Trasplantes:

otra oportunidad

para la Democracia

 

 

Teresa Amarfil de Alemán     

 

 

Es un gusto para mí estar hoy compartiendo este espacio y agradezco especialmente el honor que me hacen al invitarme como miembro del Comité de Bioética de la Sociedad Argentina de Trasplante.

 

Aun a riesgo de ser redundante, pondero la concreción de estos foros de debate en un ámbito académico de sobrado prestigio y trayectoria como la Universidad del Museo Social Argentino, foros que tienen como gran valor abrir consideraciones sobre temas de tanta relevancia como el que se trata acá, convocarnos a la reflexión y al debate constructivo.

 

Todavía más, estos eventos cuya importancia es posibilitar la acción y el discurso, son precisamente la contracara de lo que suele ocurrir con muchas de las decisiones políticas que regulan nuestra vida.

 

Es que hacen más real  -en tanto nuestro- el mundo que habitamos, porque es aquí donde la presencia de los otros –y de nosotros como otros- tiene la particularidad de “aparecer” con su voz y su opinión sobre temas que hacen al interés común.

 

Me gusta decir –y pensar- que esto es poder, poder que surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece cuando se dispersan. Poder que construye la esfera pública, en donde sucede el mundo que ponemos en común.

 

Creo necesario poner de manifiesto que las condiciones para entender un “mundo común” no están dadas por la “naturaleza común”, no se relaciona con algo que viene de lo natural, sino más bien por el hecho de que, a pesar de las diferencias de posición y la variedad de perspectivas, todos los que lo conformamos estamos interesados por el mismo objeto.

 

Pero, si la identidad del objeto de nuestro interés deja de discernirse, ninguna “naturaleza común” de los hombres puede evitar la destrucción del “mundo común”, y es esto lo que puede ocurrir cuando se dan condiciones de total aislamiento (como ocurre en las tiranías) donde nadie está de acuerdo con nadie, ni tampoco es de interés de nadie acordar. Pero también cuando nos comportamos teniendo en cuenta sólo nuestra subjetividad, nuestra experiencia singular, esto es cuando nos comportamos como “privados” entendiendo este término como privados de la posibilidad de ser visto y oído por los demás.

 

Me pregunto entonces, ¿cuál es el objeto discernible en el que estamos hoy acá todos interesados?

 

·        ¿es trasplantar órganos?

·        ¿es trasplantar órganos aunque para ello haya que recurrir a leyes que –en la práctica- no promueven de fondo la libertad y consiguiente responsabilidad?

·        ¿es trasplantar órganos a partir de decisiones que se toman por fuera de nuestra participación en la construcción de la vita activa?

·        ¿es transplantar órganos dentro de una concepción de vida cuyo eje es la libertad?

 

Descuento que seguramente coincidiríamos en que nuestra opción es como lograr la mayor procuración y la mayor capacidad para el trasplante de órganos, dentro de una concepción de vida cuyo eje es la realización de los valores -valores políticos y democráticos- de la libertad y la igualdad.

 

Las otras opciones nos ponen a un paso del “fin justifica los medios”, cuando a menudo, o quizás siempre, dentro de un sistema democrático de decisiones, los medios son tan importantes como los fines.

 

Justamente por eso, importa detenernos brevemente en la idea del espacio público como el lugar para el tratamiento de los conflictos y la búsqueda de consensos. Y en la ley que es, por su misma naturaleza un espacio público.

 

Quién sabe por qué razón, cuando pensaba en estos temas y por alguna asociación de ideas algo borrosa, se me representó ese sueño monstruoso que los hombres sueñan desde siempre, desde las más antiguas tradiciones hasta hoy, y en donde evoca la posibilidad de animar al Golem, aquél informe trozo de barro que cobra vida por una misteriosa combinación de sólo 4 letras.

 

La historia del hombre cuenta que cada vez que quiso hacerlo, cada vez que pretendió y logró combinar la serie mágica de letras y dar vida a su Golem, se adentró en una empresa de muchos y variados riesgos, el principal, creerse lo que no es, caer en la desmesura, en el pecado de la “hübris” que tanto temían los griegos. Pecado que cometían los gobernantes y pagaban los pueblos

 

En la versión del Golem polaco del siglo XVI, la creatura fue hecha para que oficiara de sirviente, pero tanto crece que su rabino creador temiendo que se desbordara, lo vuelve todas las semanas a su estado primero de barro sin vida. Hasta que un día comete un error fatal: se olvida, y cuando reacciona e intenta desanimarlo, el Golem sepulta a su amo bajo la masa de barro en que se convierte.

 

El Golem de las sociedades modernas es menos visible, menos pintoresco, más solapado, pareciera ser la extrema tecnificación e instrumentalización, de cuya mano el ser humano pierde el control de su propio mundo.

 

El problema para nosotros es poder darnos cuenta de cuál es nuestro Golem, que siempre busca amar y ser amado pero que, por causa misma del hombre, termina finalmente volviéndose contra quienes, en su desvarío, lo convierten en una criatura incontrolable y amenzante.

 

¿Será esta ley que hoy revisamos un caso más de Golem moderno? ¿Será esta creación de la lógica democrática nuestro Golem? ¿Quién fue el creador de este Golem?

 

Teniendo como telón de fondo esta metáfora, es que me acerco al tema que hoy nos convoca, para plantearlo desde otro ángulo, al revés por así decir: no busco la mejor forma de procurar órganos y trasplantar más, busco saber que nos ocurre cuando trasplantamos.

