Lamberti, Francesca
Romanización y ciudadanía.
El camino de la expansión
de Roma en la República
Lecce, Grifo-Leda, 2009, 102 p

PREFACIO DEL DR. RICARDO RABINOVICH-BERKMAN: 

            Me cabe el inmerecido honor de escribir un breve prefacio al trabajo de Francesca Lamberti, Profesora de la noble Universidad del Salento, en la multicultural Lecce de las ocres piedras barrocas, sobre la ciudadanía en Roma. Esto, por generosa amabilidad de la autora, que me ha elegido, Dios sabe sus razones, para tal privilegio. Pero insisto en mi falta de merecimientos, basada en que ella demuestra un conocimiento de esta temática muy superior al mío, con admirable manejo de las fuentes, que testimonia su fértil pasaje por las aulas de los más ínclitos profesores italianos de Derecho Romano.

Sin tapujos lo declaro: he aprendido mucho al leer estas páginas. Y no sólo me ha enseñado la joven y promisoria romanista, sino que me ha hecho reflexionar acerca de varias cuestiones vinculadas con este tema apasionante. Pensar, en uno de los más ricos sentidos del término, aquel que implica poner en duda posiciones tenidas por más o menos ciertas. Esa es una de las mejores cosechas que se pueden obtener de una obra científica. Porque la duda genera una crisis, y ésta abre las puertas a la profundización, acuciada por nuevas preguntas. Ello lo logra este agudo estudio, muy bien nutrido con bibliografía actual (y también otra más clásica) y con adecuado cimiento de testimonios directos.

            La cuestión de la ciudadanía es una de las más atractivas de la historia jurídica romana. Instituciones semejantes, como bien lo reconoce Francesca, las hay en innumerables culturas antiguas. No es en su existencia misma, por lo tanto, que radique la peculiaridad de Roma. Es, creo, en cambio, en su uso deliberado y reflexionado con finalidad política. Tal empleo se inscribe, de diferentes maneras, en las cambiantes circunstancias del proyecto que va esgrimiendo la ciudad del Tíber, en su relación de poder con las otras comunidades, y en el estado de las tensiones socio-económicas internas.

Sin embargo, a partir de la etapa final de la República (podríamos decir, desde la terminación de la Guerra Social), hay otro factor, a mi juicio, que entra en juego con papel protagónico. Me refiero a la ideología (sin sentido peyorativo) de la ciudadanía humana.

            Me parece que cada día se hace más evidente algo que en aquellos psicólogos prácticos sin título que eran los grandes dramaturgos clásicos, de Sófocles y Eurípides a Shakespeare, se veía a veces con claridad meridiana: que los resortes que mueven los actos y las decisiones humanas, que motorizan los proyectos existenciales de los individuos (y, por lo tanto, de las comunidades), son de una complejidad exquisita.

Es decir, que no aceptan aquellas reducciones monolíticas postuladas, al calor del paradigma de Comte, por las diferentes corrientes positivistas. No todo lo que una comunidad hace obedece a impulsos económicos, o de poder político, o a factores biológicos. Es más, creo que el estudio del pasado demuestra, una y otra vez, que muchas cosas se hacen por ideas, por principios, verdaderamente creídos y asumidos como buenos.

Estoy convencido de que tal es el caso, junto con muchos otros aspectos que también co-incidieron, en lo atinente a la mudanza, notable y bien remarcada por Francesca, que se opera en la idea de la ciudadanía, y en las circunstancias de su otorgamiento, desde el último siglo de la República, y que se proyectará hasta Bizancio. No creo que sea coincidencia la coetánea difusión en Roma del pensamiento estoico, que ya en Alejandría se ha vuelto más ecléctico, y ha incorporado elementos platónicos y aristotélicos, entre otros. En esta misma centuria, prueba de hallarse este equipaje filosófico ya asentado en la clase senatorial, es el ejemplo característico de Cicerón, especialmente en aquellos párrafos de su De la república (3.22) que anticipan los más específicos de Marco Aurelio.

