Editorial


EL AÑO NUEVO

DE
GAZA

 

 

    Parece increíble que estemos en pleno siglo XXI, y no seamos capaces de evitar la guerra. Todas las guerras son ridículas, innecesarias e injustas. No hay guerras buenas o malas. Las guerras que huelen a lógicas, a inevitables, suelen originarse en remotas cadenas de estupideces, venganzas, soberbias y cobardías, unas sobre otras, que se pierden en la noche de los tiempos. La pregunta por quién empezó es generalmente torpe, porque las causas se entremezclan, se superponen, se ramifican y convergen. Pero, de una o de otra manera, las guerras destruyen sueños, hacen añicos el esfuerzo de décadas, esfuman amores y afectos, quiebran mejillas de niños. Nunca supimos cómo hacer para no matar o herir civiles en las guerras, para no arrasar escuelas, mercados y hospitales. Y los soldados, además, también son seres humanos. También quieren crecer, cantar, labrar, hacer el amor hasta el amanecer.

 

    Las guerras por tierras están entre las más falaces. Hoy, todas las soberanías del mundo son resultado de usurpaciones violentas. No hay un solo pueblo que sea, como decían los antiguos griegos, "hijo del suelo". En realidad, nunca hubo ninguno. A los hebreos, tenemos que creer que Dios les dio su Tierra Prometida en tiempos bíblicos. A los españoles y portugueses, el papa les concedió América (a pesar de que los mayores juristas de la época, como Francisco de Vitoria y Domingo de Soto, sostenían que carecía de ese poder). El Imperio Otomano invadió todas las posesiones asiáticas que una vez fueran (conquistadas también) de Bizancio (la problemática Palestina incluida). Después, las Naciones Unidas recomendaron partirlas entre los colonos judíos y los habitantes árabes. Eso no lo respetó nadie. Es cierto, la división parecía hecha por un niño de tres años. Era una invitación a matarse. Pero, igualmente, lo que todos los que pudieron vieron fue una posibilidad de ocupar o controlar ese estratégico rincón del Mediterráneo.

 

    Pero... ¿Qué país actual no tiene en su propia y adornada historia una invasión, un genocidio, crímenes atroces, esclavitud de extranjeros?

 

    En realidad, el mundo es de todos. La humanidad es una sola, los recursos del planeta son de cada uno de los habitantes de la especie. Las fronteras son arbitrarias, violentas y ficticias. La calificación de nacional y extranjero es algo que debería haber desaparecido, junto con las grandes diferencias económicas y sociales, hace décadas. En vez de avanzar por ese camino, estamos dedicados a la construcción de muros, aterrorizados ante los inmigrantes, comprando armas, preparando ataques y defensas, insultando y amenazando, invadiendo y lanzando cohetes. Pertrechando a los países amigos, bloqueando a los enemigos, entrenado guerrilleros suicidas, venerando guerrilleros asesinos, restaurando la memoria de dictadores genocidas y negando holocaustos. ¿Y las Naciones Unidas? ¡El que sepa decir para qué sirven realmente, por favor que alce la mano!

 

    Cuando John Lennon, en su emotivo y eterno himno Imagine, soñó con un mundo sin religiones, lo hizo sin dudas porque veía, no el mensaje de amor de la mayoría de los credos, su convocatoria a la hermandad, a la caridad, al afecto, sino los mares de sangre que han derramado a lo largo de los siglos, y se obstinan en seguir derramando. No se refería al Sermón de la Montaña, ni a la misericordia de Alá, ni a los Diez Mandamientos. No, hablaba de las cruzadas, de la jihad, del fanatismo, del mesianismo soberbio, del fundamentalismo demencial. En pleno siglo XXI invocamos causas y razones religiosas para asesinarnos. Es increíble. Estas formas religiosas ni siquiera son "opio de los pueblos". Son venenos del mundo. No emocionan, conmueven por lo patéticas. Espantan los musulmanes que se inmolan recitando versos del Corán. Horrorizan los judíos que ocupan tierras fuera de los límites israelíes aduciendo textos bíblicos. Sobrecogen los cristianos que ven en la invasión del Irak (o en la expulsión de inmigrantes) la expresión de una nueva cruzada. Asustan tanto como el gobierno chino persiguiendo budistas. India y Pakistán renovando su odio atómico, en definitiva basado en discrepancias religiosas. El presidente de Irán amenazando a Israel con borrarlo del mapa al tiempo que se obstina en negar la Shoáh nazi. Al-Kaeda exigiendo a Barack Obama que se convierta al Islam... No es tan difícil entender a John Lennon.

 

    El 31 de diciembre de 2008, mientras en muchos países felices del orbe, donde las preocupaciones predominantes tienen más que ver con el colapso del sistema financiero estadounidense, las personas buscaban solaz en los petardos de estruendo, en los fuegos artificiales, y el olor de la pólvora, regado en alegres nubes fugaces, surcaba la noche entre brindis y pan dulce, en otras tierras menos afortunadas las explosiones eran mensajeras de la muerte, la pólvora mezclaba su aroma con el de las heridas lacerantes y los cadáveres nuevos, y cada luz que se dibujaba en el firmamento podía terminar en la despedida aullante de un ser amado.

 

    El Año Nuevo de Gaza. El Año Nuevo de los cohetes permanentes y asesinos que caen sobre los pueblos israelíes, sin que el mundo se moleste. El Año Nuevo de los aviones que arrasan una región densamente poblada, a sangre y fuego. El Año Nuevo de la estupidez, de la prepotencia, del fundamentalismo, de la cerrazón, de la terquedad sin límites, de la soberbia, las imprecaciones, las amenazas y las oraciones cantadas en son de muerte y de violencia. El Año Nuevo de la desazón para los que sólo desean vivir sus vidas en paz, sea que lleven a la cabeza una kipá o una kefia, o una gorra de béisbol o nada de nada. De la tristeza de los que quieren cantar canciones, bailar y reír, gozar del sexo y de la amistad, besar a la hija que se casa, acunar un nieto, asistir orgulloso a la mesa familiar. Trabajar sonriendo, crecer soñando, envejecer satisfecho de haber pasado por el mundo sin lastimar a nadie, y despedirse, cuando la hora llega, de los seres amados con profunda serenidad... ¡La mayoría de los habitantes del mundo, palestinos e israelíes incluidos, eso es lo que quieren!

 

    "¿Realmente crees que alguna vez van a terminar las guerras?", me pregunta, casi con compasión, mi querido suegro tras mi deseo de paz al alzar las copas de fin de año. Mis hijos me miran, desafiantes. Titubeo. "Si no creyera en eso, vivir no tendría sentido", le respondo. Sé que no es una buena contestación, pero es la única que, por más que pienso una y otra vez el asunto, me viene a la mente.

 

    Si no creyera en que una tarde de otoño, algún día en el tiempo, las manos se estrecharán olvidando las fronteras, los niños sonreirán en rondas de mil lenguas, las manos de todos los colores compartirán el pan y el arado, y Dios será prenda de amor y no de odio, nada, ni el amanecer de cada día, ni las dulces lloviznas de febrero, ni el perfume de las mujeres, ni el viento marino cargado de sal y de espuma, nada, ni esta revista siquiera, tendría sentido alguno.

    

                                                                                                                                                                                                                Ricardo Rabinovich-Berkman