Editorial

CARICATURAS
 

    Desde estas páginas hemos predicado siempre el respeto por todas las religiones. Nuestro primer artículo, sin ir más lejos, fue escrito por Marcelo Bahamondez, el argentino testigo de Jehová que, con su decidida y valiente actitud al querer vivir según sus creencias, generó uno de los fallos más importantes de toda Latinoamérica en materia biojurídica. Pero ya el segundo número, aparecido mientras arreciaba la demonización de todo lo musulmán, en el contexto de los meses posteriores a los atentados (cada vez más misteriosos) del 11 de septiembre, se abría con la nota sobre "la dignidad de la persona humana en el Islam", labrado por la pluma del joven jurista mahometano Sumer Noufouri. Porque estamos tozudamente empeñados en combatir el odio, la discriminación, los prejuicios y las mentiras, en todas sus formas y escenarios.

    Reiteradamente, en mis trabajos y en mis clases, he mostrado con textos cómo el Islam no es una religión diabólica ni sangrienta, sino que sus enseñanzas poseen un notable contenido social, con fuerte hincapié en el amor al prójimo, la caridad y la igualdad esencial de los seres humanos. Los musulmanes construyeron, durante la mayor parte de su historia, comunidades donde las demás creencias fueron respetadas, o por lo menos toleradas, a menudo por encima de lo que contemporáneamente sucedía en los países cristianos. No es un secreto que muchas veces para los judíos, perseguidos y vilipendiados en casi toda Europa, las tierras gobernadas por los mahometanos eran un remanso, donde podían vivir y crecer, cultural y económicamente. A cambio, los hebreos se integraron bastante en esas sociedades, y les ofrendaron médicos, matemáticos, literatos, filósofos y una pléyade de hombres destacados, que hoy, muchas veces, recordamos directamente como "árabes".  

    Que el Corán posee pasajes violentos, es verdad. Pero no está exenta de ellos tampoco la Biblia, especialmente el Antiguo testamento, donde la noción de "guerra santa" ya aparece delineada. No en vano Jehová es, reiteradamente, el "señor de los ejércitos". Por otra parte, si los musulmanes usaron mucho esa idea, y conquistaron y mataron en el nombre de Dios, los cristianos no les fueron a la zaga en las Cruzadas, que con razón Juan Pablo el Grande condenó, gesto que muchos recalcitrantes que se proclaman miembros de la grey católica no le han perdonado nunca, porque siguen suspirando cuando recuerdan esas campañas de sangre, violación y muerte, en cuyo curso las juderías eran arrasadas, casi como deporte, por el mero placer de oler sangre hebrea.

    A menudo se olvida, o se desconoce, que Muhammad formuló los párrafos del Corán referidos a la djihad, en el contexto posterior a la hishrá, su salida de La Meca para refugiarse en Yatreb-Medina. Desde esta ciudad, que le era adicta, se hallaban en ese entonces sus seguidores en guerra contra la capital religiosa árabe, cuyos jerarcas se negaban a aceptar las nuevas enseñanzas. Es decir, que los preceptos que se ocupan de la "guerra santa", especialmente en el Sura 8 y el Sura 9, hacen referencia, en ese momento, a una conflagración civil, entre gentes de la etnia árabe. Respecto de los judíos y cristianos, la guerra no se convoca en búsqueda de su exterminio, sino "hasta que paguen el impuesto en reconocimiento de superioridad y estén en un estado de sujeción" (9.29). No estoy sosteniendo que esto sea "bueno". Como lo ha dicho recientemente el Papa, creo que toda guerra en el nombre de Dios es atroz e injustificable. Pero estamos hablando del siglo VII...