Mi pregunta es la siguiente:

 

¿qué estamos haciendo con nuestra vida en común cada vez que actuamos en cualquiera de los momentos procesales del trasplante, tanto en la acción individual como colectiva?

 

Dicho de otro modo, ¿cómo repercuten esos actos en la construcción del contexto social, político y público en donde desarrollamos toda nuestra vida y toda nuestras ideas de “buena vida”? Especialmente entre ellas, las ideas que expresan valores que consideramos básicos: la igualdad y la libertad.

 

¿Será posible que entre unos y otros, podamos fabricar, entrelazando las letras mágicas, lo que puede volverse contra nosotros mismos como una figura monstruosa que no podemos detener?

 

Permítanme dos consideraciones necesarias acerca del mundo que vivimos:

 

El siglo XX fue el siglo de la defensa a ultranza de dos conceptos que encerraban todo un mundo de significados, dos conceptos que suponían estar del lado correcto de la vida:

 

·        la democracia como la mejor forma de gobierno

·        y la defensa de los derechos humanos como el ideal sobre el que se asentaban las formas correctas de hacer política

 

Pero, como bien sostiene Eric Hobsbawn en el inicio de su “Historia del siglo XX”, este viejo siglo, siglo de barbarie y racionalidad científica, no ha acabado bien.

Y porque así ha sido, ambos conceptos están en revisión y en retroceso:

·        a la democracia se le achaca no haber logrado la justicia

·        y a los derechos humanos se los circunscribe hoy al plano de una retórica ingenua, tal vez deseable, pero claramente –y explícitamente- no sólo se los declara incumplibles sino que han perdido su calidad de “utopía posible”,  de “utopía orientadora”.

 

Sobre este horizonte de comprensión es donde deben inscribirse las discusiones sobre la vida en común y las decisiones sobre el orden que esa vida en común conlleva.

 

Sobre este horizonte es donde debemos encontrar la forma de resolver los conflictos. De ello depende que terminemos de derrumbar aquellos dos conceptos o aportemos nuestros mejores esfuerzos para afianzar su consolidación.

 

No es ajeno a esos esfuerzos la cuestión de cómo tratamos el conflicto, como nos manejamos en el disenso, cómo llegamos a acuerdos frente a todo disenso.

 

Lo que tenemos entre manos hoy es un conflicto, que se relaciona con la tensión entre el uno y el todo, el individuo y la sociedad. Conflicto que de todos modos, es uno más entre la multiplicidad de conflictos que jalonan la vida democrática. Pero ¿qué tipo de conflicto es?

 

Como acertadamente señala Hirschman, muchos de los conflictos que enfrentamos, tienen origen en la distribución social de recursos, y como tales, debieran ser conflictos manejables porque son negociables.

 

Sin embargo, hay otros tipos de conflictos en cambio que son no-negociables, y se dan entre las grietas profundas en que nos dividimos según las formas extremas de las etnias, las religiones, las tradiciones sacralizadas.

 

Los conflictos negociables son los de el más/menos, en cambio los otros, los no-negociables son los del uno-contra-otro. No necesito aclarar que estos últimos sólo se resuelven con la eliminación de uno u otro.

 

Nuestro conflicto sobre la cuestión de las leyes regulatorias de la práctica de trasplantes es un conflicto de tipo negociable que trata sobre el problema de un recurso especial, valiosísimo y muy escaso que es el órgano, por lo tanto debemos tener gran cuidado en no transformarlo en un conflicto no-negociable del tipo uno-contra-otro.

 

Y este no es un tema menor. Críticas a favor y en contra, expresadas con posiciones muy polarizadas en los medios de comunicación masivos, no hacen más que dividir las cosas entre buenos y malos, retrógrados o progresistas, sin que por ese camino se logre dar cuenta de la necesaria información que la ciudadanía merece y necesita para ser parte de la discusión pública.

 

Agrego que, atreviéndome a tomando las ideas rectoras del siempre recordado Dr. Carlos Nino, un adecuado sistema democrático contiene un potencial epistémico y moralizador de la sociedad, pero el desarrollo de esta potencialidad depende a su vez de los buenos procesos a través de los cuales se alcanzan los buenos resultados.

 

Por lo tanto, una ley de la democracia, una ley que conforme un espacio público, debe realizarse a través de un proceso que provea de “buenas razones” para creer en ella.

 

Recordemos de paso que, cuando hablamos de procesos democráticos, estamos siempre hablando de nosotros en el ejercicio de nuestros distintos roles en la sociedad: seamos maestros, ingenieros, médicos, políticos o periodistas. Y especialmente los periodistas, quienes hoy por hoy son los que tienen mayor capacidad de llegada a los efectos de reproducir un diálogo ampliado y honrar el carácter de ágora en que se han convertido los medios de comunicación.

 

De manera que en mi opinión, en el proceso que se debería seguir para lograr la mejor procuración de órganos para lograr el mayor número de trasplantes posibles, se debería requerir

 

·        contar con leyes sancionadas luego de un amplio debate público dado desde la  provisión de información suficiente

·        y adoptar posiciones que traten a este debate como  de conflictos negociables, compatibles con una democracia que, en su ejercicio, conserve y retroalimente su capacidad moralizadora.

 

Estaremos dando así un paso positivo que no sólo será un valioso aporte frente a los planteos bioéticos que acompañan a los trasplantes de órganos, sino que también será un valioso aporte para la mejor realización de una “buena vida” para todos, en la reafirmación de los valores democráticos que mencionamos en nuestro inicio.

 

Buenos Aires, 31 de marzo de 2006.