda del huracán Katrina (¿a qué idiota se le habrá ocurrido ponerles a tan nefastas quimeras nombres de personas?), he escuchado decir cosas terribles. En la calle, en los medios de transporte, en los negocios, e incluso en las aulas… Me ha costado dar crédito a mis oídos.

 

            “Quien siembra vientos, cosecha tempestades”. “Bien merecido se lo tenían estos yanquis”. “Que vean en carne propia cómo es vivir así”. “Es la venganza de Dios”. Y variantes sobre el mismo tema. Pero noté muy poca tristeza, muy poco dolor, muy poca compasión, muy poca simpatía (que es, etimológicamente, “sentir –o sufrir, incluso– en conjunto” con el otro).

 

            ¿Cómo puede haberse dañado tanto la capacidad de sentir amor al prójimo en relación con el pueblo norteamericano? Yo, que sigo leyendo con profunda admiración la Declaración de Independencia, y cada vez que repito ese we hold this truths to be self evident, me siento pletórico de humanidad, que admiro a Abraham Lincoln, a Oliver Wendell Holmes, a Edgar Allan Poe, a Woody Allen, que reconoceré siempre a los miles de muchachos estadounidenses que ofrendaron su vida en los campos de combate de la Segunda Guerra, porque es gracias a la sangre que ellos derramaron que yo hoy existo, dado que pertenezco a la “raza” que para los otros era menester exterminar (e iban muy bien encaminados en el intento), no lo entiendo, aunque avizoro la respuesta.

 

             Pero esa respuesta que vislumbro no me gusta. Es una respuesta enferma, degradada, monstruosa. Es la que me susurra, con voz diabólica, que quien mata a hierro, a hierro debe morir, que no se merece piedad el impiadoso, que no se llora por aquel que avasalla y hiere. Esa horrible contestación es ajena a todo lo grande que la civilización humana ha construido. Al amor al prójimo que Jesús entronizó como supremo mandamiento, a las enseñanzas de las grandes religiones y filosofías del mundo, del Sinaí al Fujiyama, y de Sócrates a Kant. A la cultura de los derechos humanos, que tantos sacrificios lleva por cimiento.

 

            Hemos edificado un mundo enfermo, injusto y sanguinario. Construido con la argamasa de mentiras, de explotación y de odio. Apenas las aguas crecieron, el Derecho desapareció, y la sociedad del gigante que tan celoso se muestra de sus instituciones jurídicas y sus garantías constitucionales, se transformó en un caos anárquico, donde nada se respeta. Violaciones, robos, agresiones de pandillas, balaceras. Un mar de represiones brotando como epifanía del verdadero trasfondo de un sistema farisaico. Apenas las aguas crecieron, la hipocresía se diluyó.

 

            ¿Acaso no había dado ejemplo el país mismo, al echar raudamente por la borda los principios básicos del debido proceso, de la defensa a la intimidad, de la presunción de inocencia, frente a las secuelas del atroz atentado del 11 de septiembre? Si los derechos humanos no son para las situaciones de crisis, entonces no sirven para nada. Son como una empresa de medicina prepaga que cubre magníficamente la gripe y la varicela, pero no se hace cargo del cáncer. La gente entendió el mensaje en el que fue criada: el respeto es para tiempos de calma, de tranquilidad y abundancia. Cuando suben las aguas, y arrecian las ráfagas siniestras, el respeto se vuelve inadecuado.

 

            Vivimos en un mundo salvaje, disfrazado con corbatas de seda y celulares brillantes. Cientos de miles de niños, enfermos, abusados, esclavizados, prostituidos, mueren cada año en África, en Asia, en América Latina. El planeta se parte en celdas de aislamiento, mientras las primeras pero contundentes evidencias del colapso climático se hacen evidentes. Ya nos hemos acostumbrado a hacerle la vista gorda al dolor, la explotación y el hambre. ¿Qué nos cuesta ahora hacernos también los distraídos cuando se empieza a tornar obvio que nuestro medio ambiente ha entrado en el epílogo?

 

El mismo sistema ha destruido ambas facetas, la humana y la física. Ya nada nos conmueve. Hablamos de veinte mil muertos, y acto seguido del resultado del fútbol (y esto último sí que nos afecta). Nuestras pantallas muestran el dolor sin olor. Es increíble la diferencia que trae esa “d”. Los cadáveres en la televisión no hieden. La sangre no moja. El llanto se hunde tras los acordes, increíblemente arreados, de La guerra de las galaxias… Hemos convertido a nuestros hermanos en imágenes de pantallas fugaces. Así, es lógico que no suframos con ellos.

 

            Es difícil revertir esto. Pero no creo que sea imposible. Reivindico mi derecho de soñar. De imaginar que una tarde, grano de arena a grano de arena, los humanos recuperemos el tiempo perdido. Y lloremos juntos por las vidas que pudieron haber sido y no fueron. Y labremos juntos los surcos de un futuro sin mentiras.

 

Con permiso el gran Vittorio De Sica, reivindico mi derecho de andar, tercamente, “verso un regno dove buongiorno, vuol dire veramente buongiorno”.

 

Ricardo D. Rabinovich-Berkman