    Los musulmanes, originalmente, no dibujaban la figura humana. Tampoco lo hacían los judíos, y los cristianos de los primeros tiempos lo hicieron muy poco. La posibilidad de que esas representaciones llevasen a la idolatría, asustaba a las tres religiones bíblicas, erigidas como antítesis del paganismo. Los cristianos, en la medida en que se fueron incorporando en sus filas personas ajenas a la etnia israelita (afluencia que demoró varias décadas en ser significativa), comenzaron a representar seres humanos, y finalmente llegaron a dibujar, tallar y esculpir la imagen del propio Jesús, y del Padre mismo, a cuyo efecto echaron mano de tradiciones grecorromanas (la del retrato de Apolo y la del de Júpiter, con variantes, fundamentalmente). Los hebreos también fueron incorporando en su iconografía con el tiempo la figura humana, aunque jamás la de Dios. Los mahometanos, contra lo que muchos piensan, no fueron la excepción.

    La imagen de Dios no aparece en la pictografía islámica con caracteres humanos (como lo hace en la cristiana). Pero sí se representan profusamente hombres y mujeres, incluso los muy cercanos a Muhammad. A éste mismo, sin embargo, se le dibuja la cara normalmente en blanco, y una llama de fuego lo rodea íntegro, o circunscribe su cabeza. Por supuesto, todas las imágenes exhiben un respeto enorme. Las posturas son decorosas, la actitud suele ser solemne, el cuerpo cubierto de ropas ricas y amplias. No es cierto, pues, que exista una prohibición religiosa de dibujar al hijo de Abdallah y Amina. Pero jamás hubo la libertad de imaginarlo a que el mundo europeo está acostumbrado, desde la Baja Edad Media, con relación a Cristo, a la Virgen, y a Dios Padre mismo.

     La sátira y la ironía, empleadas con relación a gobernantes, a países, a sacerdotes y a sujetos ilustres, muestran en la cultura "occidental" una tradición antiquísima. Paradójicamente, esas raíces parten de la civilización súmero-acadia, que floreciera en el tercer milenio antes de Cristo... ¡en el territorio del actual Irak! Los griegos, especialmente en Atenas, hicieron uso de esos géneros a menudo. Una de sus víctimas más célebres fue el propio Sócrates, al que Aristófanes ridiculizó en sus comedias. Sin embargo, no parece que al filósofo esto le molestara mayormente. Y, de hecho, pasados los siglos, esas bromas se convirtieron en una de las pocas fuentes de que disponemos para reconstruir al Sócrates real (sobre todo, frente a las posibles deformaciones platónicas, que ya acusaba Aristóteles).

    Los romanos, sin embargo, fueron quienes llevaron la sátira a sus más altas expresiones. Hicieron de ella, y de la ironía, su prima hermana, un arte consumado. En los escritos, las pinturas, las esculturas, el teatro cómico. Las paredes de las ciudades (las casas casi no tenían ventanas exteriores) estaban cubiertas de graffiti y de dibujos grotescos, muchas veces con contenido sexual (les encantaban las alusiones de ese tipo). Los legionarios componían canciones burlonas de sus propios generales y jefes. Los actores se mofaban de las veleidades de los príncipes. Los poetas criticaban en verso a las figuras destacadas del momento, ya fueran políticos, mujeres escandalosas, eruditos o abogados. Nadie estaba a salvo, y ya en el siglo V antes de Cristo las XII Tablas establecieron la pena de muerte para quien compusiese versos o canciones difamatorias. "Muy sabiamente", reflexiona Cicerón, "puesto que es al juicio de los jueces legítimos, y de los magistrados, que debemos exponer la vida, y no a la inspiración de los poetas; ni hemos de oír insultos salvo que se pueda, según dicha ley, responder la acusación, y defenderse judicialmente".

      Esa era la idea. No la irresponsabilidad sin límites. Todo lo contrario. Quien se sintiera ofendido por una sátira, podía acudir a los magistrados, y promover una acción judicial. La sentencia no sería leve. Pocas eran las conductas que en Roma acarreaban el castigo capital: ésta era una de ellas. Otras veces, llevaba al exilio (es probable que tal fuera la causa del destierro de Ovidio, por ejemplo). Pero lo que se procuraba era que la reacción del damnificado se condujese de un modo institucionalizado, no con una respuesta violenta inmediata y directa. Esa, con altibajos, ha sido la concepción que primó en la cultura europea desde entonces, y se ha reforzado a partir del siglo XVIII, al destacarse la libertad de expresión y de prensa.