Sustancialmente, estamos ante un desarrollo lógico que recorre los siguientes términos: a) la razón (derivada de la inteligencia) es compartida por todos los seres humanos (“Ei to noerón emin koinón, kai o logos, kath on loguikoí esmen, koinós”, dice Marco Aurelio en su Ta eis eautón, 4.4); b) la razón permite saber lo que se debe o no hacer (“prostatikós ton poietéon e me”); c) las que indican tal cosa son las leyes (“nomoi”, usa M. Aurelio; Cicerón decía “lex”, y creo que en este caso, de todas las muchas posibles traducciones del sustantivo nomos, debe optarse por ésta); d) por lo tanto, hay una ley racional; e) esa ley, entonces, también es común a toda la humanidad (“kai o nomos koinós”, en M. Aurelio); f) las leyes son, característicamente, emanaciones de una ciudad; g) el cosmos es, entonces, como una ciudad (“osanei polis”, dice el Emperador); h) de esa ciudad, todos los seres humanos somos ciudadanos (“politaí esmen” y politeynatós tinos metéjomen”, usa Marco).

En ningún momento el príncipe filósofo llega a identificar esa ciudad (en sentido amplio) con Roma, pero no se necesita mucha profundización para deducirlo… Él emplea una expresión harto elocuente: “ton anthropon pan guenos”, algo así como “el pueblo de todos los seres humanos” (Ibidem). Vista desde este ángulo, la relativamente cercana en el tiempo extensión de la ciudadanía por Caracalla en 212, poseería un cimiento ideológico que excedería (o complementaría, o basaría) las razones económicas, políticas o militares (que, por cierto, existían también). Los conceptos de ius naturale y de ius gentium, de probable origen aristotélico, que el Digesto (1.1.1.3-4) imputa a las Instituciones de Ulpiano (jurista contemporáneo del traumático príncipe severino), resultan completamente acordes con esta línea de pensamiento.

Así, la historia de la ciudadanía romana presentaría, a mi modesto criterio, dos tramos diferenciados, en que el primero viene a dar la plataforma, a preparar, el segundo. En una larga etapa, desde los orígenes (aún oscuros, como excelentemente lo resalta Francesca) de la urbe del Lacio, hasta ese período interesantísimo de cambios dramáticos que se enciende con la derrota final de Cartago y se prolonga hasta mediados del siglo I antes de Cristo, el concepto fue más práctico que teórico. La idea de ciudadanía se usó, se vivió, más de lo que se la pensó. Parece haber sido una institución pragmática, no muy sustentada en posiciones filosóficas. Después, al calor de los influjos estoicos, los aprendidos en Grecia misma y los llevados a Roma por Panecio y Posidonio (Levi, Adolfo, Historia de la filosofía romana, Buenos Aires, Eudeba, 1979, pp 23-25) aquella vieja noción se iría transformando en una herramienta formidable al servicio de una ideología extraordinaria: la de la existencia de un pueblo solo, el de todos los seres humanos, basado en la razón, y la consecuente naturalidad de que a ese anthropon pan guenos le correspondiera una polis, una civitas en sentido amplio.

Roma debía ser esa polis, esa civitas universal. Claro que, paradójicamente, estos conceptos se afianzaron durante el predominio de los estoicos Antoninos (el Siglo de Oro romano), los mismos que, con genial inteligencia estratégica, que mucho ayudara al nivel descollante de su centuria, resolvieran desechar (¿por el momento?) el sueño de la expansión sin límites, y poner al Imperio confines concretos (simbolizados magníficamente por las murallas de Adriano). El propio Justiniano, con todo el furor de sus planes de recuperación territorial, y gozando de los servicios impecables del general Belisario, no piensa en más que volver a gobernar los antiguos dominios romanos, y procura congelar (como hará Bizancio desde entonces) las fronteras del Oriente (Jenkins, Romilly, Byzantium: The Imperial Centuries AD 610-1071, Toronto, University, 1995, passim).

Sin embargo, no ha de desdeñarse la importancia que en esta concepción expansionista universal tendrá luego, en substitución de la conquista que las circunstancias obligan a descartar, la evangelización activa de las naciones del Este. En tal sentido, si se considera que el Evangelio griego llegaría hasta Kamchatka, en brazos de los rusos, puede considerarse que la traslación de la ciudadanía mundial a la religión ecuménica fue un éxito sin precedentes.

Apasionante, pues, la temática. Y este trabajo de Francesca Lamberti, que discurre por ella, especialmente en ese primer segmento de los dos que marcábamos antes, con impecable manejo de las fuentes y rigor metodológico. El resultado es una joyita, que aporta muchísimo al asunto y no puede dejar de recorrerse.