    Los hombres y mujeres de "occidente" han derramado toneladas de sangre, han llorado lagos de lágrimas, en la lucha contra la represión ideológica, que involucra, en forma muy especial, a la censura previa de las expresiones periodísticas, literarias y artísticas. Es inimaginable que el gobierno de Dinamarca revise todas las imágenes que aparecerán en los diarios, a fin de prohibir aquellas que puedan resultar ofensivas. Sería una conducta aberrante dentro de la cosmovisión europeo-americana. Hitler lo hubiera hecho, Stalin también, y muchos otros de esa misma laya, pero ellos constituyeron anomalías en el curso de la historia de nuestra cultura... y así terminaron. Dinamarca, la misma cuyo pueblo salió a pasear en las narices de los nazis invasores llevando estrellas de David amarillas, a ejemplo del rey Cristián mismo, no hace esas cosas. Si las hiciera, si algún día las hace, dejará de ser Dinamarca, y se convertirá en otra cosa.

    La caricatura de Muhammad, además de ser grotesca y carente de toda gracia, padece de un mal gusto abismal, y su autor muestra ser un grosero. Cada uno de los hombres y mujeres de bien del mundo debimos haber iniciado un juicio de daños y perjuicios contra el dibujante y su medio. Así como los daneses no judíos se pusieron la estrella, los no mahometanos deberíamos cerrar filas como si fuésemos fieles miembros del Islam, frente a esta estupidez. Si tuvieran que pagar varios millones de dólares de indemnización (los que podrían donarse para restaurar las mezquitas destruidas del pobre Irak), seguramente se cuidarían (ellos y los demás periódicos) de incurrir en ese tipo de afrentas en el futuro.

    Sin embargo, esa no fue la reacción. Hubo matanzas, incendios, sangre y destrucción. Amenazas, agresiones, prepotencia, imprecaciones... Y la asombrosa "réplica" iraní de tomársela con el Holocausto, que no sólo no tiene absolutamente nada que ver, sino que además ensucia la memoria de los muchos musulmanes muertos en los campos hitlerianos (como, por ejemplo, lo reporta el informe del prisionero Johann Neuhäusler, obispo de Munich, con relación a Dachau, en su famoso reporte ¿Cómo era Dachau?)

    La reacción fue desmedida. Mostró un grado de violencia inusitado. Pero, ¿es esa violencia una característica de la civilización islámica, o de los países musulmanes? Me inclino a creer que no, que se trata de una condición en que se halla hoy el mundo todo. Las invasiones sangrientas, la prepotencia imperialista, los autoritarismos de pretensiones monolíticas, un sistema económico mundial visceralmente injusto y salvaje, el triunfo supuesto de un capitalismo carente de cualquier esbozo de ética, la flagrante explotación de unos por otros (personas y países), la repartición de gran parte del orbe entre mega-corporaciones ciegas de avidez, la pérdida de trascendencia, la cosificación del ser humano, son todas (y faltan más) variables que han incidido en generar un mundo horrible, que impulsa a las drogas escapistas, a la violencia desesperada, al odio sandio. Hemos hecho de nuestro planeta un polvorín, donde la chispa más nimia es susceptible de despertar una explosión suicida en segundos.

    La caricatura de Muhammad es grave, pero más grave es que nosotros nos hayamos transformado en caricaturas de hombres, viviendo en caricaturas de países, con caricaturas de proyectos y de ideas. El amor al prójimo, es hoy una caricatura. La solidaridad, el respeto, la fraternidad humana, son ahora caricaturas grotescas. ¿Qué consideración puede mostrar hacia sí misma una especie que se dedica, feliz, a diseñar y congelar a sus propios vástagos, a cambio de sumas de dinero?

     Que Allah, que es el mismo en todas las religiones, muestre hacia nosotros, los seres humanos, ese atributo que el Corán reiteradamente de Él proclama: la Misericordia...

Ricardo D. Rabinovich-Berkman